No sé si a usted le habrá sucedido alguna vez, pero a mí me pasó el otro día. La especialista miraba el monitor de su PC, mientras intentaba explicarle el motivo de mi consulta. La doctora iba embutiendo mis palabras en la caja negra de ese extraño “género literario” llamado historia clínica. Su mala praxis modal –el esbozo de una seriedad oscura durante todo mi monólogo- y su desinterés cuando pretendía narrarle cómo y de qué forma se presentaba mi dolor hizo que mi condición de padeciente (¡Présteme el término por un rato, mí estimado Gabriel Rolón!) trocara por algo inferior: por un momento me sentí culpable de estar enfermo.
En las consultas médicas nos sentimos empequeñecidos y cosificados. Es posible que del otro lado del escritorio encontremos a una persona que, ante su actitud, nos invite a pensar que estamos solos y aislados con nuestras dolencias, acaso sin advertir que el enfermo no tiene atenuantes: somos una carretada de tripas que cada quien empuja como puede, diría el escritor Héctor Rojas Herazo. Por lo bajo, los pacientes confesamos sentirnos “incomprendidos” -aunque conocidos por nuestros doctores-, y subordinados a una chorrera de estudios de protocolo que los galenos –siempre- apuran endosarnos. Pienso en Oliver Sacks, el gran neurólogo inglés: “Los animales contraen enfermedades pero sólo el hombre cae radicalmente enfermo”.
En general, la medicina occidental ve la enfermedad, pero escatima escuchar al enfermo. Atiende sus dolencias, pero no pregunta por su origen privado: el contexto en el que vive la persona; su historia, su experiencia vital. Porque no es sólo una cuestión de empatía profesional, o un asunto de buena voluntad de los médicos lo que le hace falta a las ciencias médicas, el punto está en poder comprender qué significa escuchar al que sufre. El desafío se encuentra en saber qué hacer con las palabras que no tengan que ver estrictamente con el modelo biomédico.
Sin embargo, desde principios del 2007, un grupo de profesionales trabaja sobre la identificación de los profesionales de la salud con las narraciones orales o escritas de sus pacientes. Llaman a este movimiento Medicina Narrativa (MN), según me cuenta Silvia Carrió, magíster en psicología cognitiva y educación (FLASCO) del Hospital Italiano de Buenos Aires. Carrió, co-directora del curso de habilidades narrativas del la misma entidad, señala que “algunos sostienen que el objetivo principal de la MN es recuperar la humanidad en la relación con los pacientes. Sin embrago a mí me gusta más la idea de cultivar la capacidad de apreciar y co-crear historias”. Y agrega: “Desde nuestra perspectiva toda la medicina es narrativa, incluso la que pretende no serlo, porque es una práctica mediada por el lenguaje. La distinción entre una medicina narrativa y otra que no lo es supone que el lenguaje no crea realidades sino que simplemente es descriptivo”.
La medicina narrativa moderna comenzó en EE.UU y se está difundiendo a través de cursos para estudiantes y profesionales, con el objeto de enseñar la práctica de la comunicación y la capacidad de escuchar e interpretar las historias de los pacientes. Autores como Brian Hurwitz y Trisha Greenhalgh sostienen que las narraciones cumplen una función de puente entre médicos y pacientes, y que este canal puede ayudar a acortar la distancia entre saber a cerca de la enfermedad y comprender su experiencia.
La Dra. Rita Charon, referente mundial en MN, afirma que “el que escucha tiene que poder recibir, como una gran vasija de arcilla, todo lo que yo, el paciente, emito. Y esa persona que escucha, si sabe hacerlo, se enterará de algo muy diferente a lo que le informan las respuestas a preguntas como: ¿le arde al orinar? o “¿le falta el aire? Juntos, quien habla, el paciente, y quien lo escucha, el profesional, construirán una narración diferente de la que el enfermo pensó que tenía que decir o de la que el clínico pensó que iba a escuchar. De modo que es una creación activa y, como sabemos acerca de cualquier caso de escritura o relato, el descubrimiento ocurre al decirlo. No sabemos lo que tenemos que decir hasta que haya un receptor que lo oiga”.
Carrió me cuenta que el mayor centro de desarrollo de MN está en la universidad de Columbia, Nueva York y que en los últimos años los profesionales del equipo de Medicina Narrativa con los que trabajó inicialmente han estado en contacto con ese grupo. Con todo surge, inevitable, la pregunta: ¿los médicos en la Argentina están capacitados para recibir lo que una persona enferma tiene para decirles? Para Silvia Carrió la enseñanza de la capacidad de recibir historias suele estar ausente en los programas de formación: “¿Qué lugar tiene hoy en la educación médica el efecto de nuestros juicios? ¿Cómo se trabajan el modo en que las palabras pueden dañar y las posibilidades que se generan mirando desde diferentes perspectivas? ¿Qué peso tienen la necesidad de sentido, el poder de los detalles, la función de las metáforas? ¿Cómo cultivamos la creatividad, la capacidad poética, el don de la presencia? Creo que todos tenemos mucho que aprender de la potencia de los finales abiertos, de la ambigüedad de nuestro lenguaje, la polisemia y la construcción de diferentes posibilidades según nuestras distinciones”.
En un trabajo científico presentado en la revista del Hospital Italiano, Carrió y colaboradores manifiestan que a pesar de vivir en esta época de la “medicina basada en la evidencia”, sabemos que los relatos de los pacientes y de nuestros pares influyen en el quehacer cotidiano. No sólo escuchar las historias de todos los días, sino también leer historias de otros, recurriendo a la literatura, aumenta nuestra sensibilidad, nos ayuda a comprender la percepción de enfermedad de nuestros pacientes y nos brinda otras miradas sobre el impacto que producimos en ellos.
Cuando a Carrió le consulto acerca de la utilización de la literatura de ficción en sus cursos, responde: “Trabajamos con fragmentos de novelas, cuentos, poesías, (no nos parece necesario centrarnos en la enfermedad o el sufrimiento) para despertar ideas, sentimientos, sensaciones. La literatura tiene la ventaja de contar historias singulares y de enunciar quién dice lo que dice, sin pretender tratar de verdades universales”.
De todos modos, conviene agregar algo más en cuanto a cómo lograr describir la enfermedad y poder integrar a esa narración, al enfermo. La MN apunta a que el profesional debe aprender a obtener los significados de la historia clínica -ya sea escrita u oral- para no quedar atrapado sólo en el cuerpo. Hay todo un mundo metafórico (silencios, movimientos corporales, etc.) que es parte de la comunicación y sólo se consigue acceder a ese territorio a través de los distintos tipos de lenguajes. ¿Con qué objetivo? La doctora Charon lo explica: “Los frutos van a ser hemoglobina A1c más baja, mejores controles de la presión arterial, menos cigarrillo, más pérdida de peso, una mejor función luego de la muerte de un cónyuge, claridad acerca de los estudios que se les solicitan: tomar las medicaciones, hacerse un Papanicolau o una mamografía. Ésas serán las diferencias. Y los pacientes se sentirán escuchados, y los médicos estarán contentos”, concluye la especialista.
Tal vez la medicina moderna deba modificar sus paradigmas comunicacionales y, con ello, consiga penetrar la trágica grandeza del destino del género humano.