Salmán bin Abdulaziz es el nuevo rey de Arabia Saudita, luego de que su medio hermano, Abdalá, muriera el 23 de enero pasado a los 90 años. Salmán, de 79 años, no representa un cambio de aire en la bien establecida monarquía saudita. Por el contrario, Salmán personifica el legado empedernido de su familia por cortejar y financiar la yihad islámica alrededor del globo. De hecho, el nuevo rey supo ser uno de los principales recaudadores de fondos para los muyahidines, los “guerreros santos” que combatieron a los soviéticos en Afganistán durante la década de 1980, a los serbios en los Balcanes durante la década de 1990, y a los rusos en Chechenia durante los 2000.
Por sus acciones, en mi opinión Salmán puede ser descrito como el Víctor Frankenstein de la yihad. Según aducen varios analistas, en gran medida fue el padre del monstruo contemporáneo que es el llamado Estado Islámico (ISIS). El recientemente coronado rey fue uno de los personajes que al abrir los cofres del Estado, le proveyó a una generación de yihadistas la energía vital que esta necesitaba para cobrar forma. Efectivamente, creo que la misma alegoría podría ser empleada con otros sauditas de renombre y linaje real, como los príncipes Bandar bin Sultan, Turki al Faisal, y Al Waleed bin Talal.
De acuerdo con el exanalista de la CIA, Bruce Riedel, Salmán fue en su momento escogido por el régimen para velar por los intereses internacionales de la familia saudita. Por mucho tiempo gobernador de Riad, Salmán actuó como el nexo entre la casa real y el establecimiento wahabita, para proveer a los yihadistas con una fuente virtualmente inagotable de recursos para sostener su guerrilla contra sus enemigos. Tómese como ejemplo que durante los años de 1980, de acuerdo con otro analista de inteligencia, las donaciones privadas desde Arabia Saudita habrían alcanzado entre los 20 y los 25 millones de dólares por mes. Por supuesto, ningún análisis de la cuestión afgana sería consistente si no se señala que en aquella época frenar la invasión soviética era el común denominador entre la política Washington y Riad. Pero mientras que para los norteamericanos coartar a los rusos se convertía en un imperativo geopolítico, es decir, se traducía en un esfuerzo motivado por intereses pragmáticos, para los sauditas apoyar la yihad se convirtió en una política de Estado; basada ya no solamente en consideraciones estratégicas, sino ideológicas al mismo tiempo.
Durante los años de 1980, Arabia Saudita no solamente exportó la “guerra santa”, sino que diligentemente comenzó a preparar el caldo de cultivo para formar a nuevos yihadistas, incluso dentro de Occidente. En total, en aquella década se habrían canalizado 75 billones de dólares para la propagación del wahabismo por el mundo, a veces convenientemente inserto dentro de instituciones de solidaridad y beneficencia musulmanas. Esta “ofensiva cultural” es el verdadero problema detrás del extremismo islámico que se observa a diario. Detrás de la fachada de la Liga Mundial Islámica, presente en todos los rincones del mundo, se ha construido una institución instrumental en la difusión mundial de la doctrina wahabita. Es la misma que llevada al extremo, provee el sustento ideológico que caracteriza a grupos que van desde Al Qaeda, Boko Haram, y desde luego el ISIS. En términos generales, si alguien como el rey Salman es un Dr. Frankenstein de la yihad, Arabia Saudita en sí – esto es, su régimen político y su entendimiento con el orden religioso – representa la caja de pandora del islam.
Es paradójico que los sauditas estén construyendo un muro para repeler al ISIS. Si este grupo se personificara en una persona, sería el hijo prodigio de la casa Saud; de las enseñanzas que durante mucho tiempo la monarquía promovió en el extranjero con sus inagotables fuentes de dinero. Esta suerte de campaña internacional de evangelización se debe principalmente a las consideraciones que presento a continuación.
Por un lado, varios comentaristas vienen discutiendo que existe una similitud llamativa entre el ISIS y el Ikhwan (“Hermandad”), que en esencia era el movimiento wahabita que a falta de fanatismo, conquistó la mayoría de la península arábiga durante los años de 1920, y que en principio quería continuar conquistando la totalidad de Medio Oriente. El fundador y patriarca del actual Estado saudita, Ibn Saud, pactó con esta milicia religiosa a los efectos de poder asegurarse la prominencia política de la península. Bajo esta alianza, Saud pudo derrotar a facciones rivales y consagrar un Estado para su propio clan en 1932. A cambio de legitimidad religiosa, el rey ofreció a los wahabitas dominio sobre todos los asuntos religiosos como cotidianos de la esfera pública.
No obstante, y como no podría ser de otra manera, en el camino a la construcción de un Estado moderno, las fuerzas del progreso chocaron en reiteradas ocasiones con las fuerzas del conservadurismo clerical; opuesto a los automóviles, a la radio, a la televisión, y más recientemente a la presencia de tropas no musulmanas (norteamericanas) en territorio islámico. De esta fricción surgió Osama bin Laden, el hijo de un sobresaliente y millonario empresario que doto al país con autopistas y obras modernas de infraestructura. Osama sin embargo escogió no continuar con el legado de su padre, y termino convirtiéndose en el jeque de Al Qaeda.
