Durante el primer tramo de la década de los 70, en un contexto caracterizado por el traumático final de la guerra de Vietnam, el Poder Ejecutivo de los EEUU fue perdiendo márgenes de maniobra en cuestiones de “poderes de guerra” en manos del Congreso. Esa ecuación no fue sustancialmente alterada durante las décadas posteriores. Ni aún por caudillos del peso de R. Reagan en los ’80. Tampoco el fin de la Guerra Fría lo cambiaría radicalmente. El trauma de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 generaría un escenario en donde el presidente pasaba a tener fuertemente la iniciativa y los legisladores tenían escaso margen de maniobra para oponerse.
Ello se vio claramente en el amplio respaldo de senadores y diputados a la operación militar en Afganistán a fines del mismo año y la invasión a Irak en marzo de 2003. Habrá que esperar varios años y traumas de sangre y fuego en territorio iraquí para que se fortalecieran las posturas criticas y el reclamo de rectificaciones por parte de los legisladores a la Casa Blanca. Esta fatiga guerrera fue cabalmente entendida por Obama en su campaña electoral del 2008 y en sus dos periodos presidenciales.
Ordenar y acelerar el retiro de la gran mayoría de las fuerzas militares americanas de Irak y el cronograma para hacer lo mismo de acá a fines del 2014 en Afganistán son claro ejemplo de ello, así como el relativo bajo perfil del Pentágono durante la guerra civil en Libia, vis a vis el fuerte activismo del Reino Unido y Francia. No obstante, lo relativamente poco hecho en Libia por parte de Washington fue clave para inclinar la balanza a favor de los rebeldes en los momentos mas críticos y finales del conflicto. La posterior guerra civil siria confirmó la doctrina Obama de intervenir lo mínimo y necesario en conflictos que no hagan al interés vital de la superpotencia.
Mientras las monarquías del Golfo Pérsico y la misma Turquía, todos países con mayoría de población islámica sunita al igual 3/4 de los sirios controlados por una minoría alawita más cercana al shiísmo de Irán y de Hezbollah en Líbano, aceleraban en todo lo posible la ayuda militar y logística a los opositores a Assad, la administración demócrata ponía paños fríos a los halcones que dentro y fuera de EEUU reclamaban una intervención más activa. Para los consejeros de Obama, qué mejor que tener un conflicto armado en donde archienemigos como Al Qaeda luchan a gran escala contra otros rivales de Washington como Assad y las milicias pro iraníes de Hezbollah.
Una destrucción mutua asegurada. No obstante, el uso puntual por parte del régimen de Assad de armas químicas denunciado por medios de prensa internacionales desde abril pasado, motivaron que el presidente americano anunciara una “línea roja” que sinceramente él no creía que alguna vez Damasco cruzaría de la manera en que lo hizo el pasado 21 de agosto. Es decir, lanzamiento de numerosos cohetes con gas sarín contra uno de los barrios de la ciudad, la muerte de 1500 personas y miles de afectados. La credibilidad de la principal potencia internacional, inmersa en una compleja partida de ajedrez con Irán por su programa nuclear, está en juego.
En un primer momento y luego de las evidencias acerca de que efectivamente se trató de armas químicas, Washington pareció inclinarse por un ataque puntual de unas 24 a 48 horas, en donde se abatirían alrededor de 50 blancos militares seleccionados usando misiles crucero de ataque a tierra del tipo Tomahawks III y IV lanzados desde 5 destructores Aegis y uno o más submarinos Ohio en el Mediterráneo, así como algún uso puntual de bombarderos estratégicos B2 y caza bombarderos furtivos F117.
Se trata de una operación con ciertas semejanzas con la Desert Fox que lanzó Clinton contra Irak entre el 16 y el 19 de diciembre de 1998. De manera sorpresiva y luego de rondas de consulta con su jefe de Gabinete y asesores de Seguridad Nacional, Obama decidió buscar el respaldo del Congreso. Inmediatamente los analistas comenzaron a subrayar cómo de esa forma el Poder Ejecutivo parecía orientado a repetir en cierta medida la lógica citada al comienzo de este artículo acerca del fortalecimiento del Poder Legislativo en tema de guerra y paz hace 40 años. A una semana de una resolución del Congreso en este sentido, todo parece indicar que más allá de ideologías, clichés y tentaciones de usos políticos internos por parte de algunos legisladores, el interés nacional primará y el presidente contará con el apoyo necesario.
Transitando un difícil sendero intermedio entre aquellos que postulan directamente la no intervención y aquellos que no quieren andar con chiquitas y directamente exigen el cambio de régimen político en Siria mediante un ataque sostenido y a gran escala, al parecer la postura que podría lograr un relativo consenso sería la de un ataque que degradara sustancialmente la capacidad militar del régimen y el compromiso de acelerar la ayuda militar y logística a las facciones rebeldes alejadas de Al Qaeda. Países claves dentro del Islam como Turquía y Arabia Saudita le darían el respaldo diplomático y militar a la operación. A diferencia de lo que se pensó en un primer momento cuando el Ejecutivo americano se inclinó a lograr un acuerdo con el Legislativo, todo parece indicar que el resultado final parece ser un ataque más contundente y ambicioso.
La Casa Blanca, conscientemente, puede comenzar a transitar la rearticulación de un consenso básico y necesario en materia de política exterior y seguridad nacional que EEUU en gran medida ha perdido de la mano de tres eventos fundamentales: la desaparición de un enemigo poderoso y claro como fue la URSS, la desafortunada guerra de Irak a partir de premisas no verdaderas y la crisis económica estallada en septiembre 2008 y la consiguiente tendencia más aislacionista que este tipo de situaciones genera.
Lograrlo o dejar marcado el camino para que se dé sería una de las mayores herencias de los 8 años de Obama, así como un factor central para gestionar el mix de palos y zanahorias que depara la relación entre EEUU e Irán por el programa nuclear de este último. Una ventana que en los próximos 12 a 18 meses puede derivar en paz o guerra, esta última de consecuencias estratégicas infinitamente mayores a la actual en Siria. Ni que decir de la utilidad de ese eventual nuevo consenso para gestionar el mix de rivalidad y cooperación con la ascendente superpotencia China.
Como proféticamente argumentaba el filósofo I. Kant en el siglo XVIII, las repúblicas tenderán a ser más eficientes para desarrollar su poder económico y militar e imponerse en parte sustancial de las contienda bélicas. Aun antes que él, N. Maquiavelo realizaba una afirmación semejante. Siglos después, los estudios estadísticos llevados a cabo en algunas de las más prestigiosas universidades del mundo de la mano de académicos de la talla de M. Doyle y B. Russett nos muestran que ello ha sido así: entre 1815 y fines del siglo XX, los regímenes políticos dotados de división de poderes y libertad política han triunfado en un 80% de las guerras en que han intervenido.