Poder y democracia en Argentina

Las democracias occidentales llevan en sí mismas una impronta univoca fundada en la teoría de la razón que, de manera homogénea, adquirió su formato durante el proceso de la ilustración. Son varios los elementos que unen a Montesquieu, Descartes, Rousseau y Kant, entre otros. Todos ellos convienen en un punto “subjetivo” pero existente en la intimidad del hombre, esto es: “la luz y la bondad” que, aunque muy escondidas en el interior humano subyacen bajo la mascarada de la costumbre, la tradición, los prejuicios y hasta de la propia represión. Sin embargo, el hombre convenientemente ilustrado es capaz de descubrir el corazón de oro que lleva en sí y que le confiere fundamento intersubjetivo para escoger y defender un nuevo orden social donde se da supremacía a lo comunitario, al tejido social y a lo humano.

A mi juicio, así como las matemáticas pueden exponer claramente el orden de axiomas, teoremas y teorías, de igual modo puede alcanzarse una encarnación de la razón en el cuerpo social que debería articularse por medio de la Constitución y las leyes que, en definitiva, conforman el verdadero “contrato social” de un Estado democrático.

En el fondo, los ilustrados siguen las antiguas concepciones dualistas del gnosticismo, de lo cataros y de algunos sectores del cristianismo, las cuales sostienen y afirman que hay en el hombre una energía escondida que lo emparenta con lo divino. Esos dualismos consideran el mundo social como una masa de barro que no permite que se manifieste esa energía. En cambio, el racionalismo ilustrado suele caracterizar tal energía como una chispa que puede convertirse en una llama social.

Siguiendo la teoría de los ilustrados, me gusta definir el poder como una máscara que envuelve lo originario, algo así como una cascara bajo la cual se esconde la semilla de lo humano.

Seguramente los medievales me considerarían blasfemo pues no se avergonzaban de proclamar la gloria y el poder como elementos directos y primariamente atribuidos a Dios y, por analogía a ciertos hombres investidos de sus atributos.

Sin embargo ¿en qué se parece la capa real de la Edad Media a la camiseta deportiva de los jóvenes de la Campora cuyo mimetización les lleva a vestir del mismo modo que las presas que quieren atraer a sus fauces políticas?

Bien podemos fundamentar una respuesta a tal interrogante en dos situaciones de conductas concretas de políticos contemporáneos. En una oportunidad Putin apareció fotografiado en el suelo, lo había derribado su joven profesor de yudo. Convengamos que el gesto no es majestuoso, pero vendió. Para ser justos y equilibrados otro dato no menor fue que con posterioridad a la campaña de Irak, Bush (hijo) intentaba recuperar popularidad en una fotografía profesando cándido afecto a su perro. Con esto pretendo significar que lo medieval y lo contemporáneo son dos mundos diferentes: el primero pretende manifestar un esplendor oculto, el segundo reivindica la cercanía a la masa, al hombre común. Al tiempo que uno se cubre de una capa o cascara reveladora de un fondo misterioso, a la manera del fondo dorado en la pintura medieval, el otro se despoja de la máscara que encubre lo patente en sí mismo y apunta a lo humano como fundamento de por sí.

En otras palabras, mi impresión es que el antropocentrismo renacentista implica una apelación al hombre en su inmediatez: su razón, su voluntad, sus necesidades. Contrario sensu, la democracia debería ser entendida como un movimiento de puertas abiertas, como una sensibilidad reveladora y desenmascaradora. Como tal, no debe ampararse en teologías, ideologías y mucho menos en la rigidez del dogma, sino en conceptos e ideas entendidos como una expresión de la naturaleza humana hecha transparente.

