Todo pasa, todo llega

En 1982, nadie podría decir que las cosas estaban muy en orden, tambaleaba la Junta Militar en el gobierno, el sindicalismo pensaba que ya era hora de romper “los pacos” con los militares, el gobierno intentaba afirmarse de cualquier manera, y la economía se iba al diablo en cualquier momento, casi considerando al diablo como un “buen destino”.

Malvinas fue una idea loca, una patriada disparatada, con fuerte dosis de improvisación bien argentina y con el apoyo de algunos de nuestros sabios diplomáticos (nunca olvidarlo). También fue un hecho cuyas ambivalencias irían derecho al libro Guinness. De todos estos factores surgió una guerra que un par de meses antes no estaba en la cabeza de nadie, de ahí también surgió una pantalla de televisión dividida (en la imaginación, ya que la tecnología no existía) donde veíamos en simultáneo las malas noticias de Maradona en el mundial de España y las malas noticias (muy disimuladas) de una batalla contra los ingleses perdidosa, impiadosamente perdidosa. Estos múltiples disparates corrieron en forma transversal a lo largo de nuestra sociedad, el mundo siguió andando como si el Estado realizara una guerra fuera del Estado, ocurrió en todos lados, pero me permito detallar lo del Ejército por haber sido protagonista de este tipo de desatinos.

En aquella época era Instructor del Colegio Militar y se me consideraba, como a otros tantos, “imprescindible” para formar a los cadetes que se educaban allí. Dentro de tanta inconsistencia, también se hizo egresar de 4º año de ese Instituto a jóvenes aún adolescentes un año antes; algunos de ellos terminaron en Soledad o Gran Malvina, dando una batalla para la cual no estaban preparados. Parece innecesario agregar más datos, sin embargo, aún mantengo la esperanza de que alguna vez estemos en condiciones de ver toda esta historia en un marco de objetividad. Esta guerra fue seguramente un gravísimo error de conducción, que evitaré analizar aquí por inoportuno y por falta de espacio. Tampoco revisaré las mezquinas intenciones de Fuerzas Armadas involucradas en un teatro de operaciones insular para el que jamás estuvieron preparadas. La política y la estrategia fueron patéticas, nadie podría dudar de eso, y nada de ello podría haber sido arreglado ni por soldados ni por marineros, ni por pilotos en el terreno, en ese lugar táctico donde los errores de la conducción superior no pueden ser reparados jamás. 

Solo comentaré una pequeña anécdota de unos días previos al final de la guerra: por esas misteriosas cosas del destino, las cartas provenientes de las Islas tardaban semanas o meses en llegar, o dos días, como en este caso. A horas de la derrota recibí una de uno de mis hermanos de la vida más queridos, siempre discreto, siempre valeroso y siempre caballero, que decía lo siguiente: “Esta guerra de mierda está perdida, solo de mirar lo que veo no tengo ninguna duda, en este momento sale un contraataque desde Puerto Argentino, sin cobertura aérea y caminando, los soldados llevan sus bolsones al hombro porque no hay mochilas, y no podrán con el frío en la noche”. En ese momento, estúpidamente pensé: “Está deprimido, vive una hora de bajón”… tonterías. Visto hoy, ¡lo único cierto es que fuimos a la guerra sin mochilas! Sólo por este detalle, cualquiera que haya portado armas, sabrá del nivel de improvisación y de falta de equipamiento del que estamos hablando.

Me permitiré también en este aniversario una infidencia imperdible, espero que haya prescripto, porque de mí no se obtendrán más datos. Solo diré que la considero verídica como si la hubiera vivido. Me contó un gran amigo del círculo más cerrado del general Menéndez en Malvinas (a cargo de la gobernación y de las operaciones militares en las Islas) que un miércoles por la tarde, y en medio de una crisis, este pidió una urgente comunicación con el general Galtieri. Doy detalles de lo del miércoles por la tarde, porque históricamente en el Ejército, ese día, siempre fue franco para trámites personales y otras cuestiones familiares. Bien, establecida la comunicación, le dijeron al general Menéndez que solo podían comunicarlo con el personal de turno, justamente porque era franco y quedaba ese personal para cualquier contingencia. Me contó mi viejo confidente que esa fue la única vez que lo vio a Menéndez con un ataque de histeria… Usted, que lee esto, ¿no hubiera tenido la misma reacción?

La única verdad es que en pocos días ya no hubo cobertura aérea, todos nuestros helicópteros fueron destruidos, nuestros barcos no tenían posibilidad de enfrentar la capacidad nuclear del enemigo, los satélites norteamericanos pasaban información de todas nuestras posiciones a los ingleses, ellos tenían naves a pocos kilómetros y podían asistir a heridos o ateridos por el frío, disponían de equipamiento térmico y, dentro de sus capacidades irrestrictas en el control aéreo, podían colocar a las espaldas de cualquier posición argentina, las propias. Existen mil detalles más, pero solo con estos es dudoso imaginar en el siglo XX la posibilidad de una batalla más dispar, todas incluidas, Vietnam, incluida. Combatimos absolutamente aislados, combatimos contra la fuerza de la OTAN, combatimos contra el apoyo satelital de la primera potencia del mundo y, a pesar de todo ello, nos hicimos de una parte de la flota más importante del mundo.

No lloramos ni nos lamentamos, seguramente hubo mucho más errores y de todos nos hacemos cargo. Solo pedimos respeto, el respeto que muy dignos soldados que fueron nuestros enemigos de entonces, siempre nos prodigaron. 

Todo pasa, todo llega…