¿Existe la posibilidad de un BRICSA?

‎Uno de los objetivos históricos de la persistente y ordenada diplomacia brasileña a lo largo del siglo XX ha sido insertar al país en los mecanismos institucionales de mayor visibilidad y gravitación del sistema internacional. Ello la llevó a apartarse de opciones de neutralidad durante las dos Guerras Mundiales. Pasando a integrar la fallida Liga de las Naciones, que se confirmaría como un pato rengo post-1918 dada la reticencia de la gran potencia estadounidense a comprometerse en su consolidación.

Lo mismo sucedería finalizada la conflagración contra el nazi-fascismo en 1945 de la mano de las Naciones Unidas. Un Brasil beligerante junto a los aliados desde 1942 fue la rendija por la cual durante las décadas posteriores y, en especial cuando Brasilia se comenzó a sentir con espaldas más anchas en lo político y económico en los años 60 y 70, para aspirar a ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Espacio de élite reservada para las potencias triunfadoras de la gran conflagración y para la China comunista de Mao a partir de 1972-73, cuando Washington decide jugar su “carta china” y usufructuar las tensiones de Moscú con su ex aliada Pekín.

A comienzos de esa misma década, el todopoderoso titiritero de la política exterior americana, Henry Kissinger, hizo su famoso comentario sobre Brasil como “Estado llave” en América Latina. Parecía haber llegado el esperado momento de la dirigencia brasileña de ser el “sub hegemón” de la zona sur del hemisferio americano en un esquema de consulta, respeto, garantías mutuas y ciertos márgenes de maniobra cara a cara con la Casa Blanca.

Los meses y años posteriores demostrarán que ese click tan esperado se retrasaba y no llegaría. Washington restringía la venta de tecnología nuclear a Brasil y el proteccionismo sobre exportaciones de materias primas hacia su mercado seguían y se acentuaban. Para peor, la crisis del petróleo del 73 y luego del 79 impactaban de lleno en un territorio brasileño inmenso pero carente en ese entonces de pozos con la capacidad de respaldar la expansión económica del país. El mazazo final seria la crisis de la deuda externa detonada en 1982, cuando la tasa de interés de referencia de la Reserva Federal alcanza su máximo para neutralizar la inflación de dos dígitos en EEUU pero al mismo tiempo tornar impagable la plata dulce contraída por diversos países emergentes a mediados y fines de los 70.

El “milagro económico” de 1964 a 1973 quedaba atrás y se entraba en una larga etapa de dos décadas de bajo crecimiento y alta inflación. El único consuelo era que el rival regional por el liderazgo, la Argentina, tenía un escenario igual o peor con el agregado de la guerra y postguerra de Malvinas. Así como un sistema político en donde ni militares ni peronistas ni radicales lograban darle gobiernos estables desde 1955 en adelante. En cambio, pese a sus limitaciones y tropiezos, los uniformados del Brasil gestionaron ininterrumpidamente entre 1964 y 1984, y en líneas generales continuaron una política económica desarrollista iniciada por gobiernos democráticos ya en la década de los 50. Nada más distantes que las idas y vueltas de la Argentina. En otras palabras, no era tanto que Brasil hiciese las cosas bien, su vecino del sur las hacía peor.

Aún así, ciertos elementos le seguirían dando a Buenos Aires interesantes activos de negociación, tal como su desarrollo en materia nuclear, de vectores misilísticos de uso dual y satélites, como también el marcado desinterés en Washington de poner todas las fichas en un solo casillero de la ruleta. La política exterior encarnada por Guido Di Tella en los 90, más allá de sus histrionismo y frases provocadoras, entendió perfectamente esto.

Los años 90 le darían a Brasil un atributo importante en su consolidación cómo aspirante a esa categoría. El denominado Plan Real en1993 viabilizaría una estabilización de sus variables macroeconomicas y control de la inflación. El impacto de la crisis económica rusa a finales de esa década fue capeada exitosamente por Brasil con la ayuda del FMI y un rol activo y cooperante de la administración Clinton. Pese a ello, el Real tuvo de devaluarse aportando un tiro de gracia a la ya agonizante Convertibilidad del tipo de cambio en la Argentina.

