La situación en Yemen puede derivar en un escenario como el de “Irak, Siria y Libia”, indicó Jamal Bonomar, el enviado especial de las Naciones Unidas para este país, en una videoconferencia con el Consejo de Seguridad. Formalidades aparte, este escenario ya es una realidad que no sorprende en lo absoluto, pues Yemen, uno de los países más corruptos y pobres de Medio Oriente sino el mundo, tiene una larga trayectoria de penosas divisiones marchando desde hace siglos.
La comunidad internacional ha tomado nota de la gravedad de los sucesos recientes en el país arábigo, librado a una guerra civil entre militantes chiitas zaidíes de Ansar Allah, “partidarios de Dios”, mejor conocidos como los hutíes, y las fuerzas leales al presidente sunita Abdu Rabu Mansour Hadi, derrocado a finales de febrero. Sin embargo, tomar nota no necesariamente implica tomar cartas en el asunto, o por lo menos no en función de la resolución del problema. En este sentido, lo que los círculos diplomáticos naturalmente se preguntan es cuál será la acción de Estados Unidos. De momento la respuesta parece apuntar a un “nada”. Después del golpe que depuso al presidente Hadi, Washington decidió cerrar su embajada en Saná, la capital, tras lo que Londres y París hicieron lo mismo. Finalmente, este sábado se anunció que el Pentágono retiraba a un centenar de tropas del país, debido al deterioro de la seguridad y la inestabilidad creciente.
Como lo sugiere el comentario de Bonomar, la pregunta que vale es qué pasará con Yemen. Estados Unidos y sus aliados europeos indirectamente han dejado en claro que por ahora no intervendrán. Además, por más voluntad política que pudieran tener por hacer algo y preservar los intereses occidentales, lo cierto es que no están en condiciones de plantear una estrategia. Ya bastante problema es la situación en Siria y en Irak con el clan al-Assad y el Estado Islámico (ISIS), y aún no hay indicios de que Estados Unidos haya adoptado una estrategia contundente para poner coto a las ambiciones de dichos actores. ¿Qué esperar entonces del futuro de Yemen?
La respuesta viene dada por las fuentes de conflicto. La cita atribuida a Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima” cobrará aquí mucho sentido.
Las raíces del conflicto
El conflicto se sustrae a las históricas diferencias sectarias entre sunitas y chiitas. Mientras que el primer grupo representa el 65 por ciento de la población, el segundo compone el 35 por ciento restante. Desde la generalidad, la minoría chiita resiente el trato de la mayoría sunita, culpa a sus dirigentes por la pobreza y el estancamiento del país, y maldice los intentos que estos han llevado a cabo por crear una identidad común yemení basada en las preferencias confesionales de la mayoría. Visto en perspectiva, la inestabilidad resultante de este clima no es nueva. De acuerdo con la historiadora Jane Hathaway, “los zaidíes han sido un elemento volátil desde la adquisición formal de Yemen por el Imperio otomano en 1538”.
Los zaidiés, resumiendo su beligerancia en pocas líneas, lanzaron en 1566 una importante revuelta – una jihad, “guerra santa” – contra la potencia sunita de la época, casi expulsando a los otomanos del territorio yemení, y eventualmente lográndolo en 1635. En 1872 los otomanos volvieron a intervenir, en parte como respuesta a la ocupación británica de Adén de 1839, y retuvieron su presencia, aunque con severas dificultades, hasta la desintegración del Imperio luego de la Primera Guerra Mundial.
Con el colapso del Imperio otomano, los chiitas, mayoría en el norte, declararon un imanato alrededor de Saná, a la par que los sunitas, mayoría en el sur, constituyeron sus vidas bajo dominio inglés alrededor de Adén. El imanato duró hasta 1962, cuando nacionalistas partidarios del líder egipcio Gamal Abdel Nasser tomaron las riendas del poder, dando no obstante lugar a una sangrienta guerra entre revolucionarios y reaccionarios que se prolongó durante ocho años. Por otro lado, en el sur, con el proceso descolonización y la subsecuente retirada de los efectivos británicos en 1967, pronto apareció en escena un Estado comunista afín a la Unión Soviética.
