Cuando en el siglo XIX los estrategas británicos hablaban del “Gran Juego”, se referían a la contienda imperialista entre Gran Bretaña y Rusia por la supremacía de Asia Central. Desde entonces, muchos analistas plantearon que el juego nunca acabó, sino que solamente se reinventó para dar cabida a nuevos jugadores. Esto así, porque tiene mucho sentido analizar la realidad a partir de esta mirada, pues sería muy difícil obviar que existen potencias en constante competencia por ganar mayores cuotas de influencia. Yendo desde Crimea, pasando por Irán y Pakistán, en la actualidad existe un claro tablero geopolítico que reúne, por un lado, a los poderes occidentales encabezados por Estados Unidos, y por el otro, a Rusia y a China. En cuanto a Medio Oriente, podemos apreciar las cosas a través de un prisma similar.
Tras la Primera Guerra Mundial, Francia y Gran Bretaña se dividieron Mesopotamia y el Levante en áreas de influencia, dando creación a nuevos Estados, e instaurando una era marcada por el tutelaje anglo-francés de los asuntos persas y árabes. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética reemplazaron a la cordial alianza europea en el papel de veedores del Medio Oriente, aunque claro, en un rol abiertamente confrontativo. Luego, caído el imperio soviético a principios de los años noventa, las nuevas circunstancias forzaron a casi todos los Estados árabes a ponerse bajo la aegis de Washington. De particular interés, hoy en día, gracias a las insurrecciones que la llamada Primavera Árabe despertó, y gracias al vacío de poder que dejó Estados Unidos tras su retirada de Irak, comienza a deslumbrarse, siempre en términos geopolíticos, un nuevo eje de conflicto alrededor de Kurdistán, el territorio de la etnia kurda repartido entre Irak, Irán Siria y Turquía.
Violentamente reprimidos por los iraníes, y masacrados por los turcos y los iraquíes, los kurdos han tenido el grave infortunio de no conseguir un Estado independiente durante el siglo XX. Si bien en un comienzo, en 1920, los vencedores de la Primera Guerra habrían de asignar una estatidad a los kurdos, la rotunda queja de la entonces flamante República turca de Kemal Atatürk imposibilitó semejante concesión. De este modo, para dar formalmente por finalizada la guerra, en 1923, los aliados debieron ceder frente a las exigencias turcas y sacrificar la autodeterminación del pueblo kurdo. En breves cuentas, desde allí en adelante, se sucedieron y perecieron distintas revueltas orientadas a consagrar un grado de soberanía kurda. Su suerte política cambió decisivamente a partir de la Guerra del Golfo de 1991, la cual debilitó el férreo control de Sadam Hussein sobre el norte de su país, facilitando así la consecución de una zona fácticamente autónoma. Una década más tarde, la segunda intervención norteamericana en Irak reforzó dicha autonomía. La constitución iraquí de 2005 reconoció la existencia de iure del Kurdistán iraquí como una entidad federal, mas lo cierto es que esto ratificaba una realidad ya consumada; dado que en los hechos la región ya era virtualmente independiente. Sumado a esto, ese mismo año se llevó a cabo un referéndum informal, simbólico si se quiere, cuyo resultado reflejó que el 98% de los kurdos iraquíes estaban a favor de la independencia.
El último hito que ha reforzado al autogobierno kurdo situado en Erbil, en claro detrimento de la autoridad central de Bagdad, ha sido sin lugar a dudas el surgimiento del Estado Islámico (EI o ISIS) en el seno de Irak. Por esta razón, no solamente que una independencia formal kurda es posible, sino que hasta parecería ser algo ya inevitable. Irak es a la fecha un Estado fragmentado por la violencia sectaria entre sunitas y chiitas, y el ejército se muestra incapaz de hacer prevalecer el orden, aún con la asistencia logística y aérea provista por la coalición internacional contra el ISIS.
Si hay algo en lo que todos los actores estatales de Medio Oriente coinciden, es que ISIS es una grave amenaza al prospecto de estabilidad. Bien, si hay algo en donde no hay consenso y reina la incertidumbre, es en el análisis que las distintas capitales hacen sobre el mañana, sobre la situación posterior a la desintegración del ISIS, y a la plausible caída del régimen de Bashar al-Assad en Siria. Esta situación explica en gran medida la vacilación de Turquía en relación a la campaña en contra de los yihadistas. Tayyip Erdogan, el mandamás de la política turca, está obsesionado con ver derrocado a Al-Assad, y al mismo tiempo está preocupado por la plausible independencia del Kurdistán iraquí, sopesando que podría causar gran alboroto entre la importante minoría kurda que habita en Turquía, contada entre 11 y 15 millones de personas.