La historia posterior es más que conocida: al colapso económico y político de nuestro país en el 2001, le sucedería el ascenso de la izquierda del PT en Brasil de la mano del entonces ya tanta veces candidato fallido a la Presidencia Lula Da Silva. Esta “institucionalizacion” de sectores que usualmente habían visto la política desde la oposición y priorizando lo clasista o lógica politica agonal o de confrontación, estaban ahora en la cúspide del poder. Un sindicalista pragmático cómo Lula no dudo en continuar las sanas políticas macroeconómicas de su antecesor Fernando Henrique Cardoso, así como una política exterior prudente y de buena sintonía con las grandes potencias en general, y con los EEUU en particular.

Para el 2003-2004, otro factor inesperado entraba en la escena. El boom de los precios de las materias primas que exportaban nuestros países, en especial soja, carnes y minerales. Brasil podía comenzar a combinar, luego de décadas, baja inflación, altos ingresos por exportaciones y crecimiento económico. Este círculo virtuoso le permitirá incorporar al equivalente a la población argentina, unos 40 millones de habitantes, al consumo de niveles de capas medias bajas y medias. Dándole forma a un portentoso mercado interno que se combinó con las grandes demandas de alimentos y materias primas por parte de China, India y otros emergentes. Con ese marco, la Presidencia del Brasil no dudo en apostar fuerte a un intenso lobby internacional junto a Alemania, Japón, India y Sudáfrica para lograr una reforma en el Consejo de Seguridad de la ONU y, en especial, en lo referido a las bancas permanentes con poder de veto.

Para el 2005, ya era evidente que ni los EEUU, ni China ni Francia y el Reino Unido tenían consenso básicos para viabilizar estos cambios. A partir de ese momento, Brasilia comenzó a poner el foco en darle forma político-estratégica-diplomática a una sigla inventada por fondos de inversión de los EEUU para colocar bonos en mercados dinámicos a comienzo del siglo XXI, o sea BRIC: Brasil, Rusia, India y China. En un primer momento, Moscú, Pekín y Nueva Delhi no se mostraron muy interesadas, dado que dos de ellas ya tenían su plazas aseguradas en la mesa chica del Consejo de Seguridad, y los herederos de Ghandi contaban con un poderoso arsenal nuclear y una naciente relación preferencial con los EEUU, paí, que comenzaba a verlos como protagonistas claves para la futura, lenta y paciente contención a la ascendiente China.

Sin duda, Brasil era y debía ser el más preocupado y ocupado en darle carne y forma a esa categoría financiera especulativa de BRIC. Así, con la paciencia y método que caracteriza a la diplomacia verdeamerilla, y aprovechando la imagen y carisma mundial de Lula, Brasilia dio importantes pasos para impregnarle contenido a ese acrónimo inventado en Wall Street. En la misma sinfonía, la diplomacia del gobierno de Lula -en especial su brillante y carismático ex Ministro de Defensa, Nelson Jobim- llevó a cabo también un incansable esfuerzo para ir dando forma a un espacio sudamericano: el UNASUR, que marcaba una línea imaginaria que cruzaba a la altura del Canal de Panamá.‎ Un regreso al viejo sueño de cogestion del hemisferio.

De esa línea hacia arriba, el “patio trasero” del hegemón estadounidense y hacia el sur, la presencia de una potencia regional prudente garantizaría un marco de seguridad y estabilidad a intereses nacionales vitales de Washington. El bolivarianismo de Hugo Chavez y su estrecha alianza con el régimen cubano, paradojicamente arriba de la línea geográfica imaginaria, fue de gran utilidad para este inteligente proyecto geopolítico brasileño. Para complementarlo y facilitarlo, la Argentina, tras la Cumbre de Mar Del Plata en 2005, comenzaba a perder la posibilidad de tener la cintura suficiente para moverse hacia Washington o Brasilia según fuese conveniente (Cabe recordar que, luego de ese acalorada cumbre de Presidentes que dio por tierra, con justas razones económicas, con el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), Lula se encargo de invitar al presidente George W. Bush a pasar unos días en su residencia privada en Brasil).

