La dicha del aprendizaje

Empezaron las clases.

A pesar de las frases burlonas que repicaron infaltables, de fondo (“¿Cuándo llegan las vacaciones de invierno?”, “¡Se terminó la buena vida!”, “¡Volvemos al infierno!”), un montón de chicos, chicas, adolescentes y  adultos, felices y emocionados, se reunieron en muchos patios para saludar a nuestra bandera, para cantar el Himno Nacional, para volver a “la normalidad”.

Contra los que despotrican pidiendo que desaparezca la escuela porque representa “lo viejo”, “lo obsoleto” y “lo inservible”, la sociedad entera respira aliviada cada mes de marzo ante la existencia de la Escuela como Institución. Descalificada y vetusta, abre sus puertas año tras año (más o menos temprano, ciertamente, porque pelea contra la descalificación y la vetustez, que no le son innatas) y la oleada de personas es como la sangre en sus venas, la que le da vida y la nutre para poder existir.

Se acercan los papás y dejan a sus hijos en un lugar que consideran seguro, en manos de adultos responsables que van a educar, cuidar y contener a los chicos mientras aprenden “cosas”.

Se acercan los chicos solos y se reencuentran con sus pares. Interrumpen su monólogo y se insertan en la rutina de cumplir con el horario, asistir a clases, organizar carpetas, leer, escribir, hacer cuentas, resolver problemas, fabricar o escuchar bromas, inventar, tomar mate cocido con galletitas, realizar actividades, disfrutar de recreos y una larga lista de acciones, expresadas en el simple ”cosas que los chicos aprenden en la escuela”.

Según el diccionario de la RAE un alumno/na es un discípulo respecto de su maestro, de la materia que está aprendiendo o de la escuela, colegio o universidad donde estudia. Si en algo estamos todos de acuerdo, opinemos blanco, gris o negro, es en lo siguiente: crecer siendo alumno es lo correcto. 

Porque no se nace sabiendo. En cierto sentido somos alumnos toda la vida, porque jamás dejamos de aprender “cosas”.  Y la mayoría, aprendemos a ser alumnos en la Escuela. Buenos alumnos algunos; otros, no tan buenos. 

Con aulas o sin ellas, con mesas o sin ellas, con contenidos estructurados en bloques, unidades o módulos. Con correcciones en rojo, en verde, en lápiz u orales…  Con amonestaciones o sanciones reparadoras, con cantidades altas o mínimas de matemáticas, de lectura o de taller. Con docentes viejos o jóvenes, conservadores o “modernos” en extremo, la escuela atraviesa el tiempo y los obstáculos, se adapta, cambia, resiste y se rebela, patalea y se queja, pero sigue ahí.

En la escuela, los chicos aprenden a socializar con sus pares. Interactúan con un conjunto de adultos de una manera formal (más o menos, según la escuela que sea). Aprenden a ser sanos y solidarios.

En estos tiempos de sopas ideológicas, de eufemismos y mensajes contradictorios hasta el ridículo, quizás la Escuela sea una de las únicas Instituciones que permanece como un lugar en donde las reglas son claras. Prácticamente todos hemos sido sus alumnos en algún momento de nuestra vida: la escuela es algo que conocemos bien. Tal vez sea ése el origen de uno de los errores que a veces comentemos como sociedad: damos por sentado que una vez que un chico atraviesa el umbral del edificio escolar, ya es alumno y se comporta como tal. Precisamente, es la primera y fundamental “cosa” que se debe enseñar.

Enseñar a los niños y jóvenes a ser alumnos es integrarlos, es dotarlos de la capacidad de ser aprendices, de interesarse por el legado cultural que la Humanidad ha construido a lo largo del tiempo. Es enseñar a reflexionar, a ser una persona crítica y capaz de poseer pensamiento propio. A la escuela se va a aprender “cosas”, pero no todos aprenden “cosas” en la escuela. Hay que comportarse de determinada manera ante la enseñanza para poder aprender; para ser “buen alumno” o “mal alumno”, primero hay que comportarse como alumno y ser miembro activo de una comunidad educativa.

Entre risas, un jovencito contestó a mi pregunta de diagnóstico: “¿Qué te gustaría aprender durante este nuevo año?“: “No sé“. Otro dijo: “Nada, como siempre, nooo, chiste, chiste“. Otro, dijo: Yo soy revolucionario y transgresor, así que este año quiero aprender muchísimo, todo lo que pueda“.

Interesante percepción de lo que significa ser alumno en 2015, y de los buenos. ¿No les parece?

“Mi hijo sabe más que yo”

Durante las últimas semanas, algunas noticias relacionadas con el comportamiento preadolescente y adolescente actual han sido tratadas por los medios de comunicación y repercutido en las redes sociales. Confusa, contradictoria e incoherentemente, se volvió a escuchar de trasfondo el novedoso: “Los chicos de ahora saben más que nosotros” que causa, en mi opinión, más estragos que beneficios y agrega otro obstáculo a los que ya enfrenta la educación formal.

