El nuevo rol del Estado en la economía se debate públicamente. En nuestro país, la concentración mediática y la función de comunicación han sido elementos indispensables para forjar la opinión pública y arraigar en el sentido común verdades relativas sobre temas económicos a modo de verdades universales, pero que no dejan de ser un reflejo de intereses sectoriales concretos.
Un buen ejemplo de ello es el tratamiento mediático que se lleva adelante sobre el incremento de la participación del Estado en la economía durante estos últimos años. Después de la debacle socioeconómica que produjeron tres décadas de neoliberalismo, cuyo pensamiento ideológico se resume en la frase acuñada por José Martínez de Hoz “achicar al Estado es agrandar la Nación”, con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia, uno de los pilares del éxito del actual modelo ha sido la recomposición del Estado como actor y regulador de la economía, aspecto que se encuadra en un proyecto político que entiende que un sólido estatismo de quienes gobiernan es una condición impostergable para el desarrollo del pais.
Por eso, para este último grupo, el aumento de la recaudación tributaria y el engrosamiento del gasto social, son vistos desde una perspectiva ideológica distinta, como condiciones necesarias para atender los derechos de aquellos sectores sociales más vulnerables, que el otro modelo dejó en exclusión.
En cambio, los defensores del “sálvese quién pueda”, se expresan sobre el mismo hecho con frases como “la carga tributaria no tiene freno” y se alarman con el record de recaudación del año 2013 del 32,7% del PBI a nivel nacional y del 47% si se agregan los tributos provinciales y municipales. Intentan así generarle al el lector la impresión de que el Estado le detrae (le quita) el dinero a los asalariados y a las empresas, afectando el consumo y la inversión. Preguntan cuándo es el día libre de impuestos, para armar el ranking de los países en donde las personas menos tienen que trabajar para mantener el erario público. No perciben el cobro de los tributos como un instrumento necesario para arribar a una sociedad más justa. Con esa lógica se empeñan en describir cuáles han sido los medios más eficaces para la coerción del ciudadano, y hablan del impuesto que hay que soportar por no hacer ajustes inflacionarios en las bases de cálculo, olvidándose de los más relegados (saber que sólo pagan ganancias el 10,2% de los trabajadores y el 0,7% de los jubilados).
Resulta paradójico que parte de los sectores que se quejan del peso del Estado son los primeros en reclamar ayuda pública cuando alguna circunstancia los ha dejado en bancarrota, y piden a gritos subsidios para recomponer sus penurias “por el bien de la economía, el trabajo y del país” (recuérdese el salvataje a los bancos y otras empresas tras la crisis del 2001 o los reiterados pedidos de subsidios o exenciones impositivas ante escenarios de sequías o inundaciones que hacen las entidades del campo).
En estos últimos años, el peso de los impuestos progresivos en la recaudación se ha incrementado, como en el caso del impuesto a las ganancias que pasó de representar el 4,98% del PBI en el 2004 al 6,40% en el 2012. Pero más aún se han incrementado las contribuciones sociales, que pasaron de representar el 3,04% al 8,31% PBI, lo que se explica por el crecimiento del empleo registrado, es decir, por el éxito del modelo. Por otro lado, el gasto social creció 7, 67 puntos porcentuales entre 1998 y 2009 representando el 27,7 % del PBI.
Así, el aumento en la recaudación tributaria es lo que le permitió al gobierno nacional el renacimiento de las políticas socialmente inclusivas. La Asignación Universal por Hijo, la jubilación de más de dos millones de personas con aportes incompletos, el aumento de las asignaciones familiares, los planes Argentina Trabaja, ProCreAr, Progresar, Conectar Igualdad y los subsidios a los servicios públicos constituyen políticas para comenzar a saldar la deuda social que dejó el vendaval neoliberal.
Por otra parte, con la mayor recaudación, el Estado ha venido realizando millonarias inversiones en infraestructura, con la construcción de miles de kilómetros de carreteras, producción de petróleo, centrales de generación eléctricas, ferrocarriles, escuelas, universidades, redes de gas, agua potable y cloacas, entre otras obras imprescindibles para el desarrollo económico y la transformación del país. La mejora en la distribución del ingreso, el fuerte crecimiento del empleo, del consumo popular y la inversión privada confirman los beneficios de un Estado presente. Por todo lo dicho, celebramos los guarismos que otros detractan.