A casi una década de esos eventos, que luego tendrían nuevos capítulos cómo el allanamiento de un avión militar de los EEUU en Ezeiza, se produce en julio del año pasado en Brasil la cumbre de los países de los BRICS (la S por la recientemente agregada Sudáfrica). Potenciada por el paso por la Argentina por unas horas del mandatario ruso y el chino, y la esperanza más o menos justificada de poder apoyarse en los recursos financieros de estos Estados cómo forma de poder tomar distancia del “pérfido capitalismo internacional”.

Luego de algunas versiones cruzadas y malentendidos, quedó en claro que la Argentina no sería invitada a sumarse a los BRICS cómo miembro pleno sino como observadora junto a todos los restantes países del UNASUR durante la cumbre en la ciudad de Fortaleza. Si en algo Brasilia no tiene un lógico interés es en sumar a Buenos Aires a este espacio, por el cual ha hecho un gran esfuerzo para constituirlo cómo un escenario donde sobresalir claramente sobre todo el resto de la región y posicionarse como una de las potencias del mundo multipolar. Siempre recordando que dentro de la sigla BRICS conviven países que aún apuntas parte de sus misiles nucleares uno contra otro, o sea China y la India, u otros dos que los une transitoriamente el balancear el mega poder norteamericano, pero que a ojos vistas pueden volver a tener serias tensiones cómo lo tuvieron a lo largo de su historia y aun cuando ambas eran comunistas en la guerra soviético-china de 1969.

Nuestro país está en óptimas condiciones de sacar provecho de ese mundo emergente, siempre que no se asuma al mismo como un atajo o mecanismo para revanchas o jueguitos para la tribuna. Cabría repasar los estudios y análisis sobre lo no tan fácil y barato que ha resultado para Venezuela y Ecuador algunos “préstamos blandos” chinos que han tenido en diversos casos como garantías de pago las reservas petroleras de estos países.  En eso, hay mucho que aprender del Brasil y su capacidad de darle un espacio importante de autonomía a su política exterior de los enredos y necesidades estéticas ideológicas que plagan las políticas domésticas. Sabiendo que no contamos con sus capacidades materiales pero sí de algunos activos que aún nos permiten sentarnos en la mesa con los grandes jugadores.

¿Una nueva versión del triángulo de Kissinger?

Los manuales básicos del pensamiento realista de las relaciones internacionales, desde Tucidides ‎en su obra “La Guerra del Peloponeso” de 2500 años atrás a las reflexiones del aun vigente Henry Kissinger en sus apariciones por grandes cadenas de noticias contemporáneas, siempre enfatizan en la necesidad de no creer en la existencia de enemigos ni aliados permanentes en la anárquica política internacional. Tucidides lo entendió más que bien. Solo medio siglo antes de sus escritos, su amada Atenas peleaba espalda con espalda con Esparta contra el Imperio Persa -para estar en sintonia con la era del “homo videns” cómo nos dice Giovanni Sartori, ver la película “300″-, pasando a ser los espartanos enemigos existenciales junto los persas del poder ateniense.

El propio Kissinger no dudó en 1972 en jugar la “carta China” y comenzar a establecer un vínculo diplomático y de diálogo estratégico con el ya anciano Mao y su régimen más ortodoxamente comunista y impermeable a Occidente que la temida URSS. El famoso “triángulo Kissinger” tomaba forma: EEUU se llevaba “mal” y ya no “pésimo” con Moscú y “regular” con Pekín. En tanto, los sucesores de Lenin y Stalin en Rusia tenían una “muy mala” vinculación con los chinos. En otras palabras, el vértice más fuerte era Washington.