En el contexto de la Guerra Fría, Yemen quedó dividido en dos Estados de orientación secular, y dejando de lado algunos traspiés, la línea de fractura religiosa no fue tan importante como lo fue la fractura política entre socialistas y conservadores. Sin embargo, la guerra en Yemen del Norte deterioró la situación de los chiitas considerablemente. Vale recalcar que en términos de jurisprudencia religiosa, el zaidismo fue el principal lazo de solidaridad entre los yemeníes del norte desde finales del siglo IX, cuando se formó está rama dentro del chiismo.
Siguiendo la unificación de Yemen en 1990 bajo la dirección del dictador Alí Abdalá Saleh (depuesto en 2012) aparecieron los primeros indicios de que las fisuras de índole religiosa comenzaban a reabrirse. Fue precisamente a comienzos de los años noventa cuando los hutíes dieron sus primeros pasos para “promover un renacimiento zaidí”. A raíz de la creciente violencia que sacude Yemen, varios medios internacionales han reportado que la invasión estadounidense de Irak en 2003 fue el catalizador de la insurgencia de esta milicia chiita. Si bien esto es cierto, lo que no ha sido tan difundido es que los hutíes aparecieron antes que nada como una reacción ante la también grave influencia de los wahabitas; intencionalmente alimentada por una Arabia Saudita preocupada ante la marca que sus vecinos chiitas meridionales, acaso en liga con Irán, podrían dejar sobre sus asuntos domésticos.
Sunitas contra Chiitas
El wahabismo es considerado como la rama más ortodoxa y militante dentro del sunismo. Para los wahabitas, los chiitas no solamente son herejes por identificar y deificar a una línea de descendientes de Mahoma, pero lo que es más, en este caso antagonizan particularmente con los zaidiés por su proclividad hacia lo que en la terminología legal islámica se conoce como ijtihad o “pensamiento independiente”. Esto se ve reflejado en que los zaidiés son más laxos que otros chiitas en cuanto a la sucesión del imanato, y sus líderes religiosos permiten la innovación religiosa – la formulación de nuevas leyes basadas en la interpretación de las fuentes islámicas. Un rasgo clave de los partidarios de ijtihad es el reconocimiento que el Corán y los hadices (los dichos orales de Mahoma) deben ser juzgados a la luz del contexto en el que son estudiados. Esta es una actitud que los wahabitas aborrecen, porque se atienen a que la religión es lineal e inflexible, y no consideran que los recados divinos estén sujetos a ningún tipo de innovación, de modo que despotrican contra la interpretación humana de las fuentes.
Paradójicamente, pese a que los zaidiés son los chiitas que más se parecen a los sunitas en ritos y costumbres, esta diferencia teológica prueba encrudecer el conflicto intestino yemení, y empaparlo con toda la tenacidad de la conflagración que se está dando entre sunitas y chiitas en todo Medio Oriente. Yemen es uno de los principales bastiones de Al Qaeda, la renombrada organización wahabita y terrorista; y no obstante, si uno tuviera que guiarse por los eslóganes de las facciones, a simple vista esta organización estaría perfectamente de acuerdo con el lema de los hutíes: “muerte a Estados Unidos, muerte a Israel, muerte a los judíos, victoria al islam”.
Dadas las vicisitudes propias de cualquier país configurado sobre una polarización sectaria latente, en la última década el Gobierno yemení pasó a cortejar abiertamente a los elementos wahabitas para diluir la influencia zaidí. Como suele ser el caso en los anales de Medio Oriente, la autoridad central temía que la primera minoría sea una quinta columna en potencia, con intereses y sentimientos ajenos a aquellos de la mayoría, y que ergo conspirara contra ella. En la medida que los hutíes tomaron predominancia en el norte del país, el Gobierno acusó al grupo zaidí de querer revivir el tradicional imanato a costas de la unidad nacional. La guerra entre las fuerzas gubernamentales y las milicias houtíes comenzó en 2004, y condujo a una crisis humanitaria extensiva que no tiene final en vista, y que ha dejado ya un saldo de decenas de miles de muertos y desplazados.
