Se cumplieron en estos días treinta años desde el voto negativo del Senado (un voto) que impidió la sanción de la ley de reordenamiento sindical, aprobada previamente en Diputados, que el presidente Raúl Alfonsín había enviado al Congreso el 16 de diciembre de 1983, apenas seis después de asumir su mandato constitucional. Se titulaba “ley de reordenamiento sindical y régimen electoral”. Sin embargo, esta no-ley sería conocida desde entonces como ley Mucci, apellido del primer ministro de Trabajo del gobierno de la democracia.
En sus dos primeras semanas de gobierno Alfonsín puso en marcha el núcleo duro de su proyecto democratizador: el 13 de diciembre la democratización de la Universidad, el 16 la democratización sindical y el juicio a las juntas militares del proceso iniciado en1976. Los sindicatos se encontraban en una de estas cuatro situaciones: estaban intervenidos, a cargo de comisiones provisorias, en proceso electoral o con prorroga de mandatos. El proyecto establecía una convocatoria general a elecciones de autoridades previa elección general de delegados. Una revolución democrática para superar los acuerdos con la dictadura cuando los hubo, reincorporar a la vida sindical a los perseguidos y exiliados, devolver pluralismo ideológico a la vida sindical.
Los propósitos de la ley estaban claramente enunciados en la exposición de motivos y en el texto: democratización institucional, participación de los afiliados, defensa de los intereses profesionales de los trabajadores, respeto por las minorías, organización federativa, personería gremial al sindicato más representativo, un régimen electoral transparente que incluía la licencia gremial para todos los candidatos durante el período preelectoral.
Se prohibía la reelección indefinida de los dirigentes. Se permitía una reelección tras un mandato de tres años. Luego era posible otro mandato dejando transcurrir un período. Se incorporaban las minorías a la conducción cuando hubiesen obtenido el 25% de los votos. Se prohibían los descuentos compulsivos y el desvío de fondos a los partidos políticos, se establecía control del Ministerio de Trabajo (y eventualmente judicial) judicial de las decisiones y de la contabilidad. Las entidades de segundo grado no podían rechazar la afiliación de entidades de primer grado que así lo demandasen, tampoco podrían intervenir a las entidades de primer grado que hubiesen aceptado
Treinta años después la Argentina sigue siendo un país que no respeta la libertad sindical y mantiene la vigencia de cúpulas sindicales que los conducen sin interrupción desde los comienzos del régimen democrático o antes. Alguno, un notorio colaborador. Los sindicatos no aceptan ni la alternancia ni las minorías, ni la pluralidad de ideas. Desde 1946 en adelante los sindicatos adhirieron al peronismo mayoritariamente e impidieron cualquier reforma que arriesgue su hegemonía ideológica. Navegaron las dictaduras, negociando cuando era posible y enfrentando cuando necesario. Navegan la democracia con similar estilo.
La utopía alfonsinista de 1983 no ha sido retomada por ningún partido político -con la excepción del Partido Obrero y aliados-, ni siquiera por la Unión Cívica Radical cuando se preparan las plataformas electorales para las elecciones presidenciales de 2015 ¿Deberían hacerlo?
Los sindicatos han mutado como la propia sociedad argentina. La clase obrera urbano industrial pertenece a la órbita legal, al sesenta por ciento de la sociedad cuya estratificación y acción se configuran en el interior del Estado. El otro cuarenta por ciento está fuera: son parte de la economía informal y allí se encuentran los trabajadores que no tienen ni sindicatos ni reconocimiento, la masa de informales, los pobres, los marginales. Los sindicatos ahora representan a los incluidos, a los integrados, a los obreros y empleados que se confunden con la baja clase media. Los sindicatos que erradicaron a comunistas y socialistas (con indisimulado apoyo estatal) y declararon el fin de las ideologías, disputan ahora poder político en democracia: ofrecen un sólido aparato electoral (que respeta exclusivamente consignas que atienden su bienestar) a cambio de conservar el statu-quo de la organización.
Los dirigentes sindicales son así auténticos CEO´s, gerentes de grandes organizaciones articuladas con el sistema financiero, comercial, comunicacional y naturalmente con el aparato industrial (urbano y rural) del país. Pragmáticos e instrumentalmente solventes, la democracia interna y la alternancia constituyen piedras en el zapato pero ningún desafío histórico. En este contexto ¿a quien interesa la democracia sindical que soñó Raúl Alfonsín en nombre de un concepto de democracia sustentada en sujetos e instituciones democráticas? También en la memoria, en el recuerdo, de tantos caídos en las luchas de la clase obrera argentina, de ácratas y socialistas, de libertarios, perdidos en la bruma del siglo XX. Estoy seguro que puedo señalar a quién no le interesa la democracia sindical ni la libertad de sus organizaciones. Pero me gustaría creer que los jóvenes que nacieron en democracia, sienten que hubo en 1983, un proyecto derrotado en el parlamento que merece sobrevivir en la inacabada construcción del sujeto democrático.