Este sobrevuelo sobre la historia nos lleva a otro caso paradigmático con lo que podríamos llamar -los próximos meses lo dirán- “la carta irani” de Obama. La escalada de la guerra civil en Siria y la ofensiva de las milicias fundamentalistas sunnitas ISIS en el norte y centro de Irak (ver el reciente artículo “El hijo rebelde de Bin Laden conmociona el Medio Oriente“) abre la necesidad de un mayor espacio de diálogo y negociación entre Washington y Teherán. De hecho, en pocos años los medios especializados han pasado de analizar escenarios de eventuales ataques americanos sobre territorio iraní para neutralizar su programa nuclear a debatir si hay espacio para cierto accionar conjunto de ambos contra el ISIS. Cuestiones todas que no dejan de molestar sobremanera a un histórico aliado de los EEUU en la región como son los sauditas, referentes religiosos, políticos y económicos de la mayoría sunni en el Islam.

A partir de los ataques terrorista en setiembre del 2011 de Al Qaeda, la rama extremista de los fundamentalistas sunnita, amplios círculos del establishment de seguridad de Washington se comenzaron a preguntar si el foco de atención a mediano y largo plazo de la seguridad nacional americana en Medio Oriente no debía pasar más por controlar esa hidra del integrismo con epicentro en los ricos países del Golfo Pérsico, Egipto y Yemen más que en países shiitas no árabes cómo Irán. El ejemplo más notable de ello fue sin duda el derrocamiento de la dictadura sunnita laica de Sadam Hussein en Irak en el 2003 de la mano de la intervención americana. El aliento dado por la administración Obama a la “primavera árabe” -es decir, no respaldar hasta las últimas consecuencias a las dictaduras laicas en diversos países de la región- buscó dejar aflorar procesos electorales más democráticos y canalizar la furia y frustraciones de la población.

Más allá de la delicada cuestión geopolítica en Siria, Líbano e Irak, el asunto más delicado que se viene desarrollando en esa región del mundo para la política internacional es la temática nuclear en Irán y su eventual acceso a cabezas atómicas de uso militar. Desde la invasión de los EEUU a Irak, la teocracia persa procedió a dispersar y esconder en todo lo posible su programa nuclear dual, o sea, para uso civil y militar. Con la asistencia rusa, el régimen iranó procedió a reactivar la construcción de la central de generación de energía Atómica de Bushehr, que había sido iniciada en los años 70 por el derrocado Sha con la contratación de empresas de la entonces Alemania Occidental. Asimismo, avanzó decididamente en la planta de enriquecimiento de uranio de Natanz. Su montaje en un lugar visible aun generaba suspicacias por las trabas a su inspección y dudas sobre algún tipo de manipulación en sus centrifugadoras empleadas para llevar el uranio del 0 al 5 y 20 por ciento empleado para generación de energía eléctrica.

En este clima de amenazas cruzadas entre el eje EEUU e Israel versus Irán, a fines de la década pasada las sospechas y la tensión se acentuó sobremanera con el descubrimiento de una sorprendente, propia de una película de James Bond, planta de enriquecimiento en Fordow. Una instalación secreta cavada en las entrañas de montañas de granito y fuertemente protegida. Las centrifugadoras allí instaladas no estaban ni registradas ni supervisadas por la comunidad internacional por medio de la Agencia Internacional de Energía Atómica. Como si esto no fuese suficiente, pocos años después los ojos de las potencias occidentales se orientarán también a desentrañar el rol de la instalación militar en Parchin, donde según versiones se habrían desarrollado pruebas con detonadores múltiples y especiales para viabilizar la activación de una eventual carga de uranio enriquecida a grado militar o de plutonio. Imponentes obras de remoción de tierra y otros tareas desarrolladas por el régimen irani en la zona de Parchin, buscaron según los especialistas, dificultar inspecciones de la comunidad internacional.

A mediados de junio de este año, los EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania comenzaron una decisiva ronda de conversaciones con Teherán con vistas a avanzar y darle consistencia a ciertos principios de acuerdo que se dieron en noviembre del 2013. La fecha supuestamente límite para alcanzar el acercamiento entre las posturas antagónicas sería el 20 del mes próximo, si bien se estima que se extendería varios meses más en el mejor de los casos. Mas allá del cambio de gobierno en Irán y la llegada de un presidente considerado más reformista y moderado, pero reconocido como un hábil y duro negociador, lo central cuando se trata del gobierno de Irán post revolución de 1979 son las continuidades más que los cambios.

