Ahora resulta que encontraron la partida de nacimiento de Carlos Gardel. Según los franceses, el zorzal nació en Toulouse. Debo confesar que no me sorprende. El día que la Selección Argentina debutó en el Mundial de 1998 en esa ciudad frente a Japón, pude pasar por la casa en la cual su madre lo parió, tal cual lo anuncia una placa de bronce ubicada en la puerta de un edificio modesto. La certificación a través de lo constatado en actas confirma lo anecdótico.
Vaya uno a saber de dónde sale esa necesidad, absolutamente irrelevante, de algunos argentinos de agregarle pergaminos a determinados protagonistas y quitárselos a otros. ¿A quién le importa en qué país nació Gardel? Lo trascendental es que cantó el tango mejor que nadie, y que gran parte de su formación y su obra se forjó en nuestra tierra. Como si fuera insuficiente para identificarnos con él, pretendemos inventar que también fue dado a luz en el Abasto. Un absurdo similar a los que se cometen aún hoy con otros grandes valores. “Ganas de joder”, decía mi tía.
A “Maravilla” Martínez lo aplaudimos todos, nos emocionamos como él con el fallo unánime que lo coronó campeón del mundo. Hasta que aparece un flor de argentino diciendo “ni acento nuestro tiene ese, hace rato que vive en Los Ángeles, habla como uno de ellos”. Entonces, en lugar de verle cosas de Nicolino Locche, lo vinculamos más a otro modelo de campeón, más gringo, menos criollo. Pero nació en Quilmes, les guste o no. Al igual que Messi, que como se fue a los 14 años a radicarse en Barcelona, algunos lo tildan de catalán. Pobrecitos… ¡Si supieran cuánto extraña Rosario! Y si lo vieran jugar (a veces pareciera que miran sus partidos de espaldas) notarían el gen bien argentino en su gambeta y desfachatez. Sin embargo, no lo hacen.
Estoy cerca de convencerme de que la necedad viene, en estos casos, de la mano de la malicia más que de la ignorancia. Cada vez que observo esta clase de subestimación hacia nuestro pueblo, me pregunto si a estos implacables buscadores del pelo en el huevo no les hará falta escuchar un tanguito cantado por Gardel, o una mano bien puesta por Maravilla. Por supuesto, sin violencia, que después nos llaman “brutos” a nosotros.