La teoría democrática, pese a la apelación medieval de mucha dirigencia política argentina hacia lo luminoso y el endiosamiento del Líder, no siempre aclara diáfanamente si se basa en lo que el hombre ya es, o bien proyecta el que ha de ser. El abismo que media entre ambas opciones es ignorado frecuentemente por la dirigencia política argentina inclinada al populismo. Y es por ello que muchos creen que basta con la declaración del “Estado democrático” sin distinguir entre “declaración y realidad”. Baste con recordar que hasta la caída del Muro de Berlín la Alemania del Este forzaba un fantasioso relato de lenguaje altisonante auto-denominándose “República Democrática Alemana”.

Y si el lector lo quiere menos académico y en término más coloquial, cabe mencionar que también una cóctel de Coca-Cola con Ron ha llegado a llamarse “Cuba Libre”.

Erdogan frente al error más grave de su gestión

¿Cuál es el peor error que se puede cometer en política? Según el estadista francés del siglo XVIII, Charles Maurice Talleyrand, la respuesta es “hacer algo inoportuno en un momento innecesario”. Esto es lo que Recep Tayyip Erdogan ha decidido hacer en Turquía al anunciar que modificara la Constitución para asegurarse no solo una reelección sino el título de Presidente de la República.

Para todo análisis, Erdogan podría ser considerado como una figura destacada en la política turca moderna. Un outsider provincial que ha roto las barreras sociales para escalar a lo más alto de la cima de la política turca sin el apoyo de clanes poderosos o de un currículum militar personal. Erdogan se ha convertido en el Primer Ministro que más tiempo gobernó su país con 12 años de gestión en los 90 años de vida de la moderno Estado Turco.
También ha marcado otros hitos: es el primer político en ganar tres elecciones generales y el primero en hacerlo como líder de un partido conservador con acento islamista. La tasa de crecimiento económico anual de Turquía, históricamente con un promedio de seis por ciento, es otro récord para Erdogan. Bajo su gestión, la economía turca creció más del doble y logro en 10 años lo que no tuvo en ocho décadas.

Del mismo modo, Erdogan logró controlar y cortar las alas de los generales del Ejército quienes configuraban el núcleo militarizado fuerte del llamado “modelo turco”, mientras que avanzó sobre el Poder Judicial, otrora muy independiente en el país. También se las arregló para transformar los medios de comunicación turcos, que se autodenominaban “un tigre feroz” desde la década de 1980 y ahora pasaron a ser un gatito dócil.

El año pasado, sin embargo, Erdogan decidió arriesgar toda su reputación cuando lanzo un paquete de reformas diseñado para transformar Turquía de una democracia parlamentaria en una presidencialista. La idea era que él se convertiría en presidente y avanzaría en la nueva formación radical de una nueva Turquía, tal vez conforme a su sueño neo-otomano, y lo implemento sin temer a posibles trabas en el parlamento. Pero Erdogan hizo caso omiso al hecho de que no había ninguna demanda de los cambios que proponía y no midió que estaba promoviendo una solución a un problema inexistente. Así, fue redefiniendo su identidad política y después de haber tenido éxito como un conservador, ahora se está reinventando a sí mismo como un radical que cree poder cambiar las cosas con un golpe de timón y sin oposición política alguna.

Lo cierto es que un conservador reconoce el valor de las cosas como son y trata de mantener lo que vale la pena preservar. El cambio no es un valor, sino un método para ser utilizado con moderación y con la mayor precaución. Al contrario, un radical adora el cambio por sí mismo. Su lema es “destruir lo viejo para crear lo nuevo”. Y piensa que debe hacer frente a todo para rehacer la historia rápidamente. En otras palabras, actuando radicalmente y sin olfato político, Erdogan arrasó su propio paquete de reformas a través de decisiones que necesitaban meses o incluso años de reflexión y discusión con todas las partes interesadas. Aun así, el decidió hacerlo en una sola tarde de forma impropia y autoritaria.

El resultado de la prisa de Erdogan ha sido ruinoso. Mientras se prepara para su primera elección presidencial directa en cinco semanas, Turquía se enfrenta a un horizonte turbio, por decir lo menos. Gracias a su potente máquina electoral, Erdogan probablemente gane la presidencia. Sin embargo, él haría bien en tener más cuidado. El sistema que ha inventado para consagrarse presidente irritara al poder militar histórico y ello traerá problemas a su futuro gobierno.

