Al pensar en el Poder Judicial, se vienen a la mente imágenes de edificios laberínticos, oficinas colapsadas, papelerío, la necesidad de un traductor para entender qué hacer y disponer de plata y mucho tiempo -años tal vez-, para tener una respuesta. En pocas palabras, surge la idea de que la Justicia no es para todos. Esta percepción se confirma cuando vemos los resultados de la encuesta de Latinobarómetro de 2011: el 95,6% de los argentinos tiene algo, poca o ninguna confianza en la Justicia, siendo en este punto, el poder público menos exitoso. Entonces, las preguntas que naturalmente surgen son: si la Justicia está para garantizar los derechos constitucionales, actuar como contralor del Congreso y Ejecutivo, ayudar a resolver los problemas cotidianos, y todo esto para mejorar la vida de la gente, que es el fundamento de su existencia, ¿En qué está fallando? ¿Para quién es la Justicia?
Estoy convencido de que la Justicia es y tiene que ser no sólo un garante de la república haciendo equilibrio con los demás poderes, sino también un servicio para todos. Y es esta última tarea la que está incumpliendo. Nuestra Justicia, a nivel nacional, parece la del 1800, es arcaica. Es, en otras palabras, el único poder público que no se reformó a lo largo de los años –y eso que tuvo oportunidades- en ninguno de los dos planos claves: en la organización interna y en la gestión de los procesos. Esto, en la era de la tecnología de la información y la comunicación, parece impensado.