Algunos analistas repiten este estribillo: vistos en conjunto, los gobiernos de Itamar Franco/Fernando Henrique Cardoso y los de Luiz Inácio Lula da Silva/Dilma Rousseff serán percibidos en el futuro como una continuidad. Se dio la estabilización de la economía, se activaron las políticas sociales y se mantuvo la democracia.
Sí y no, digo yo. Es cierto que en el primer mandato de Lula da Silva las políticas macroeconómicas se sustentaron en el llamado ”tripié’’ -ley de responsabilidad fiscal, metas de inflación y tipo de cambio fluctuante- y que la crisis de 2008 se manejó razonablemente bien. Pero después, el gobierno de Lula sintió la voluntad de llevar a cabo el sueño de algunos de sus miembros.
La entonces poderosa ministra jefe de la Casa Civil de la Presidencia de la República se opuso desde luego a los economistas, incluso a los del gobierno, que querían limitar la expansión del gasto público al crecimiento del producto interno bruto (PIB). En el área fiscal, solo logramos empeorar. Al mismo tiempo, poco se hizo para sanear la maquinaria pública, infiltrada por militantes y operadores financieros, y para detener la generalización del da cá (designaciones en ministerios, empresas públicas y áreas administrativas a cambio de apoyo al gobierno y votos).
El gobierno se jacta de estar alcanzando las metas del superávit primario, es decir, el resultado de la cuenta pública antes del pago de los intereses de la deuda. Cumplir esas metas es esencial para asegurar la reducción de la deuda como proporción del PIB. Desde 2009, el gobierno se viene valiendo de expedientes para ”alcanzarlas’’, a veces inventando ingresos mediante contabilidad creativa, como fue en 2012, a veces mediante ingresos extraordinarios, como en 2014, casi siempre con el aplazamiento de egresos que van engordando los llamados saldos por pagar.
El gobierno afirma que el superávit de 2014 será igual al del año anterior. ¿En verdad? Cuesta creerlo, pues el superávit de 2013 contó con el resultado de la subasta de la concesión de exploración del petróleo en el pozo de Libra, que tiene hasta 15,000 millones de barriles recuperables de petróleo (15,000 millones de reales), y el adelanto incentivado a la Secretaría de Hacienda de 22,000 millones de reales adeudados por las empresas. Sumados esos recursos generan 37,000 millones de reales, que es el 0.8 por ciento del PIB, casi la mitad del superávit primario del año pasado (1.9 por ciento). ¿De dónde vendrán los ingresos extraordinarios en 2014? ¿Organizará el gobierno subastas del manto pre-salino, apoyándose en la ”maldita’’ ley anterior que no exige capitalización de Petrobrás y anticipa mayores recursos a la Tesorería? Sería la ironía suprema.
La única certeza es que la expansión del gasto público es creciente. En enero del año en curso (mes en el que generalmente los gastos se reducen en relación con diciembre del año anterior) hubo una expansión de 4,000 millones de reales. Es decir, lo que no se pagó en diciembre de 2013 se pagará en el año en curso. Si se hubiera pagado, el superávit hubiera sido solo de 1 por ciento, de los cuales, 0.8 provino de los ingresos extraordinarios.
La tendencia de ampliar el gasto viene de muy atrás. Y se acentuó en el gobierno de Rousseff. En 2013, el gasto alcanzó el 19 por ciento del PIB (era de 11 por ciento en 1990). El crecimiento del gasto como proporción del PIB en estos últimos tres años fue superior en más de dos veces al observado en mi segundo gobierno, cuando se instituyó el régimen de metas de inflación y responsabilidad fiscal, con metas de superávit primario y control del gasto público.
El gobierno actual alega que la deuda líquida no creció en ese periodo. Y que la deuda bruta, aunque haya aumentado, está bajo control. Y que, como proporción del PIB la deuda líquida no creció y la bruta, en comparación con la de algunos países desarrollados, aparentemente no debería de preocuparnos. Esto sería verdad de no ser por el ”pequeño detalle’’ de que el costo de nuestra deuda es mucho mayor. Basta un ejemplo: El año pasado, con una deuda bruta de 66 por ciento (según el Fondo Monetario Internacional) o de poco menos de 60 por ciento (según el gobierno), Brasil pagó 5.2 por ciento del PIB en intereses de la deuda. ¡La arruinada Grecia, con una deuda bruta de más de 170 por ciento del PIB, pagó 4 por ciento!
Que no haya crecido la deuda líquida se debe en buena medida, una vez más, a un truco fiscal. Este consiste en hacer que la Tesorería tome dinero prestado en el mercado, más de 300,000 millones de reales desde 2009, y transferir el dinero al Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES). En la contabilidad de la deuda líquida, una operación anula a la otra, pues la deuda contraída por la Tesorería con el sector privado se transforma en crédito de la misma Tesorería contra el BNDES, que está cien por ciento controlado por el gobierno. Pero sucede que los intereses que inciden en la deuda contraída con el mercado son más altos que los cobrados por los préstamos del BNDES, por no hablar del riesgo de que algunos de esos préstamos jamás se paguen. La Tesorería debería de compensar al BNDES por esta benevolencia, pero no lo ha hecho: A fines de 2013 ya eran 17,000 millones de reales lo que la Tesorería le adeuda al BNDES para igualar la diferencia en las tasas de interés.
Los préstamos de la Tesorería al BNDES no son un caso aislado. Datos del notable economista Mansueto Almeida muestran que el volumen de préstamos de la Tesorería a los bancos públicos aumentó cerca de veinte veces desde 2007, pasando de 0.5 por ciento a más de 9 por ciento del PIB. De truco en truco, vamos con paso firme a la producción de lo que en el pasado se llamaba ”esqueletos’’, las deudas no reconocidas.
Todo esto se hizo con la justificación de que era necesario para estimular la economía. Sin embargo, en lugar de más inversión y crecimiento, hemos cosechado solo más inflación y mayor fragilidad fiscal. Como Lula da Silva y la política del Partido de los Trabajadores saben que es difícil engañar siempre, ahora intentan desacreditar a los adversarios. Se jactan de que, ante esta situación, si ganaran el Partido de la Social Democracia Brasileña y la oposición, tratarían al pueblo y a los consumidores a pan y agua. Puros desvaríos.
El control sobre el desarreglo fiscal y la inflación no necesita recaer en el pueblo. Las Bolsas (ayudas económicas para los pobres) consumen apenas 0.5 por ciento del PIB. Logramos la estabilización de la moneda, controlamos el gasto del gobierno y al mismo tiempo aumentamos el salario mínimo, realizamos la reforma agraria, universalizamos la educación básica, fortalecimos el Servicio Unico de Salud y establecimos programas de combate a la pobreza.
Es hora de poner orden en la casa y al gobierno en manos de quien sabe gobernar.