La violencia como enfermedad social

Hace tiempo que estamos leyendo, escuchando y viviendo diferentes situaciones de violencia: en el deporte, en la escuela, en la familia, en fin la lista es grande. Los últimos casos que me conmovieron fueron el de la niña de 13 años violada en Moreno, a la que en principio no le hicieron un aborto no punible porque en su momento la denuncia que radicó quedó registrada como “abuso” y no como “violación”. Otro fue el aberrante homicidio de la joven de Junín asesinada a golpes por sus compañeras del colegio. A principio de este mes una chica de 8 años sufrió una golpiza por parte de otros estudiantes en la escuela a la que concurre en la localidad bonaerense de Hudson. Y la semana pasada un adolescente apuñaló a un compañero del colegio en Santa Fe, el chico de 16 años falleció.

Es hora de pensar la violencia, de entender que padecemos una enfermedad social en donde cada parte del Estado debería asumir la falta de respuesta y de diagnóstico a tamaño problema.

La violencia es un concepto global y complejo y se refiere a los actos de comisión u omisión como a cualquier condición, consecuencias,  de dichos actos, es decir, cualquier acción que prive a los sujetos de igualdad de derechos y libertades y los interfiera con su máximo desarrollo y libertad de decidir.

La violencia acompañó el desarrollo humano, el principio de las culturas y las civilizaciones, pero desde el momento que podemos explicarla, también deberíamos poder evitarla, después de siglos de abandonar el estadio de “naturaleza” la esencia misma de nuestro desarrollo fue alejarnos precisamente de este principio primario. La naturaleza humana es cultura.

La salud de nuestras sociedades, la convivencia y superación de las discriminaciones es un trabajo individual y colectivo. Muchas veces, la violencia es tan cotidiana que no podemos percibir sus dimensiones reales, la naturalizamos, incluso le llamamos amor y preocupación, o bien, democracia o altruismo. Cuando lo que vamos a realizar tiene como método la imposición deberíamos reflexionar, al menos, sobre la metodología que estamos utilizando.

Hoy  echamos culpas sobre las autoridades públicas: policías de diferentes tipos y alcances, sistemas judiciales y el mundo penitenciario en general, sin criticar esta posición, debemos también trabajar para autoliberarnos de las responsabilidades individuales. El universo de la cultura está plagado de violencias y justificaciones de la misma. Los hogares, paradójicamente, sitios del cuidado y reposo, son epicentros de múltiples aberraciones, donde se entierran en silencio víctimas de agresiones físicas insoportables tan solo de escuchar.

No hacernos cargo de la violencia privada, de la legitimación de la misma a la hora de educar algunas subjetividades, como por ejemplo la masculinidad, hace de la misma una manera de vivir, una manera aceptada de conducta, respaldada por los hábitos populares y la moralidad convencional, en otras palabras, en una subcultura.

Desde muchas teorías se explica la violencia como la del instinto agresivo (innato). La teoría de la frustración-agresión. La teoría del aprendizaje social, la teoría del condicionamiento operante del psicólogo y filosofo Burrhus Frederic Skinner. El esfuerzo es importante pero la complejidad escapa a las mismas. La capacidad de ejercer la violencia es algo que tenemos todos; pero las circunstancias sociales que,  por ejemplo, la legitiman son una propuesta cultural.

No me gusta pensar la violencia como un destino porque no lo es. Es una decisión particular y pública, cultural y social, individual y colectiva que podemos controlar, en principio si podemos reconocerla; si no, no hay ley ni poder de policía que pueda terminar con esta epidemia.

Con respecto a la propagación de esta conducta es un hecho que como tal es efectiva y en nuestra sociedad nos lleva muchas veces al éxito, sobre todo si se pertenece a sectores poderosos, ya que los sectores más vulnerados rápidamente son criminalizados. Por lo tanto, el aprendizaje de la agresividad desempeña un papel destacado, desde el discurso y desde el modelaje.

Otros factores que pueden favorecerla son las condiciones de frustración, pero solucionar éstos no necesariamente te fortalece en la cultura de la paz.

Hay una larga lista de situaciones y relaciones de violencias: agresión intrafamiliar: pareja – hijos – hermanos, violencia en las vías públicas: accidentes, violencia en espectáculos deportivos, hechos delictivos, violencia institucional: institución penitenciaria, policial, psiquiátrica, violencia política: en relaciones económicas e ideológica, esperanza de vida reducida, discriminación, desigualdades, acceso a la enseñanza, a los servicios de salud, exclusión, desempleo, condiciones laborales injustas, miseria, irrespeto a los derechos humanos, poca participación de grupos en forma de decisiones, censura a los medios de comunicación, presiones de naciones poderosas sobre las débiles, desigualdades en el comercio internacional, colonización cultural, guerras, violencia género: subordinación y opresión de la mujer, negación de afectos en el hombre y depredación del ambiente, entre otras.

Como conclusión a una reflexión que no cierra ni pretende acabar el tema sino todo lo contrario, comenzar a estudiarlo en su real dimensión, propongo una reconceptualización del concepto de violencia, percibiéndola en sus manifestaciones explícitas e implícitas y elaborando estrategias que nos comprometan a tod@s, a través de un proceso de concientización y toma de responsabilidades en la génesis del fenómeno.

La paz no puede consistir únicamente en la ausencia de conflictos armados, sino que entraña principalmente un proceso de progreso, de justicia y de respeto mutuo dentro y entre los pueblos. La paz fundada en la injusticia y la violación de los derechos humanos no puede ser duradera y conduce inevitablemente a la violencia.  Debemos fortalecer la paz y todos sus derivados.