En cierto sentido, el nuevo sistema se parece mucho a lo que Francia ha tenido que cargar desde 1958, cuando Charles De Gaulle dio a conocer una Constitución hecha a su medida para satisfacer sus propias ambiciones. En ese sistema, el presidente, elegido por sufragio directo, podía ejercer un poder virtualmente ilimitado. Pero para hacer eso, el presidente tendría que tener mayoría en el parlamento y no está claro que eso pueda suceder en Turquía hoy.

Con esta movida, Erdogan podría haberse pegado un tiro en el pie. El ha soñado con un sistema en el que, como presidente, operaría como el Guía Supremo iraní, alegando la última palabra en todas las decisiones. Este tipo de pretensión no será fácilmente aplicable en una Turquía que aparece como una democracia islámica moderna con una clase media urbana en constante ascenso, movilidad y crecimiento.

En el futuro, Erdogan puede vivir para lamentar su error estratégico. Internamente, él cambió Turquía para mejor, pero terminó por cambiarse a sí mismo para peor.

El populismo, en rumbo de colisión

Si algún sentido tiene el derecho a resistir las tiranías, con toda seguridad puede sostenerse que este derecho le asiste a los ciudadanos cuyas dirigencias a través de la historia van agotando los medios pacíficos para evitar la muerte de personas inocentes. Esto es claro en Venezuela, donde el populismo chavista fue sincero con sus postulados al mostrarse dispuesto a reprimir a sangre y fuego las demandas democrática de estudiantes y trabajadores. La tragedia venezolana muestra palmariamente como se niega y arrebata al pueblo elementos democráticos esenciales como la libertad y el derecho a intervenir en asuntos sociales fundamentales cuando un sistema político es manejado por un gobierno pretendidamente revolucionario. Este antecedente es una constante a través de la historia donde la izquierda nunca pudo contener una crisis generada por propias políticas sin recurrir a la represión armada y, por lo general, acabo tiñéndolo todo de sangre tanto igual que las dictaduras de derechas.

Con todo, en algún momento, Maduro deberá rendir cuentas ante la Corte Penal Internacional, pero podría habérselas ingeniado para no terminar ante el mundo como lo que es, un fascista al timón de un régimen fraudulento y asesino de personas desarmadas que pretenden ejercer el natural derecho a peticionar y movilizarse desde el disenso. Aunque esto no fue así y el chavismo eligió la vía de la represión armada, con lo que puede decirse que ha comprado un ticket sin retorno a la violencia y la agitación social.

Lo concreto es que tanto la derecha totalitaria como la izquierda mesiánica latinoamericana han pasado doscientos años aserrando prolijamente la rama del árbol donde sus pueblos se sentaban. Al final, era esperable que tanto esfuerzo de ambas ideologías fuera recompensado. Hoy, con contadas excepciones, la mayoría de países latinoamericanos se encuentran en el suelo y lamentablemente no cayeron sobre un lecho de rosas, sino sobre un pozo de cadenas y alambres de púas.

En las ciencias duras, si se conoce el punto de ebullición del agua y se dispone de instrumentos de medición, se puede predecir con exactitud cuándo va a producirse el cambio. En política esto es algo más difícil: se desconocen los puntos de ebullición y resulta imposible conseguir termómetros confiables. Aunque el principio básico puede presentar similitudes cuando los gobiernos avanzan sobre las instituciones republicanas sumando poder arbitrariamente, quebrantando la división de poderes y recortando la libertad del individuo durante un tiempo suficiente en el que tanto abuso, en determinado momento inexorablemente resulta en un cambio cualitativo en cualquier sociedad. Así, el populismo de izquierda actual está condenado al fracaso lo mismo que las dictaduras de derechas del pasado. Pero hasta que ello ocurra cunde el engaño y se finge vivir en democracia, haciendo que las sociedades no puedan seguir siendo democráticas para acabar en un pozo colmado de alambres de púas y cadenas.

