La tolerancia al autoritarismo no puede ser infinitamente elástica por parte de las sociedades civiles. La medida en que puede estirarse o circunscribirse dependerá de las circunstancias históricas, y, sobre todo, de la proximidad de la amenaza que los autoritarios presentan a las instituciones democráticas cuando recurren a la violencia o a otros métodos ilegales.
En el caso argentino, la dificultad estriba en que si la oportunidad para que crezca una amenaza totalitaria se mantiene abierta demasiado tiempo y esa amenaza anida justamente en personas cercanas al propio Gobierno, cuyo ejercicio autoritario del poder pareciera ir en dirección a la profundización de la violencia física hacia el otro, es entonces que la ciudadanía debe necesariamente manifestarse democráticamente en contra del poder autoritario que, aunque electo por vías democráticas, se apartó de las reglas políticas de la democracia en su sentido amplio.
Así, el cristinismo violó la Constitución del país cuando decidió aplicar mayorías automáticas parlamentarias para votar la Ley 26.843 que propicio el acuerdo con Irán por el caso AMIA, asegurando impunidad a los encausados por la voladura de la mutual judía de Buenos Aires. Hay que recordar que ese acuerdo luego fue declarado inconstitucional por la Sala I de la Cámara Federal en dictamen firmado por los jueces Eduardo Farah y Jorge Ballestero, aunque el magistrado Eduardo Freiler, tercer integrante de la Sala I, no firmó por encontrarse excusado. Del lado iraní, el Parlamento jamás voto afirmativamente el perfeccionamiento del documento. En consecuencia, jurídica, ética y políticamente, el acuerdo no vale ni la tinta con la que fue firmado.
En este escenario político, donde la vulgaridad gobierna y actos rampantes de corrupción empañan a no pocos funcionarios, alcanzando incluso al propio Vicepresidente, que vergonzosamente continua presidiendo la Honorable Cámara de Senadores de la Nación, la sociedad no puede ser neutral al elegir entre la vida y la muerte. No solo las balas matan, también lo hace la corrupción, el silencio cómplice y las palabras que generan violencia política cuando se la justifica. Una sociedad debe elegir sin dudar entre aquellos que están preparados para trabajar dentro de los límites de un sistema democrático y aquellos que están trabajando para su eliminación. La falta de criterio a este respecto por parte de mucha dirigencia política en Argentina es evidente. Mientras tanto, el Gobierno mira al mundo de la política como a una glorificada sociedad de debates y diagnósticos casi siempre estériles y carentes de las soluciones concretas que reclama la ciudadanía.
Las circunstancias que envuelven la extraña muerte del Fiscal Alberto Nisman fortalecen una realidad que era evidente en materia de los desmanes gubernamentales. En este escenario todo esta en el plano de “la duda, aunque nadie descarta horribles certezas”.
El propósito del cristinismo en materia de respetar e imponer ideas fracasadas como sacrosantas a menudo muestra su ineptitud en organizar la defensa eficaz de sus propias posiciones políticas y filosóficas, y expone con inapelable claridad su desgobierno en áreas sensibles como economía, salud, educación, seguridad y un sinfín de etcéteras que no acaban en el desquicio de convertir “la Casa Rosada” en un mero recinto partidista, olvidando que es y ha sido la Casa de Gobierno a través de toda la historia de la República Argentina.
La noble aunque muy gastada afirmación de fe democrática (“Puedo no estar de acuerdo con su opinión, pero moriría por su derecho a decirla”) pierde significado convirtiéndose en “candidaticidio” si a quien se dirige es precisamente al que se propone amordazar al orador, algo que el gobierno argentino se empeña a diario en su intento de forzar a las personas a que comiencen a pensar de manera única cuando muestra que “hay muertes” -como la del Fiscal Nisman- por las que no se debe guardar respeto, duelo nacional y en ultima instancia, hasta no hay que lamentarlas. En ese estado de situación ya no es justamente una cuestión acerca de lo que toleraremos, sino de lo que defenderemos.
En una sociedad democrática el consenso debe ser notablemente inclusivo y tolerante. Pero la tolerancia no puede incluir a grupos y sectores que son abiertamente antidemocráticos y capaces de manipular las libertades, la vida y las oportunidades políticas que ofrece una sociedad libre y pacífica ante la propia agudización de la corrupción e intolerancia diaria oficialista.
Ahora que la muerte se hizo presente. El caso Nisman debe ser un aviso indubitable y un punto de inflexión en la sociedad ante la política que el Gobierno ha venido desarrollando desde la confrontación, el doble discurso, la soberbia, la corrupción y la impunidad que, inevitablemente ha fracturado y divido la sociedad civil.
Es tiempo de mirar hacia adelante. La Justicia tendrá mucho trabajo y deberá realizarlo con imparcialidad y sin intromisiones. El país necesita de una oferta seria de gobernabilidad de cara a las elecciones presidenciales del año en curso. La ciudadanía debe hacer valer sus derechos y dejar atrás las historias de fracasadas internas de los movimientos mayoritarios. Solo así se podrá garantizar que el caso Nisman jamás vuelva a repetirse en la política argentina.