Si uno, como  papá, declara ante su hijo que éste sabe más que él, está abandonando su rol de padre, primero, y de adulto, después. Los niños actuales pueden ser más hábiles que los adultos manejando ciertas tecnologías, por el simple hecho de haber nacido en la era digital. Nada más. Hace unas décadas, hubiera sido impensable hacer semejante declaración acerca de un niño: el mundo de los adultos se presentaba como un universo pleno de secretos, vedados en su totalidad, que se develarían a los 18, primero, a los 21, después. Los papás durante la infancia eran percibidos como los protectores y proveedores. El niño era vestido, alimentado, abrigado, cuidado y educado por los adultos, que velaban por él, y no tenía poder de decisión sobre esas cosas. Cuando se transformaba en adolescente, en ese mundo abstracto que estoy esbozando sin hacer juicios de valor (y que, por supuesto, en la realidad adquiría diversos matices), había un adulto ocupando claramente un rol de autoridad contra quien reaccionar, para oponerse, para pelearse, para rebelarse y adolecer.

La claridad de los roles se ha desdibujado en la actualidad. La televisión e internet han develado el mundo secreto de los adultos, al que se puede acceder haciendo un click a cualquier edad. Los adultos se muestran ante los niños sin pudores como seres imperfectos, defectuosos, vacilantes. Se equivocan, se insultan, se amenazan sentados en silloncitos en los paneles de programas de televisión a las dos de la tarde, usan un vocabulario espantosamente informal en contextos formales, se traicionan, se desnudan. Como una corte de dioses olímpicos, los  adultos del siglo XXI se han humanizado y hacen gala de cada una de sus miserias ante las cámaras de televisión, repitiendo hasta el cansancio que se puede mentir, pero que hay que decir la verdad, se puede defraudar, engañar, traicionar, insultar, que los mejores son los más operados, los más lindos, pero que lo importante es lo de adentro, que lo que vale es la plata, que estudiar no sirve para nada en la vida, pero que hay que estudiar… Cómo vamos a pretender que los chicos que están observando y escuchando atentamente esos mensajes nos vean como ejemplo, como modelo, si el efecto que debemos causar es el contrario. Si el mundo adulto es semejante caos, si “los chicos de ahora la tienen clara” y “saben más que nosotros”, si no hay secretos ni privilegios al “ser grande”… para qué crecer.

Así, se tergiversan los roles, se anulan, se pervierten. Veamos las noticias: los niños pueden elegir qué comer, y se elevan las cifras de obesidad infantil. Los chicos no sólo pueden elegir conducir un cuatriciclo en la playa y ocasionar un accidente, en un caso extremo, un niño de 11 años fue detenido hace unos días mientras conducía con su padre como copiloto por la Autopista Buenos Aires-La Plata. Pudo morir haciendo eso, causar la muerte de los demás avalado por la persona cuyo deber es cuidarlo. Una niña huyó de su casa por haberse peleado con el papá. Pasó la noche en una casa ajena, con desconocidos, y mantuvo relaciones sexuales “consensuadas” con un hombre del doble de su edad. Fue escalofriante para mí como educadora y como madre leer los comentarios de algunos adultos acerca de este suceso que jamás debería haber ocurrido. Una chica de 15 años fue secuestrada por un taxista cuando el amigo con quien estaba se bajó del vehículo. Eran las 6 de la mañana y estaban tomando una cerveza en un bar. Fue violada una chica en un boliche durante una fiesta en donde “vale todo”. La sociedad adulta pasmada ante el significado de ese “vale todo”.

Chicos que beben alcohol hasta “sacarse” en las “previas” en sus propias casas, fuman, andan solos, enardecidos en la noche violenta, en una sociedad que justifica, comprende lo incomprensible. En una sociedad que, al declarar que los chicos saben más que los adultos, lo único que hace es desentenderse de su deber de velar por ellos y dejarlos solos.

Cómo hallar la coherencia entre la escuela y una sociedad así. Toda la estructura descansa sobre conceptos opuestos: en la escuela, los docentes son los adultos responsables. Para que se lleve a cabo el proceso de aprendizaje, los roles deben estar claramente definidos y ocupados: el educador es el docente, que es el adulto que tiene la autoridad, y el alumno complementa la dupla, y debe participar activamente poniendo en juego sus saberes previos, prestando atención. El respeto por las reglas de convivencia dentro de la escuela es fundamental para que se lleve adelante el aprendizaje.

¿Qué es lo que sucede, cuando los niños y adolescentes que viven en un mundo que los deja decidir comportarse como se les antoja y les ha declarado que saben más que los adultos, se enfrentan con la realidad de que deben asumir su rol de alumnos dentro de la escuela? No es una pregunta retórica. Sucede que surge el “clima de aula inapropiado” para aprender. Surgen los problemas para enseñar que enfrentamos los docentes cotidianamente dentro de las aulas.

