El 30 de diciembre de 2004, aproximadamente a las 22:45, el tiempo se detuvo para toda una generación. Ese instante -donde se enfrentó la vida con la muerte- produjo un punto de inflexión, un antes y un después, grabado para siempre en la memoria de la Ciudad de Buenos Aires y en el recuerdo más profundo, más sensible y más íntimo de sobrevivientes y familiares de víctimas de una de las peores tragedias de la historia de nuestro país. Ese momento nos reveló que la concurrencia de corrupción, burocracia, desidia y falta de control pueden formar una trampa mortal similar a una cámara de gas, arrebatando 194 vidas y marcando por el resto de su vida a miles de afectados.
Cromañón no sólo nos mostró la evidencia más cruel de todo lo malo que hemos construido como sociedad; nos expuso también valores inquebrantables ante la adversidad, como el amor a la vida, la solidaridad, el heroísmo y la grandeza del ser humano, representados en cada persona que entraba al local bailable, arriesgando todo –inclusive hasta la propia vida- y hasta el último respiro, para rescatar al amigo o aún para salvar a un desconocido –como afortunada y agradecidamente fue mi caso.
Uno tendería a pensar que ante tan importante tragedia, la negligencia estatal y la falta de control, en diez años serían problemáticas del pasado; sin embargo, la Tragedia de Once, el derrumbe de Beara o la explosión del edificio en Rosario, por citar algunas, nos chocan fuertemente con la realidad. Lamentablemente, muchas de las causas citadas en los párrafos anteriores se han potenciado en esta década y hoy están diseminadas por todo nuestro país. Basta ver el Índice de Percepción de Corrupción que realiza Transparencia Internacional, donde Argentina viene cayendo año tras año, ocupando el puesto 107 sobre 175 países relevados y en la región sólo es superada por Venezuela, Paraguay y Ecuador. Esta década también nos deja el mal gusto de entender que para algunos los derechos humanos sólo están destinados a los perjudicados por la dictadura militar; pareciera que derechos humanos básicos como la vida, la seguridad y la recreación, de nada valen para las víctimas en democracia, silenciadas porque no le sirven al relato oficial.
Estas líneas, no pretenden ser simplemente un lamento sobre lo que pudo haber sido y no es; buscan ser un llamado a la reflexión, al trabajo creativo, a la conciencia civil y por ende al compromiso ciudadano, a la responsabilidad política y a la esperanza puesta en el futuro y no en el pasado, para poder, de una vez por todas, cambiar la realidad para que nunca más suceda algo similar. Esta situación genera por un lado un gran desafío, por la abrumadora tarea que significa, pero a la vez, una gran oportunidad que tenemos los argentinos de construir un Estado de Derecho moderno que, verdaderamente, pertenezca al siglo XXI y no al siglo pasado.
El camino para lograrlo comienza mejorando la calidad institucional, con mayores grados de libertad de prensa, permitiendo un mejor control de la corrupción y una mejor rendición de cuentas del Estado; con mayores grados de independencia judicial, para juzgar eficientemente al poder político; modernizando, optimizando y descentralizando el poder estatal, para eliminar la burocracia; dándole más atribuciones a los organismos de control, para que las recomendaciones que llevan los informes sean debidamente atendidas e implementadas, como por ejemplo que la AGN aplique sanciones y multas por desatención de sus requerimientos; sancionando una ley de acceso a la información publica, para que los poderes del Estado sean más observables; simplificando el frondoso entramado jurídico, adaptando las normas a las exigencias de la realidad y no al arbitrio del poder de turno; y fortaleciendo el sistema penal, dándole mayor protección a las víctimas.