Más problemas para Obama en el plano internacional

Desde los anales de la política internacional, académicos, analistas y comentaristas han comparado el orden mundial de un determinado momento histórico con una estructura arquitectónica diseñada por una potencia líder que actúa como garante de su estabilidad. En términos bien simples de comprender esto ha sido así por siempre.

Históricamente fueron varias las potencias líderes que han desempeñado ese papel: asirios, babilonios, persas, macedonios y romanos en el mundo antiguo y, en tiempos más recientes: Inglaterra. Después de la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. asumió ese papel, conduciendo el diseño y la construcción de Naciones Unidas, como lo hizo con la Sociedad de las Naciones después de la Primera Guerra Mundial.

También EE.UU. fue el principal facilitador de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el poder detrás de una amplia gama de organizaciones internacionales, incluido el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, por no hablar de la UNESCO y la UNICEF. Por tanto, guste o no, en gran medida el sistema internacional se ha sustentado en el liderazgo estadounidense y su dinero.

Este sistema, a su vez, ha desarrollado leyes y regulaciones internacionales que proporcionan el marco para el debate sobre casi todos los temas, desde el registro de pesos y medidas hasta las normas de navegación marítima y aérea, y más recientemente, aeroespacial.

En las últimas siete décadas, EE.UU. ha patrocinado o colaborado con la promulgación de más de 16.000 tratados internacionales sobre todos los temas imaginables e inherentes a todo el globo.

El colapso del imperio soviético, su principal rival y al mismo tiempo su socio en el orden mundial, reforzó el papel estadounidense como garante del orden internacional. EE.UU. ha cumplido esa misión en numerosas ocasiones por medio de esfuerzos diplomáticos o mediante su poder económico y cultural con la finalidad de generar estabilidad. Esos esfuerzos incluyen el Plan Marshall y el establecimiento de sistemas democráticos en Alemania Occidental, Italia y Japón. A menudo, como en la crisis de Suez, el compromiso diplomático estadounidense fue suficiente para contener una crisis.

Una década antes de Suez, los EE.UU. habían utilizado su influencia diplomática para detener a Stalin en su deseo de invadir Grecia y ocupar la región noroeste de Irán. En algunos casos, por ejemplo, como cuando los EE.UU. lideraron los esfuerzos por romper el cerco soviético de Berlín, el poder estadounidense logró su objetivo sin disparar una bala. Y hasta cumplió con los comunistas cuando no intervino a favor de los disidentes y opositores en las revueltas de Polonia, Hungría y Checoslovaquia a causa de las concesiones otorgadas a Moscú bajo los acuerdos de Yalta.

Sin embargo, cuando fue necesario, EE.UU. hizo uso de la fuerza militar para proteger el orden mundial. Por ejemplo en la península de Corea, donde encabezó una fuerza enviada por la ONU para impedir a los chinos la anexión de Corea del Sur al feudo comunista Norte de Kim Sung-II. Marines norteamericanos intervinieron en decenas de lugares, como Jordania y Líbano. Más recientemente, hemos sido testigos de intervenciones estadounidenses en Granada, Panamá, Kuwait, Afganistán e Irak.

Nos agrade o no, no sería exagerado hablar de un orden mundial ‘hecho por los EE.UU.’ Pero, ¿qué sucede cuando el principal garante de un orden mundial existente decide abdicar?

Esto fue lo que ocurrió después de la Primera Guerra Mundial y el desplome del orden mundial llevó a décadas de caos, guerras regionales, numerosos crímenes y limpieza étnica de parte de potencias coloniales y finalmente llevo a la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que el mundo en ese momento no era tan ‘globalizado’ como lo es hoy, ayudó a limitar los efectos de las diversas crisis, pero no las evitó.

Un segundo período de abdicación estadounidense se produjo en la década de 1970, durante la presidencia de Jimmy Carter. La explotación de la ingenuidad de Carter por parte de los opositores al orden mundial dio lugar a cruentas revoluciones para socavarlo.