Para la monarquía saudita, exportar la revolución wahabita se convirtió en un camino para conservar legitimidad a los ojos de los fieles, y quizás aún más importante, se volvió en una estrategia para desviar la atención de los fanáticos frente a las contradicciones inherentes del Estado saudita. Pues pese a los códigos de humildad material y celo por vivir a la usanza exacta en la que se vivía en los tiempos de Mahoma, lo cierto es que la familia real se caracteriza por vivir con extravagantes lujos – desviaciones a la luz de la práctica religiosa más rigurosa. En breves cuentas, exportar la yihad se convirtió para la casa real en un modo de ganar prestigio y así evitar que la “guerra santa” se vuelva contra ellos. Este resultado adverso quedó puesto de manifiesto a mediados de 1975 luego de que el rey Faisal fuera asesinado por llevar a cabo políticas modernizadoras en detrimento del orden nómade y tribal característico hasta entonces de la sociedad arábiga.
El mayor golpe se produjo no obstante en 1979. En ese año se sucedieron tres eventos clave que determinaron la posición de Arabia Saudita como financista de la yihad global y promotora de la variante más rígida y belicosa del islam. A comienzos del mismo, la revolución chiita del ayatolá Jomeini derroco al Shah Reza Pahlaví, convirtiendo a Irán en un Estado islámico, mas fundado por un movimiento popular con rasgos socialistas, antagónico al modelo monárquico y sunita de los sauditas. En segundo término, finalizando el año, se produjeron dos eventos que activaron fuertemente la opinión pública: la invasión soviética de Afganistán, y la toma de la gran mezquita de Masjid al-Haram en La Meca. Este último incidente se refiere a un grupo de fanáticos, que reviviendo el nombre de Ikhwan, tomó por la fuerza el lugar más santo del islam para protestar contra la laxitud religiosa, que según ellos, sesgaba la santidad de la península.
Es entonces, como resultado ante estas eventualidades, que invertir en los muyahidines y en los yihadistas que les seguirían se convirtió en una política de Estado. A partir de ese momento, el régimen reclamó a sus ciudadanos una más estricta adherencia a los códigos religiosos, y allí es que para apaciguar al clero wahabita, al ahora rey Salmán se le encomienda servir de vínculo entre la casa real y la elite religiosa.
Por otro lado, en vista de este contexto, Arabia Saudita es uno de los países más conservadores del mundo desde todo sentido de la expresión. Las estrictas pautas sociales y normas religiosas dominan por completo a la sociedad. Las artes por lo general están prohibidas, la creatividad en los jóvenes es desalentada, los sexos son segregados y no existe ningún tipo de libertades republicanas. Si bien la ciudadanía no posee derecho a un sistema representativo para hacer oír sus demandas, en el Estado casi que no hay necesidad de que la gente page impuestos.
Este clima resulta en dos actitudes marcadamente opuestas frente a la vida y que sin embargo aparecen como dos caras de la misma moneda; como dos etapas naturales de la identidad saudita. Frente a las barreras impuestas a la interacción con el sexo opuesto, a las expresiones culturales, al cine, la música y el teatro, los jóvenes sauditas – o bien descargan sus pasiones comprando compulsivamente en los shoppings, o peor aún, exteriorizan sus inquietudes a través del marco religioso beligerante que les ofrece la doctrina oficial. Aquellos jóvenes que no tienen otra cosa que hacer salvo educarse religiosamente, el camino del wahabismo les ofrece redención, aventura, y la promesa de un lugar definitivo en el paraíso.
El ISIS es la expresión más aguda de esta experiencia. Algunos comentaristas vinculados con la izquierda se apresuran a culpar a Estados Unidos por la germinación de semejante radicalismo islámico. Son varias las voces que indican que, por sus desaciertos, la política exterior de Washington dio cabida al resentimiento y odio de la ideología yihadista. Pese a la discutible validez de algunos de los argumentos presentados por esta línea de análisis, estos observadores fallan en percatarse del rol que jugaron los sauditas durante las últimas décadas, en la promoción y confección de una ideología opuesta a toda expresión cultural, reivindicativa de una religiosidad utópica, y de antemano intolerante a cualquier noción de compromiso o dialogo.
El wahabismo es un fenómeno que data del siglo XVIII, mucho antes de que Estados Unidos se entrometiera en los asuntos de los árabes. Todavía más importante es el hecho que Arabia Saudita como Estado fue posible gracias a una revolución religiosa, la de los Ikhwan, semejante a aquella que hoy en día afecta a Siria e Irak mediante la acción del ISIS.En retrospectiva, en su afán por contener esta revolución internamente y al mismo tiempo exportarla, la monarquía saudita acrecentó las vicisitudes entre la clase dirigente y la elite religiosa. Como resultado, terminó inadvertidamente fomentando la creación de un movimiento que ahora se le ha vuelto en su contra.