Condicionada por las inclinaciones islamistas de sus líderes, y empeñada en una política exterior que los analistas han acuñado como “neo-otomanista”, Turquía busca desde hace varios años consolidar una imagen positiva entre los musulmanes sunitas de su histórico patio trasero, y entiende que la caída de Assad es un paso indispensable para consolidar tal ansiado liderazgo. Hasta el año pasado, los oficiales turcos suponían que podrían contar con el ISIS para destrabar el conflicto sirio, inclinando la balanza en favor de los rebeldes, sean de la caña que sean. Pero hoy comprenden que el ISIS representa una barrera manifiesta a los expresos deseos de los kurdos por independizarse, de modo que siguiendo con esta trama, el Gobierno de Erdogan ha, por ejemplo, bloqueado el acceso a milicianos kurdos dispuestos a combatir al ISIS.
Podría decirse que Turquía está apostando a un juego peligroso, cuyo riesgo se justifica en evitar a como dé lugar fortalecer la posición kurda. El escenario es delicado, pero el mensaje que envía Ankara es claro: como potencia regional, Turquía debe cumplir un papel en la resolución de la debacle contemporánea.
Irán busca un rol semejante, y aunque dicho Estado actúa como garante y benefactor del régimen sirio, a decir verdad tampoco puede permitirse tener de vecino a un Estado kurdo. Además de que en Irán viven entre 6.5 y 7.9 millones de kurdos, el supuesto nuevo Estado podría representar una potencial amenaza para la seguridad iraní. Teniendo en cuenta que Israel ya ha asentado que reconocería la estatidad kurda, posiblemente los militares iraníes teman que, desde dicha hipotética entidad, puedan llegarse a lanzarse operaciones en su contra. Existen lazos históricos entre judíos y kurdos, y ambos pueblos comparten una larga historia de persecución y opresión. Así como opina Ofra Bengio, un especialista en el tema, aunque lo más probable es que de declararse independiente, Kurdistán naturalmente priorice no antagonizar sin necesidad con sus vecinos por la cuestión israelí, podría ser posible que ambos Estados cooperasen militarmente entre las sombras.
Otra cuestión de crucial importancia es la beta energética, siendo que es una de las principales fuentes de tensión entre el Kurdistán iraquí y el Gobierno central en Bagdad. El norte del país regido por los kurdos es una región rica en petróleo, con gran potencial de explotación. De darse la separación, el disminuido Irak perdería una importante fuente de ingresos. Empero, siendo que no solo Bagdad se opone a la separación, sino que Ankara, Damasco y Teherán también, Erbil debe decidir entre un argumento pragmático que llamaría a conciliar intereses y a evitar la independencia, u optar sino por llevar a cabo y respetar el resultado de un referéndum que seguramente dictara la autodeterminación. En este sentido, siguiendo el argumento pragmático, Dlawer Ala’Aldeende, el presidente de un think tank de Erbil (MERI), reconoce que es factible que el Kurdistán iraquí termine incrementando su independencia económica, sacrificando su independencia, pero acomodándose de modo seguro con sus vecinos. Lo cierto es que proyectando a tal hipotético Estado, independiente o no, Kurdistán en esencia no dejaría de ser un enclave sin salida al mar. No obstante, de independizarse, sus vecinos podrían tomar represalias asfixiando al nuevo Estado, prohibiéndole el tránsito o bloqueando sus exportaciones petroleras.
Por otro lado, la posición de las potencias globales no alienta la independencia. Rusia y China se alinearían evidentemente en contra de un Kurdistán autodeterminado. Esto implica que si la dirigencia kurda decide perseguir sus históricos anhelos nacionales, su única esperanza sería el reconocimiento estadounidense. Sin embargo, Washington viene también oponiéndose a dicho proyecto. Reconocer a Kurdistán resultaría en una grave crisis con Turquía, una potencia regional, miembro de la OTAN, y significaría dar por muerto el proyecto de reconstrucción federada de Irak iniciado a duras penas tras 2003.
La única certeza es que la cuestión kurda será de ahora en más uno de los ejes principales del debate geopolítico mediooriental. Sean independientes o no, a la luz de los eventos recientes, no debería sorprendernos que al cabo de pocos años Hollywood glorifique la resistencia kurda contra el ISIS. En mi opinión, los kurdos merecen un Estado propio, y tal vez no tendrán mejor oportunidad para asegurarlo que esta. Su lucha contra el avance de los yihadistas ya constituye para muchos una fuente de inspiración que avala moralmente su derecho a la autodeterminación. Pero siendo realistas, quedará por verse finalmente si lo que primará será dicho principio de autodeterminación, o el principio más egoísta de integridad soberana, indicado por la postura pragmática de los políticos y estrategas.