Los desastres mundiales que sucedieron mientras Carter estaba en la Casa Blanca son demasiados para enumerarlos en su totalidad. Éstos incluyeron una dramática expansión de la influencia soviética en África, la aparición de regímenes sanguinarios como en Etiopía, la decisión del régimen del Apartheid de privar a millones de sudafricanos negros de la ciudadanía, el genocidio organizado por el Khmer Rouge en Camboya, la anexión de parte del territorio de Vietnam por parte de China, la proliferación de guerrillas estalinistas respaldadas por Cuba en Centro y Sudamérica, la primera crisis del petróleo, la toma del poder de Khomeini en Irán, el ataque terrorista a La Meca, la invasión soviética de Afganistán y la decisión de la India y Pakistán de desarrollar arsenales nucleares.

Pero sin duda que la debilidad de EE.UU. no fue la única razón detrás de esos eventos. Aunque ha contribuido a la creación de un clima de incertidumbre en la que los opositores del orden mundial creyeron que podían hacerle mella a la estabilidad y la paz con absoluta impunidad.

Hace seis años, cuando Barack Obama obtuvo la victoria en las presidenciales estadounidenses, fuimos pocos los académicos, analistas y politólogos que manifestamos dudas y reservas ante lo que vislumbramos que iba a ser “una versión lujosa de Jimmy Carter”.

Es difícil determinar por qué Obama lleva adelante esta política exterior. Su doctrina “hands off” sobre una gama de temas, desde las ambiciones rusas sobre Europa y la peligrosa estrategia de China en el Lejano Oriente ya ha tenido impacto en el orden mundial. Y ni siquiera he mencionado otros problemas que enfrenta en el plano internacional, como por ejemplo el proceso de paz en Oriente Medio, las ambiciones nucleares de Irán, la tragedia de Siria, la prolongación efectiva de la guerra en Afganistán por su decisión de retirar a los EE.UU. de allí, y el más reciente, el descalabro en Irak.

Hoy en día, los triunfalistas del progresismo estadounidense mantienen silencio absoluto. Esa es la prueba evidente con la que reconocen nuestras oportunas advertencias.

Obama y el “soft power”

Aunque dividida como pocas veces antes, la élite política estadounidense está unida en su forma de evaluar la política exterior del presidente Obama como un rotundo fracaso. La huida precipitada de Irak quedó claramente distanciada del retiro ordenado al que refería la administración; el juego de “suma cero” en relación a Siria, mas la posición patológica de eludir las ambiciones nucleares de Irán y el intento surrealista para alcanzar la paz en Oriente Medio, junto a su falta de respuesta a la temeraria conducta del presidente ruso, Vladimir Putin, en relación a Ucrania, son los elementos citados para definir el fracaso estratégico tanto por la derecha como por la izquierda norteamericana.

Algunos analistas afirman que el problema se debe a la falta de experiencia de Obama en su gestión como presidente de los EE.UU. Otros lo culpan de obsesivo y narcisista, y hasta hay quienes refieren a la brutal desconexión con la realidad del presidente con un mundo que interpreta a su manera, pero que tal manera es una absoluta fantasía. Reconozco que me encontraba entre los que adherían a la última opción. Sin embargo, ante la cadena de dislates que lleva adelante la administración Obama es tiempo de aportar nuevas ideas y reflexiones. Por ejemplo: ¿Y si la percepción de fracaso se debe a la negativa de Obama en hacer lo que los críticos, tanto de la derecha como de la izquierda desean que hagan los EE.UU.? ¿Y si Obama tiene éxito en lograr lo que se propuso lograr?

