Calidad educativa, burros, vagos y otras yerbas

Mucho se habló durante el último mes sobre los docentes de las escuelas públicas (a pesar de que, en general, son los mismos que dan clase en las escuelas privadas). Se desnudó públicamente a cada maestro, se examinaron sus bolsillos, su vocación; se descalificó, acusó e increpó con la soltura que se acostumbra por estos pagos, donde se opina sobre cualquier tema como un experto. Quedaron como verdades absolutas los siguientes enunciados: los docentes son egoístas, vagos, desaliñados, viven de licencia médica, haraganean pudiendo trabajar ocho horas como cualquier mortal y no están suficientemente capacitados.

Acompañando esa lista, resonó la palabra “burro” utilizada como adjetivo y sustantivo para designar a los alumnos de esos docentes, que según los mismos “expertos”, son los hijos de las empleadas domésticas, los obreros, los inmigrantes, los villeros y… los docentes. Gente que tiene “cosas que hacer” y necesita “depositar” a los chicos en las escuelas, relegadas a guarderías gratuitas. Precisamente a esta última afirmación voy a referirme a continuación.

No es mi intención conmoverlos afirmando que a los docentes nos dolió que nos agredieran. Tampoco señalando el simple hecho de que los alumnos (los pibes que estuvieron en las casas y son hijos de millones de argentinos de las más variadas profesiones) no fueron meros espectadores de esa marea de desprecio y violencia. Si se los consideró actores, no fue en su calidad de miembros indispensables de la comunidad educativa, sino como “rehenes” y como “burros”. 

La mala calidad de la educación secundaria es algo que ya no se puede negar. Dejando de lado los eufemismos, apelar al viejo mote y a la “burrez” para designar “el producto que se obtiene después de largos años de educación obligatoria” es pegar y recibir un bofetazo; es hora de que las autoridades responsables y los especialistas se ocupen seriamente de los que está pasando, porque “el producto” son nuestros jóvenes, y que “están burros” significa que el Estado (independientemente de los gobernantes que hayan transitado por sus concretas oficinas) está fallando desde hace años en su obligación de garantizar que se cumpla el derecho a recibir una educación de calidad.

Vivimos cambios de todo tipo: en las incumbencias de los títulos, en las cargas horarias, en los contenidos, en los nombres de las áreas de estudio; se corrieron ejes centrales, se volvió accesorio o periférico lo que no lo era, se cambiaron reglas, se incorporaron otras. Se prolongó la infancia insertando la secundaria dentro de la primaria, se compartieron edificios, se multiplicaron los tabiques de durlock, se mezclaron las edades, los ruidos de los recreos. Llegaron libros nuevos, las netbooks, se invirtió mucho dinero y hoy, ahora, el resultado es que los docentes estuvieron en una larga huelga reclamando a los gritos, el estado de los edificios es desastroso y los alumnos no están calificados para aprobar pruebas o, simplemente, para comprender lo que leen.

Es muy fácil culpar a los docentes de eso, agregar a la agresiva lista el contundente e inverosímil hecho de que no están enseñando. Es simple: la gente continúa imaginando que en las aulas hay profesores de traje y maletín desarrollando temas ante alumnos proljamente sentados. ¿Es que las maestras se quedaron mudas, que el profesor intencionadamente está explicando mal? No hace falta profundizar demasiado en la idea para darse cuenta de que es un disparate.

La imagen del aula estática ya no existe, hoy la tarea de enseñar está mezclada con la de contener. Las aulas del siglo XXI son lugares en donde suceden situaciones que exceden a las explicaciones de los contenidos de las materias. ¿El mal concepto que la sociedad tiene de los docentes influye en la calidad educativa? Sí. ¿Los problemas edilicios? También. “Esta escuela es horrible” no es lo mismo que “nuestra escuela es horrible”, y la mayoría de los alumnos prefiere la primera frase.¿Los problemas económicos que atraviesan las familias, influyen? Sin duda. El “clima del aula” no es el propicio para el aprendizaje. Es cierto. Muchos alumnos creen que aprender no les va a servir para insertarse en el mundo laboral ni para crecer a nivel personal. Los modelos de éxito, realización y “felicidad” no tienen que ver con el saber o ser buenas personas sino con “ser vivos” y “hacerla bien”. “El que la tiene clara” es a menudo el poderoso, y la violencia da poder.

¿Y qué solución hay? Desde mi humilde lugar de docente, daré mi opinión. En primer lugar, el gobierno debe atender ya mismo y con respeto los reclamos docentes, solucionarlos y comenzar a trabajar en lo que quedó planteado, más allá de que el paro haya finalizado. Los funcionarios e intelectuales de la educación deben ponerse a estudiar qué sucede con urgencia. Nuestros alumnos fueron acusados de burros. Personalmente pienso tomar eso como punto de partida: “Chicos, les dijeron burros. ¿Son ustedes peores que los alumnos que no van a las escuelas públicas? ¿Menos inteligentes? No. Podemos ser mejores. Esforzarnos más, aunque haya obstáculos. Estudiar. Involucrarnos. Aprender. Mejorar”. Si cada docente logra que cada alumno reaccione ante esta realidad aplastante que estamos viviendo (y si los docentes pueden dejar de tener 500 alumnos para sobrevivir, si se arreglan los edificios, si los papás se involucran, si mejoran los Consejos de Convivencia, etcétera, etcétera) la calidad educativa mejorará. Basta de guarderías en lugar de escuelas. Basta de simulacros, de fingir que se está enseñando y se está aprendiendo cuando a todas luces eso no es lo que sucede. Este inicio del año lectivo tan diferente puede ser el comienzo de un cambio serio y necesario, depende de un cambio de actitud de la sociedad entera lograrlo.