En ese sentido, el verdadero poder, o sea el líder espiritual, Ali Khamenei, ha marcado una línea roja: su país no se resignará a no tener la capacidad de enriquecer el uranio al menos del 20 porciento. Eso dista de ser utilizable para hacer un explosivo atómico pero también es cierto que llegar a ese nivel es tener tecnológicamente el terreno despejado para arribar sin mayores dificultades al sensible 90 porciento. En otras palabras, lo más complejo es ir del 0 al 20 y no del 20 al 90. Nada muy diferente a lo que busca Brasil o ya tienen Alemania y Japón. Países todos ellos que renuncian en sus políticas, al menos en el futuro previsible, a dotarse de un arsenal de bombas nucleares. Los negociadores occidentales, y con Israel siempre más que atento, buscan que Teherán se límite a poseer capacidades para llegar al 5 por ciento. Mas que suficiente para hacer funcionar centrales atómicas para generación de energía.

En ese tira y afloje se desarrollarán las próximas semanas. Rusia, siempre interesada el limitar y condicionar el poder americano en su zona de influencia, tampoco tiene el mínimo interés que los descendientes del Imperio persa cuenten con un armamento no convencional de esta relevancia. Por su parte, la rica y sunnita Arabia Saudita viene impulsando un imponente proyecto nuclear que en las próxima dos décadas comprometerá más de 100 mil millones de dolares. Por el momento solamente orientado al uso pacífico y destinada a reducir el uso de petróleo, más de 1.5 millones de barriles diarios o sea más de 150 millones, para mover sus grandes plantas de potabilizacion de agua salada a agua de consumo humano y de riego. Pero al mismo tiempo, enviando un mensaje claro: si las grandes potencias no le ponen una barrera clara a las aspiraciones nuclear-militares de los shiitas iraníes, Ryad no dudará en balancearlo con sus propias cabezas y vectores. No casualmente, por primera vez en el masivo desfile de las fuerzas militares sauditas de este año se pudo ver el paso de imponentes misiles  de más de 2500 km de alcance de fabricación china en condiciones de ser cargados con cabezas atómicas. Cabe recordar el fluido lazo político, religioso, militar y económico de la monarquía saudita con el único país musulmán con bombas atómicas y aliado de China, Paquistán.

Para finalizar, la guerra civil siria que afecta a Assad, el principal aliado geopolítico de Irán, la penetracion del terrorismo sunnita de Al Qaeda en el Líbano contra la milicia shiita (pro Irán y Siria) de Hezbollah y el avance del ISIS en Irak‎ y la endeblez política que atraviesa el gobierno shiita de Bagdad son factores a considerar al momento de pensar el marco geopolítico de la negociación nuclear antes citada. La gravedad de la situación del gobierno pro iraní en Irak queda reflejada en lo parece ser el envío a organizar la defensa de Bagdad de nada más y nada menos que al militar y hombre de operaciones especiales más importante de Irán, el General Suleiman, Jefe de la fuerza Qods de los Guardianes de la Revolución.

En otras palabras, Obama tienen algunas buenas cartas para poner sobre la mesa. Washington posee intereses de seguridad nacional en juego vis a vis la amenaza de ISIS y el integrismo sunni, pero Irán se juega su existencia misma si eso se sale de control. A todo eso sumemos las eficientes sanciones económicas que las EEUU y sus aliados han articulado y que parecen tener claros efectos sobre las élites iraníes. Quizás en frente a nuestros ojos se esté dando forma a una nueva versión del “triángulo” de Kissinger, solo que esta vez no son China y la URSS sino Irán y Al Qaeda-ISIS, donde el lado fuerte de mismo, vuelve a ser Washington. El sabio pensador nacido en Alemania y que brilló con sus cargos en la administración Nixon y luego en la de Ford, siempre tuvo una debilidad por valorizar y no despreciar a los pueblos con historia milenarias.