Al inicio de la contienda, los houtíes enmarcaban la sublevación contra el Gobierno en agravios de índole socioeconómica, la corrupción, y la política exterior del país cercana a Washington. Por estas razones, “los partidarios de Dios” ciertamente cumplieron un rol directo en la caída de Abdalá Saleh en 2012. Mas la “primavera árabe” terminó temprano para los houtíes, en la medida que pronto se sintieron excluidos del nuevo Gobierno, por cuestiones que ya no solamente hacían a una mera disputa de poder. Si hace unos años se hablaba de que el conflicto “se había transformado de uno ideológico y religioso a uno más relacionado con una insurgencia clásica”, con el trasfondo contemporáneo, todo apunta a que esto podría estar corriendo a la inversa.
Crónica de un fracaso anunciado
Además de las complicaciones derivadas de las divisiones sectarias, desde el punto de vista de la gobernabilidad, al analizar Yemen hay que sumar sus características topográficas. Las zonas montañosas en el interior del país han entorpecido los esfuerzos por sentar una administración central en el pasado bajo distintos gobernantes, y las montañas seguirán causando el mismo efecto en el futuro. Fue debido a ellas que los zaidiés pudieron obstaculizar los anhelos otomanos por dominar el extremo sur de la península arábiga, y es gracias (o pese) a ellas que todos los intentos por asegurar un dominio férreo del país sostenidamente en el tiempo se verán severamente perjudicados.
El fracaso de Estados Unidos en retener Afganistán e Irak en el tiempo pone de manifiesto que las fuerzas sociales del sectarismo y las condiciones naturales de la geografía son barreras implacables al fatídico proyecto de democratización y estabilización. Desde una lógica pragmática, la “Primavera Árabe” ha dejado en claro que este primer interés puede resultar contraproducente a los efectos de resguardar este último. Pero aun así, dejando de lado la agenda de “libertad y progreso”, la estabilidad regional prueba ser elusiva, y la administración de Barack Obama da la sensación de haberse rendido frente a la adversa realidad desplegada sobre su mesa.
El dilema de los estrategas castrenses y civiles estadounidenses en relación a Medio Oriente es ahora cómo promover una agenda de estabilidad sin invertir demasiado dinero, ni sacrificar vidas norteamericanas en el proceso. La débil respuesta de Obama al Gobierno sirio y al ISIS, y su determinación por apaciguar a Irán para que este abandone su programa de desarrollo nuclear son ángulos de este dilema.
La retirada estadounidense de Yemen es por supuesto simbólica, siendo que el número de tropas es muy reducido. Ahora bien, al corto plazo tendrá un precio elevado, que se verá reflejado en la falta de información de primera mano sobre lo que ocurre en el país. Más importante, el hecho motivará a los militantes y terroristas de todo espectro del islamismo a plantear batalla a Occidente, añadiendo sustancia a la ya difundida creencia entre los yihadistas de que “Estados Unidos es un tigre de papel”. En este aspecto, la comprensible baja tolerancia de la sociedad norteamericana a las bajas civiles y militares en países lejanos, por causas que no se comprenden del todo, es uno de los principales capitales que los yihadistas han aprendido a aprovechar para el reclutamiento y motivación de sus miembros. Por otra parte, la de la retirada estadounidense también asienta la creencia de que Estados Unidos eventualmente abandonará a sus aliados cuando el panorama se oscurezca – “tirándolos debajo del bus”, para utilizar la expresión norteamericana.
Al largo plazo, lo más triste, trascendental e importante es que la retirada estadounidense no influye en el pronóstico: Yemen estará condenado al fracaso por el futuro previsible. La guerra civil no tiene instituciones públicas que atrofiar porque en principio no hay instituciones por las cuales velar. Dado su historial, falta de estabilidad y pobreza sistémica, Yemen viene en camino a convertirse en Irak, Siria y Libia, pero también en Afganistán y en Somalia. Yemen es el ejemplo rotundo de que no todo Estado puede ser salvado por una intervención militar internacional.