Treinta y dos años no es poco. Ha pasado ya más tiempo desde el fin de la guerra de Malvinas que el que comprendía la edad del grueso de los combatientes cuando fueron enviados al lejano sur como parte de la gesta que pretendió recuperar nuestras islas, con una combinación muy vernácula de estrategia, táctica y logística, la que determinó la derrota militar de la operación a pesar de un grado de profesionalismo, valentía y sacrificio tan alto que hasta el presente es reconocido por el enemigo de entonces. Al punto de ser ya de estado público la opinión de varios expertos militares ingleses que concuerdan en sostener que si la guerra hubiera durado algunos días más, tal vez el resultado hubiera sido otro.
Ahora si usted piensa -amigo lector- que voy a dedicar esta columna a hablar del heroísmo de nuestros soldados, de la fallas en el desarrollo de las operaciones militares, del olvido de la sociedad para con los veteranos y demás cosas que suelen salir a la luz una vez al año, definitivamente se equivocó de columnista. De todo eso seguramente habrá bastante gente que se ocupará como siempre y de manera mucho más idónea que el suscripto. Tampoco jugaré con mi particular condición de veterano nacido un 2 de abril, aunque debo reconocer que mis cumpleaños son definitivamente diferentes a los de antes de Malvinas.
Las guerras, desde las más remotas hasta las contemporáneas, dejan enseñanzas y experiencias que son estudiadas una y otra vez en academias militares, pero también en claustros diplomáticos, en foros políticos y hasta religiosos. Tienen la particular condición de brindar nuevos conocimientos sobre su génesis, desarrollo y fin en cada oportunidad de ser reestudiadas; incluso en muchas guerras el fin de las mismas tiene fecha incierta. ¿Cuándo terminó realmente la Segunda Guerra Mundial? ¿En junio del 45 cuando se rindió Alemania? ¿En agosto del mismo año cuando lo hizo Japón? ¿O con el fin de la guerra fría? ¿Habrán imaginado los líderes de las potencias beligerantes, que pocos años después de concluido el horror y la matanza, Alemania, Japón, Inglaterra y Estados Unidos serían prósperos socios comerciales y políticos? Nada es igual antes y después de una guerra eso está claro, lo malo de una guerra queda expresado en la destrucción, la muerte, la miseria, la peste y todo lo que una simple imagen puede mostrar. La pregunta final sería ¿puede rescatarse algo positivo de un enfrentamiento bélico?
Para el caso de la errática y siempre imprevisible marcha de nuestra querida patria, tal vez Malvinas sea desde hace muchísimos años el único factor indiscutido de unión nacional. Desde la absurda guerra de Galtieri, pasando por la política de seducción de Menem, hasta los por ahora poco efectivos intentos de bloqueo logístico de la gestión K, con sensibles matices claro está, todos han tenido un denominador común; la intención de recuperarlas.
Podemos coincidir o discrepar con los métodos, pero nos encontramos unidos en el fondo del asunto. Y si hubiéramos ganado la guerra, si las gestiones de Guido Di Tella hubieran provocado una onda de “amor y paz” que hubiera hecho que los Kelpers nos amaran y pidieran a gritos ser una provincia más de la nación o si las bravuconadas de nuestro actual canciller hicieran que muertos de miedo los isleños levanten la bandera blanca de rendición, habría seguramente un clamor popular por trocar el nombre de la Avenida Rivadavia por el de quien hubiera sido el providencial redentor de nuestra soberanía usurpada (y yo estaría en la lista de peticionantes)
En nuestra particular idiosincrasia, salvando obviamente las distancias y dicho lo siguiente con el máximo respeto y al solo efecto de ser gráfico, Malvinas consigue el mismo efecto social que el que solo logra el seleccionado nacional de futbol cuando sale a la cancha. Provoca la unidad nacional, caen las ideologías, los credos, las diferencias sociales , de edad , de color y de sexo. “Ni de aquellos horizontes nuestra enseña han de arrancar; pues su blanco está en los montes y en su azul se tiñe el mar”. ¿Qué argentino no siente que se le anuda la garganta al entonar esta frase de la marcha militar que las recuerda?
Entonces querido amigo lector, tal vez la bendición que nos dejó Malvinas, es al mismo tiempo una lección que al parecer no queremos aprender. La lejana usurpación colonial y la más cercana muerte de 649 compatriotas nos hermanan aún más que las penurias y alegrías comunes que nos depara cada día este suelo que habitamos. Malvinas nos debería servir de probeta de ensayo para comprender que cuando queremos, podemos encontrar caminos comunes. Imaginemos por un instante que fuéramos capaces de encontrar más “Malvinas”, que tuviéramos proyectos comunes como sociedad que no puedan ser cambiados o alterados ni por Cristina ni por Mauricio ni por Sergio , Daniel, Lilita, Milton, Raúl o quien Dios quiera que conduzca los destinos del país.
En Malvinas no había militares, tampoco había civiles, no había oficiales ni suboficiales ni soldados. No había médicos, enfermeros ni tan solo camilleros. No había prefectura naval ni gendarmería ni policía federal. No había gobernantes ni gobernados. ¿Sabe querido amigo lo que si había? Miles de Argentinos trabajando codo a codo unidos por una causa común. Tal vez victimas de algo mal planeado desde su origen, pero envueltos durante algo más de dos meses en la maravillosa experiencia de ser una sociedad homogénea.
Sigue soplando el viento en las islas, sigue ondeando el pabellón foráneo; el rojo de su paño parece recordar la sangre derramada; siguen nuestros muertos confiando en que un día descansarán bajo un celeste y blanco adicional al que naturalmente les brindan el mar y los montes malvineses; y sigue la patria esperando que los argentinos y argentinas –dirigidos y dirigentes- aprendamos la elección y comencemos a darnos cuenta que tenemos algo más que nuestras irredentas islas por lo que pelear todos juntos.
A los 649 caídos ¡salud!