Un vínculo clave

Una de las premisas básicas del milenario Realismo afirma que los Estados no tienen amistades sino intereses, los cuales son cambiantes dependiendo las relaciones de poder y amenazas percibidas en cada momento de la historia. Un saber convencional basado en hechos sólidos suele remarcar la histórica constructiva relación de Brasil vis a vis con los EEUU. Situación que se remonta al siglo XIX y que se extendió, consolidó y llegó a su cúspide entre 1940 y principios de la década de los 70.

Tanto los gobiernos monárquicos cómo luego los de la República -y ni que decir Getulio Vargas para comienzos de la Segunda Guerra Mundial o el gobierno militar brasileño que toma el poder en 1964- no dudaron en estar del lado de Washington en diversos momentos claves, ya sea las dos grandes conflagraciones mundiales del siglo pasado y uno de los tramos más calientes de la Guerra Fría entre 1946 y entrada la década del 60. La estrategia de largo plazo impulsada de manera clara e impecable a principios del 1900 por el entonces canciller, el Barón de Río Branco, se basaba en articular una relación estrecha y cooperativa con los EEUU cómo forma de apuntalar al Brasil en su búsqueda de superar a la potencia sudamericana de ese momento. O sea, la Argentina.

Cabría recordar que recién en 1955 la economía de nuestro gigantesco vecino logró equiparar el PBI argentino. De manera sutil, Río Branco buscaba lograr ese vínculo especial pero al mismo tiempo era muy prudente y cuidadoso de no generar una escalada militar en el Cono Sur y en especial con la poderosa Argentina. Su idea era crear un curso de acción sostenido en el tiempo que derivaría en poder desplazar a los rioplatenses como principal actor de la región sin que por ello se produjese un desembarco activo y hegemónico de Washington en la zona.

A mediados del siglo pasado, desde las escuelas geopolíticas y diplomáticas del Brasil se impulsó la idea de un “trato leal” entre Río de Janeiro (luego Brasilia) y la Casa Blanca. Consistía en una parcial pero no por ello menos amplia delegación de las responsabilidades “hegemónicas” de la superpotencia en sus confiables aliados brasileños. Mas aún después de las fuertes tensiones existentes entre Buenos Aires y Washington por la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial y el posterior “Braden o Peron”. Todo ello, combinado por una recurrente inestabilidad política que se acentuará en la Argentina desde 1930, así como la fuerte erosión del poder politico-militar y ni que decir económico del Reino Unido a nivel global y en su condición de socio clave de nuestro país.

Las ahora tan mencionadas y actuales lógicas de “stop and go” y periodos de alta inflación y bajo crecimiento o directamente recesión (estanflación), erosionaban de manera lenta pero constante la diferencia de poder de Argentina vis a vis con el Brasil. La inestabilidad política y económica no se lograba alcanzar ni con gobiernos radicales, peronistas o militares. Ergo, sin esa gobernabilidad de largo plazo nuestro país pasaría ser visto por la élite decisoria de Brasilia como un Estado que había perdido definitivamente la carrera por la primacia regional de manera nítida al promediar los años 70.

En ese mismo momento, el entonces secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger hizo su famosa referencia al Brasil cómo “Estado llave” o clave. No obstante, esas agradables palabras se veían acompañadas por fuertes restricciones a la venta de tecnología nuclear de uso civil a  los brasileños y un creciente proteccionismo comercial de los EEUU. Ello, iría generando un gradual y poco estridente giro de la política exterior del Brasil y de su gobierno militar hacia una más orientada a buscar canales de interacción más fluidos con otras potencias ascendentes en ese momento como Alemania, Japón, etc. El ascenso en las capacidades materiales y simbólicas brasileñas se consolidarán entre los 80 y el presente siglo.