Las falsas deidades como “la igualdad” y “la justica social”, ante las cuales varias generaciones de políticos y responsables de medios de prensa se consideraron en la obligación de postrarse, hoy pierden vertiginosamente credibilidad ante la prosperidad económica de dirigentes fraudulentos. Lo mismo ante la corrupción y las falsas consignas de gobiernos como los Venezuela, Ecuador, Argentina y Bolivia, por no mencionar a Nicaragua o Cuba.
La compresión de movimientos sociales es nula en la mayoría de los gobiernos sudamericanos, incluido el argentino que siempre ha apoyado el lado equivocado desde su vanidad e intolerancia, características sobresalientes del impúdico pseudo-progresismo que no acepta el pensamiento crítico.

El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner demostró no haber aprendido nada en el ámbito de la política internacional cuando se mostro laxo e ingenuo en la firma de un acuerdo violatorio de su propia soberanía judicial con el régimen iraní por la causa AMIA, y creyendo que jugaba en grandes ligas de la diplomacia mundial no se sonrojó en negociar la vida de 85 ciudadanos argentinos asesinados en el peor ataque terrorista padecido en su suelo. Aunque hay que reconocerle que gobierna sin un canciller a la cabeza del Ministerio de Relaciones Exteriores, lo cual no es nada sencillo en este mundo globalizado. Y esto ha quedado claro horas atrás cuando Argentina prestó tácitamente su apoyo a Putin en el escandaloso escenario de Crimea; a Bachar Al-Assad en sus crímenes de lesa humanidad contra el pueblo sirio, y ahora, al régimen fascista venezolano.
Todo lo que el kirchnerismo ha demostrado, en nombre de un código de valores muy cuestionable, ha sido desechar los parámetros que hacen a una sociedad libre desde la eterna contradicción de su ideología, si es que alguna vez ha tenido una. Sus posiciones actuales derivaron en una corriente incomprensible de apoyo a regímenes criminales en detrimento de los pueblos que padecen y sufren a los tiranos. Con ello, dio por tierra para siempre con cualquier posición que haya esgrimido en el pasado en materia de derechos humanos.

Este engañoso horizonte al que América Latina puso proa a toda máquina dirigida por una tripulación de marginales que después de haber malgastado el combustible, comenzó a alimentar las calderas con la madera del propio buque y de sus botes salvavidas, parece no tener retorno. Al tiempo, se dice que todos los problemas creados por el populismo igualitario serán solucionados aumentando el número de esos mismos problemas. Pero lo que se ve es que estos gobiernos han logrado que las industrias y empresas estatales crezcan en su ineficiencia y que la inversión privada sea asfixiada por el constante aumento de impuestos que se destinan a ineficaces subsidios -por no hablar del fraude de los precios controlados y los índices inflacionarios donde el gobierno conspira en forma directa contra la propia salud democrática de su sociedad civil.

En suma, la búsqueda de un consenso espurio es alarmante en América Latina. Lo notable y a la vez característico de sus regímenes es que los gobiernos de estas fingidas sociedades democráticas se abocan a imponer una escala de valores propia obligando a una sociedad civil que cavila mansamente a aceptarlos en detrimento de sus propios e históricos valores. Estos trastornos conceptuales han impactado negativamente en Argentina, donde se aprecia gran confusión y la gente tiende a referirse vagamente a la democracia como si fuera algo más que un método para decidir quién ejercerá la autoridad. Así, se ha llegado a decir que la democracia es un fin en sí misma, que representa todo un sistema de vida e incluso un tipo especial de civilización, cuando en realidad no es ninguna de estas cosas con las que todavía el kirchnerismo engaña a la masa de incautos. La democracia no es más que un mecanismo que se encuentra sujeto a un gran número de modificaciones en situaciones diversas y un método para elegir y descartar gobiernos que, como se observa en Argentina, sería el peor sistema del mundo si no fuera porque existen todos los demás.