“Hace un par de semanas, le pegaron un tiro a Cacho. Le robaron el celular, le apuntaron a la cabeza y le dispararon, pero no lo mataron. Cacho tiene una librería escolar a unas veinte cuadras de donde vivo. Tuvo suerte, la bala apenas le rozó el parietal. Estuvo unos días internado en el hospital municipal y luego volvió a su casa. No salió en los diarios. Si lo que le pasó hubiera ocurrido diez años atrás, a lo mejor la historia nos sorprendería y generaría el interés periodístico necesario para convertirla en noticia. Sin embargo, hoy parece no ser novedad que alguien esté dispuesto a matar a otro después de robarle su teléfono móvil. Solo algunos diarios zonales se acercaron a preguntar detalles de lo sucedido. Pero Cacho no tiene ganas de hablar.’Para qué’, dice. Cuenta lo indispensable: a las siete de la tarde de un día cualquiera, cerraba el portón de su casa en un barrio de gente de trabajo del cono urbano bonaerense cuando se acercaron unos chicos a robarle el celular, se lo dio pero no fue suficiente y le dispararon a la cabeza. Nada que, detalles más, detalles menos, no hayamos escuchado antes”.
Claudia Piñeiro
Con el extracto de este texto de la exitosa escritora argentina, se iniciaba un editorial (Horas oscuras) que publicamos en la revista DEF en un ya lejano marzo de 2008. Hace pocos días, y cumpliéndose lo que auguraba aquel texto –solo que con un final más triste– fue asesinado en Quilmes, Carlos Marcelo Fernández Durañona en una entradera en la puerta de su casa. El abogado apenas alcanzó a pedir que no se llevaran a su esposa Verónica durante el robo del auto con el que ella llegaba del trabajo y por toda respuesta recibió un disparo en el pecho y murió en minutos. Su mujer fue liberada en Bernal, previo canje de 500 pesos, 300 dólares y dos computadoras. Esposa viva, marido muerto. Delincuentes casi tan pobres como al principio del raid.