En esa tres décadas se irán sumando y combinando estabilidad democrática, luego control de la inflación y estabilidad macroeconomica en los 90 y finalmente, el boom de los precios de las materias primas cómo hierro, soja y petróleo y la llegada al poder de la izquierda con Lula y su demostración de moderación, prudencia y eficiencia en el manejo de la economía.  En este escenario de un Brasil con más recursos materiales y simbólicos que nunca, sin olvidarnos el ser elegido para organizar el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, y una superpotencia norteamericana afectada por la crisis financiera en Wall Street del 2008 y el trauma de dos guerras largas y sangrientas cómo Irak y Afganistán, es lógico que las tendencias neoautonomistas iniciadas por Brasil casi 40 años atrás tomasen más fuerza. Mas aún cuando los EEUU no ve la zona sudamericana cómo una zona clave y caliente para su seguridad nacional como las regiones Asia-Pacífico, Medio Oriente y Golfo Pérsico.

En este escenario los gobiernos bolivarianos fueron interpretados por la Casa Blanca de los últimos tres presidentes como una liturgia folclórica molesta más que como una amenaza a sus intereses vitales. No es para menos, cuando se asume el rol clave de los dólares entregados día a día desde EEUU a Venezuela por la venta de, ahora mismo, casi un millón de barriles diarios de petróleo (a más de 100 dólares cada uno), un Ecuador de Correa que convive sin mayor trauma con una economía con el dólar como moneda circulante y una Nicaragua que tiene un acuerdo de Zona de Libre Comercio con los EEUU. Así las cosas, la superpotencia no tuvo mayor inconveniente en contar con Brasil como un estabilizador y contenedor de conflictos en la zona. Las crecientes tensiones de Buenos Aires con Washington en los últimos años no hicieron más que potenciar esa parcial y condicionada “delegación”. Cualquier observador informado e interesado entre los decisores de los EEUU vería claramente el doble juego brasileño, o sea, consolidar su relación con los bolivarianos y por ende incrementar las retóricas anti norteamericanas en el sur de América Latina y al mismo tiempo mostrarse cómo garante de que los mismos no cruzarán algunas líneas rojas.

La escalada de conflicto, violencia y muertes en la Venezuela de los últimos meses no hacen más que poner en riesgo este juego inteligente, sencillo y pendular. Un desmadre de la situación en ese país caribeño y la continuidad y acentuación de la polarización y del deterioro económico (con una inflación esperada en torno al 60% anual)  y social, dejaría al Brasil en una difícil posición. La paciencia americana, y de amplios sectores sociales y políticos de América Latina, puede agotarse si la diligencia brasileña no asume que el liderazgo tiene beneficios pero también costos y que la situación venezolana requiere algo más que un nuevo capítulo del juego pendular y ya casi rutinario con Washington y Caracas. La Presidenta Rousseff ha dado algunas señales de haber comenzado a entender que zanahorias sin palos no será la mejor forma de poner en caja la situación en la tierra del difunto Chavez.

Una Venezuela signada por muertos y deterioro acentuado de algunas prácticas democráticas básicas es claramente una de las líneas rojas. Una de esas, que un pretendido estabilizador confiable cómo Brasil, no puede permitir que se traspasen. El proceso de diálogo entre el oficialismo y la oposición que tendrán a cargo los enviados de Bogotá, Quito y la misma Brasil así como los buenos, y claves,  oficios del Vaticano, será quizás la última oportunidad para evitar un trauma mayor para la región. El fracaso en encauzar en parte la explosiva situación política y socioeconomica (y quizás aun dentro mismo de sectores militares que no concuerdan con un exceso de injerencia cubana ni con muertes civiles) y una Brasilia más propensa a resguardar al gobierno de Maduro que a ser un interlocutor válido y confiable para todas las partes, tendría dentro del misma vida política de la potencia sudamericana un grave costo para el PT y la izquierda oficialista brasileña. Un sector que por no poder y, en muchos casos, también por un sabio y prudente no querer, dista de buscar emular a sus pares bolivarianos en el manejo de la economía, relación con el mundo y prácticas republicanas. Es por ello que un libero cómo Lula da Silva, ya no atado, a la responsabilidad de ser Presidente, podría y debería ser un sostén de Rousseff en este esfuerzo. A riesgo, de no lograrlo, de serios costos para el Brasil en general y para el Partido creado por el en particular.