Profundicemos el análisis. En la era Obama, EE.UU. perdió gran parte de su prestigio como superpotencia comprometida con una determinada visión del mundo por negarse a asumir el liderazgo en la defensa de esa doctrina donde quiera que estuvo amenazada. ¿Pero por qué Obama rechaza esa visión? ¿Por qué no quiere que los EE.UU. ejerzan el liderazgo mundial? ¿Mantiene Obama las ideas de su época de estudiante, en que estaba de moda sostener que los EE.UU. eran una potencia imperialista que intimidaba a las naciones más débiles para imponer su voluntad por medio de la fuerza militar o su poderío económico? Si reflexionamos sobre estas cuestiones, la política exterior del presidente podría empezar a tener sentido. En tal contexto, su comportamiento no sería el resultado de la inexperiencia ni la ingenuidad, sino una estrategia deliberada para rediseñar los EE.UU. y redefinir su lugar en el mundo.

Para ser justos con el presidente norteamericano, no es ningún secreto su deseo por hacer de EE.UU. “un lugar diferente”. Su lema principal de campaña en 2008 fue sobre el “cambio”. ¿Y qué es lo que uno cambia? No hay duda que se cambian las cosas que a uno no le gustan y es evidente que a Obama no le gustaba el modelo de los EE.UU. de la post Guerra Fría. Aunque en aquellos días, después de haber firmado un acuerdo de cooperación con la OTAN, Putin estaba pidiendo ayuda económica a Washington para Rusia. El Medio Oriente también estaba tratando de adaptarse a la “Agenda de la Libertad” de EE.UU. y en Teherán los mulás estaban ofreciendo sus servicios a Washington en Irak y Afganistán.

El deseo de Obama es la refundación de los EE.UU. como un ‘soft power’ y lo ha demostrado en muchas ocasiones. El presidente abandonó los planes de la administración Bush para la expansión de la OTAN en el Cáucaso y Asia Central, rechazó mantener el escudo antimisiles en Europa Central y Oriental para complacer a Rusia y desmanteló las bases de misiles inteligentes en los países bálticos y Europa del Este. No apoyó los planes para atraer a Estados árabes a la OTAN y replegó la presencia militar estadounidense en todo el mundo, especialmente en Oriente Medio. La retirada de Irak fue seguida por la reducción de tropas en Afganistán con la promesa de retirada total al final de este año. El brutal asesinato del embajador de EE.UU. en Libia generó un incomodo examen político, pero también psicológico importante en la administración. Ello demostró que, con Obama, en términos de castigar enemigos, EE.UU. había vuelto a la posición que tenía antes de los Comodoros William Bainbridge y Stephen Decatur a principios del siglo XIX.

La determinación de Obama en diseñar EE.UU. como una “Gran Noruega” no se ha limitado a la política exterior. También ha presionado con recortes masivos en gastos de seguridad y defensa que redujeron el tamaño del ejército de los EE.UU. Hoy, la fuerza aérea y la marina se encuentran operativamente en su punto más bajo desde la Segunda Guerra Mundial. En 2019, cuando los recortes completen su cronograma, EE.UU. ya no tendrá la capacidad militar necesaria para enfrentar dos guerras simultáneamente, algo que había sido un elemento clave de su doctrina militar desde 1980.

La estrategia de rediseño de Obama también incluye un aumento del papel del Estado en la economía interna como lo ilustra la legislación propuesta en materia económica, laboral y de seguridad social, la adquisición participativa de General Motors y una avalancha de legislación reguladora que es, como mínimo, extraña a la idiosincrasia estadounidense.

Suponiendo que Obama quiera emular a las socialdemocracias nórdicas, hay que admitir entonces que su política exterior ha sido rutilante y exitosa, aunque propició la caída del liderazgo de los EE.UU. Hoy, luego de casi dos mandatos de Barack Obama, el número de personas que respeta y admira a los EE.UU. en todo el mundo no ha aumentado ni caído, pero el número de los que le temen ha disminuido un 60%.

Según lo veo, diría que en lugar de burlarse de la inexperiencia o la ingenuidad de Obama, sus críticos deben tomar muy en serio su elección ideológica. Y es ese el punto de partida desde el cual se debe exponer sus implicancias para analizar sus resultados invitando a los estadounidenses a reflexionar sobre la visión de su presidente del rol de su país en el mundo.