Un festival de incoherencias políticas

Fernando H. Cardoso

Yo, como buena parte de los lectores de periódicos, ya no aguanto leer las noticias en Brasil que entremezclan la política con corrupción; es un sinfín de escándalos. 

Algunas veces, aunque no haya indicios firmes, aparecen manchados los nombres de los políticos. Peor aun, de tantos casos con pruebas fehacientes de implicación en ”fechorías’’, basta mencionar a alguien para que el lector se convenza de inmediato de su culpabilidad. La sociedad ya no tiene dudas: donde hay humo, hay fuego.

No escribo esto para negar la responsabilidad de alguien específicamente, ni mucho menos para aligerar las posibles culpas de los involucrados en escándalos, ni tampoco para desacreditar de antemano las denuncias.

Los escándalos brotan en abundancia y no es posible tapar el sol con un dedo. La conmoción por la sobrefacturación en la compra de una refinería de Texas por la compañía petrolera Petrobras es de lo más simbólico, dado el aprecio que todos tenemos por lo que hace la compañía por Brasil.

Escribo porque los escándalos que vienen apareciendo en una onda creciente son síntomas de algo más grave: es el propio sistema político actual el que está en el banquillo, especialmente sus prácticas electorales y partidistas. Ningún gobierno puede funcionar en la normalidad cuando está atado a un sistema político que permite la creación de más de 30 partidos, de los cuales veintitantos tienen asiento en el Congreso. La creación por el gobierno actual de 39 ministerios para atender las demandas de los partidos es prueba de esto y, al mismo tiempo, garantía de fracaso administrativo y de la connivencia con prácticas de corrupción, a pesar de que algunos miembros del gobierno se oponen a estas prácticas.

No quiero lanzar la primera piedra, aunque ya se han lanzado muchas. No es de hoy que las cosas funcionan de esa manera. Pero la contaminación de la vida político-administrativa se ha ido agravando hasta llegar al punto en el que estamos. Si en el pasado nuestro sistema de gobierno fue llamado ”presidencialismo de coalición’’, ahora es apenas un ”presidencialismo de cooptación’’. 

Yo nunca entendí la razón de que el gobierno del presidente Luiz Inacio Lula da Silva se empeñara en formar una mayoría tan grande, y pagó el precio de las ”mensualidades’’, el escándalo de un sistema de compra del voto de parlamentarios. Cuando mucho puedo entender esto: es porque el Partido de los Trabajadores (PT) tiene vocación de hegemonía. No ve la política como un juego de diversidades en el cual se forma una mayoría para fines específicos, sin la pretensión de absorber toda la vida política nacional bajo un solo mando centralizado.

Mi propio gobierno requirió formar mayorías. Pero había un objetivo político claro: necesitábamos de las tres quintas partes de la Cámara y del Senado para aprobar las reformas constitucionales necesarias para la modernización del país.

Ahora bien, los gobiernos que me sucedieron no reformaron nada ni necesitaron de tal mayoría para aprobar enmiendas constitucionales. Se dejaron llevar por la dinámica de los intereses partidarios. No solo del partido hegemónico en el gobierno, el PT, ni de los mayores, como el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, sino de cualquier agregación de 20, 30 o 40 parlamentarios, a veces menos, que para participar en la ”base de apoyo’’ se organizaban bajo una sigla y exigían participación en el gobierno: un ministerio de ser posible, si no, la dirección de una empresa estatal o una repartición pública importante.

De ahí que fueron precisos 39 ministerios para dar cabida a tantos seguidores. En el México del Partido Revolucionario Institucional se decía que fuera del presupuesto, no había salvación…

La raíz de ese sistema se encuentra en las reglas electorales que llevan a los partidos a presentar una lista enorme de candidatos en cada estado para que, en ellas, el elector escoja a su preferido, sin saber bien quiénes son ni qué significado partidista tienen. A eso se le suma la liberalidad de nuestra Constitución, que asegura una amplia libertad para formar partidos.

Por eso no se pueden obtener mejorías en esas reglas por medio de una legislación ordinaria. Algunas de esas mejorías fueron aprobadas por los parlamentarios. Por ejemplo, en cierto número de estados se requiere que los partidos alcancen un porcentaje mínimo de votos para estar autorizados a funcionar en el Congreso; también está la prohibición de coaliciones en las elecciones de representación proporcional, por medio de las cuales se eligen diputados de un partido coligado aprovechando los votos que le sobran a otro partido. Las dos reglas fueron rechazadas por anticonstitucionales por el Supremo Tribunal Federal.

Con el absurdo número de partidos (en su mayoría simples siglas sin programa, organización o militancia), en cada elección se forma un mosaico de retazos en el Congreso, en el que ni los partidos grandes tienen más que un pedazo pequeño de la representación total.

Hasta la segunda elección de Lula da Silva, los presidentes se elegían apoyándose en una coalición de partidos y luego tenían que ampliarla para tener la mayoría en el Congreso. De allá para acá, la coalición electoral pasó a asegurar la mayoría parlamentaria. Pero, por la vocación de hegemonía del PT, el sistema degeneró en lo que llamo ”presidencialismo de cooptación’’. Y acabó en lo que acabó: un festival de incoherencias políticas y de puertas abiertas a la complicidad ante la corrupción. 

Cambiar el sistema actual es una responsabilidad colectiva.

Repito lo que dije en otra oportunidad a todos los que han ejercido o ejercen la presidencia: ¿Por qué no asumimos nuestras responsabilidades, por más diversa que haya sido nuestra parcela individual en el proceso que nos llevó a tal situación, y nos proponemos hacer conjuntamente lo que nuestros partidos, por sus imposibilidades y sus intereses no quieren hacer: cambiar el sistema?

Sé que se trata de un grito un tanto ingenuo pedir grandeza. La visión de corto plazo reduce el horizonte al día de hoy y deja el mañana distante. Aun así, sin un poco de quijotismo, nada cambia.

Si de hecho queremos salir del lodazal que ahoga a la política, y conservar la democracia que tanto trabajo le costó al pueblo conquistar, ¿vamos a esperar que una crisis más grande destruya la creencia en todo y la mudanza se haga no por consenso democrático sino por la voluntad férrea de algún salvador de la patria?