“Una orfandad social y afectiva de muchos jóvenes, que los hace presa fácil de una sociedad que, en su afán de lucro, no tiene límites”. Estas fueron algunas de las duras palabras que usó en su homilía el presidente del Episcopado Argentino, Monseñor José María Arancedo, en la apertura de la 107 Asamblea Plenaria, que reúne a la totalidad de los Obispos y que finalizará el próximo sábado.
La palabra anomia ha ejercido una fuerte influencia en las ciencias sociales contemporáneas. De sus muchas definiciones resumimos: “Es la ausencia de las estructuras del Estado para dar respuestas a las metas de una sociedad”. Tensión y anomia asustan en los procesos que se viven en muchos sectores de nuestra sociedad. La razón de lo que nos pasa es multicausal y sería de un simplismo ridículo concentrar el problema en un punto de una lista que resulta interminable. La anomia es un proceso que se genera en años, es la resultante de una nivelación hacia abajo, de la comprensión por parte de vastos sectores de que el que más se esfuerza y más virtudes tiene de entre ellos, también fracasa. Sin embargo, las palabras de Monseñor Arancedo ante los Obispos son reveladoras, porque critican el lucro sin límite, marcan las diferencias abismales que existen en nuestro país, en este mundo que todos compartimos y que la híper-exposición tecnológica hace imposible siquiera de disimular.
Se sabe que el discurso institucional de la Iglesia, más aquel vinculado a temas sociales, nunca es espontáneo y nace de una profunda meditación. Este en particular resume quizás como nadie cierto descontrol que se percibe y que en muchos casos pierde proporcionalidad y sentido.
En apenas una semana, han ocurrido señales más que dramáticas: el absurdo asesinato de un turista australiano en manos de motochorros en Mendoza; la brutal paliza que en Hudson padeció la pequeña Kiara, una niña de ocho años en manos de un grupo de varones de apenas diez. Se suma además, la inexplicable muerte a golpes de Nayla Cofreces (17 años) a la salida de su escuela en Junín y en manos de otras compañeras de curso, ante la mirada indiferente del resto.
Apenas una muestra representativa de que algo grave, muy grave está pasando. Un grado de intolerancia que nos acerca a grados de descomposición poco conocidos en nuestra sociedad. Hay violencia en el ambiente, hay violencia en la calle y en la TV, hay violencia en sectores políticos, sociales y sindicales. La palabra muerte se lanza y escucha con facilidad, sea por el negocio de la basura en un municipio, sea en cualquier esquina ante el desparpajo y la virulencia de los “trapitos” adolescentes que te exigen cualquier cosa con mirada extraviada por la indigencia y el paco.
No será en esta breve columna donde dilucidaremos qué nos pasa, qué ocurre con una sociedad partida en dos que descarta de plano a la otra mitad, que carece de diálogo y del tendido de cualquier puente que vincule las partes, los puntos de vista, la diversidad en la mirada. Hoy se enfrenta el fenómeno de la violencia y del narcotráfico desde murallas acorazadas, donde los garantistas (pro Zaffaroni, para abreviar el texto) y los partidarios de la mano dura, se miran desafiantes mientras la calle, el barrio o la escuela es tierra de nadie. En un mundo real donde “ser dueño de la verdad” es solo un lujo para adolescentes, se ven a diario adultos con actitudes carentes de todo crédito. Actitudes que evitan la mirada del otro, la posibilidad de enriquecer su propia postura, en pos de lograr el punto justo y el equilibrio necesario.
De esa sociedad desquiciada nace este estado de tensión y anomia, que genera peligrosos diagnósticos y que nadie quiere imaginar ante un eventual escenario que provocaría, por ejemplo, una profundización importante de la crisis económica. Creo, sin embargo, que casi cualquier postura política, aceptaría admitir que infinidad de sectores básicamente urbanos –y no ya solo de las grandes urbes– empieza a sentir el peso demoledor de cierta falta de expectativas sobre su futuro y el de sus hijos. La brecha entre ricos y pobres, las diferencias sociales y educativas se vuelven absolutamente brutales en un mundo hipercomunicado. Ese desarrollo exponencial de los medios genera a cada momento más y más necesidades, necesidades que no pueden ser satisfechas y que multiplican la desazón y el resentimiento. De ahí al alcohol cada vez a edad más temprana y el inmediato paso a la droga y a su dependencia. Estos pasos fueron dados por muchísimos grupos sociales y ante esa situación, quienes aún no cayeron al precipicio empiezan a tener gestos de autodefensa, un camino sin duda equivocado. Observar a linchadores y a quienes los observan sin hacer nada es ver las escenas de lo peor de la especie humana, una jauría descontrolada que ajusticia fuera de toda regla social. Ante un lumpen cada vez más violento, surgen grupos atemorizados y dispuestos a defenderse, es un diagnóstico triste y lamentable que ya generó en otras sociedades la aparición de milicias o grupos paramilitares, esos que actúan por fuera del poder soberano del Estado. ¿Muchos piensan que estamos lejos de eso? Seguramente, pero cuando se está cerca detenerlo es imposible.
Si analizamos la diferencia entre ricos y pobres en Dinamarca y Noruega ésta es de cinco a uno, es decir que los ricos tienen cinco veces más que alguien considerado pobre, ese es un dato. En la Argentina, donde nunca nos ponemos de acuerdo, será según quien lo mire de veinte a uno o de cincuenta a uno. ¿Importa?
La desigualdad, la ostentación del lujo, la creación de necesidades ficticias y la indiferencia por los que menos tienen conforman un cóctel explosivo. Una bomba inestable que una chispa vuelve una guerra de todos contra todos.