Se puede poner al educador más preparado del universo al frente de una clase, pero si la sociedad ha decidido que es indigno de ocupar ese puesto, va a ser muy difícil que los alumnos ocupen su rol de alumnos plenamente. Para que la educación formal sea exitosa, se debe buscar la manera de dotar a las escuelas de la investidura de escuela y jerarquizarlas como tales, junto a la comunidad educativa que las compone. Eso no se hace sólo con dinero, involucra cambiar el imaginario social. Un primer paso sería que los adultos volvieran a ocupar su rol de padres y dejaran de asegurar que los niños son los que saben todo. Los chicos deben volver a ocupar su rol de chicos, para ser protegidos, crecer saludablemente, educarse y poder elegir libremente, al ser adultos, su futuro. Una obviedad, que en el siglo XXI, los adultos debemos recordar.

La importancia de un aula digna

En los viejos tiempos de mi trayecto por Humanidades de La Plata no existían los llamados “Talleres de Vida Universitaria”; te pasabas unas semanas perdido en pasillos, escaleras o baños con claraboyas buscando el aula 203 o la 305, entre pancartas y anuncios colgando y una marea de gente que, según uno creía, no dejaba de mirarte acusadoramente ante tu atrevimiento de novato. Cualquiera de los subsuelos hubiera merecido un capítulo aparte en el mencionado “Taller” de haber existido, y podría haberse titulado “Supervivencia en la húmeda oscuridad” o algo por el estilo. La nostalgia me hace ir por las ramas y ser contradictoria. Vuelvo.

A pesar de que a todas luces es evidente la influencia del espacio escolar en el desempeño de los alumnos, continúan levantándose voces que recuerdan su propia juventud transcurriendo sin estufas, sin ventiladores y en lugares inhóspitos. Yo misma, como alumna universitaria, puedo traer a esta página la descripción de memorables clases de Literatura Alemana en un aula del subsuelo mencionado en el primer párrafo, sin ventilación, dando la espalda a paredes por donde chorreaban líquidos de dudosa procedencia y poco dudoso aroma… y la conclusión es la misma: realicé mi proceso educativo igual.

Pero eran otros tiempos, en la actualidad, el viejo edificio espera su demolición, los alumnos cuentan con nuevos lugares de estudio y eso es lo correcto: por más que se alcen miles de voces que aseguren que las condiciones ambientales que rodearon sus estudios no fueron las óptimas, no se tiene por qué seguir así. Si uno tiene la suficiente fuerza de voluntad, puede aprender en un rancho, debajo de un árbol, en un club, una iglesia o un sindicato, con o sin estufa, con o sin ventilador (he dado clase en lugares no tradicionales  y escribo desde la experiencia). Sin embargo, nótese el resaltado de la frase “suficiente fuerza de voluntad”: estar en lugares semidestruidos, incómodos, con frío o calor extremos no colabora en absoluto y suma un factor terrible a la larga lista de problemas que debemos solucionar;  una deficiente infaestructura es considerada, en los informes de la UNESCO, una falla en la eficacia, algo que puede generar una crisis en todos los niveles en la escuela y producir un colapso en su funcionamiento.

En Enfoque, situación y desafíos de la investigación sobre eficacia escolar en América Latina y en el Caribe, F Javier Murillo sostiene: “Los datos indican que el entorno físico donde se desarrolla el proceso de enseñanza y aprendizaje tiene una importancia radical para conseguir buenos resultados. Por tal motivo es necesario que el espacio del aula esté en unas mínimas condiciones de mantenimiento y limpieza, iluminación, temperatura y ausencia de ruidos externos…”. Durante el mes de febrero y parte de marzo los medios y redes sociales mostraron docentes declarando que sus escuelas y sus aulas dejan mucho que desear. Y las imágenes que circularon del problema fueron más que elocuentes.

¿Es tan difícil reconocer que hay que atender con urgencia el reclamo sobre las condiciones de los edificios escolares hecho durante el paro del comienzo del año por los docentes? Terminó el paro, los alumnos están dentro de las escuelas, pero muchísimas aulas están a años luz de la descripción idealizada de Murillo. No pertenezco a ningún gremio, sólo soy una docente de escuela pública de provincia. Nunca estuve dentro de un aula container, portable o como quieran denominarlas, pero no estoy en otro país sino en éste y conozco a fondo las paredes de durlock decoradas espontáneamente con hongos, la falta de ventilación, la humedad, las paredes electrificadas, los enchufes expuestos, los agujeros, la falta de vidrios, el ruido… todo eso sigue estando ahí. Las estufas pronto deberían encenderse, por más que todos los cuarentones salgamos a decir que “en nuestros tiempos no había estufas en la escuela y aprendimos igual”.   Debería escribirse un curso de “Vida en la escuela”, pero no para alumnos sino para docentes novatos, en donde se explique que su trabajo futuro se desarrollará en lugares increíblemente desagradables, entre paredes escritas y rotas, agujeros, humedad y clima desastroso, ruidos insoportables, etc.etc.

No, mejor no escribamos eso, escribamos esto y pidamos nuevamente a las autoridades que cambien ese factor imprescindible que afecta la calidad educativa. Rápido. Porque se viene el invierno y ni los docentes ni los alumnos nos merecemos esto, por más que muchos nos acordemos de los sabañones y ese tipo de cosas por el estilo, que deben quedar en la idealización de los tiempos pasados y no hacer el daño que están haciendo en el presente.