Crisis no, guerra

La Yihad global, con su alto contenido de terror y las previsibles consecuencias de su profunda xenofobia y autoritarismo, en nada se parece a una crisis, palabra cuya definición alude a un cambio súbito y violento pero acotado a un lapso de tiempo breve y determinado. Cuando hablamos de yihadismo, lo cierto es que se trata de un ataque global y poco importa si se llama Al Qaeda, Estado Islámico (EI) o Boko Haram, organizaciones que acarrean la muerte no solamente a Siria, Irak, Libia, Nigeria, Pakistán o Afganistán, sino a todo el mundo. Charlie Hebdo, el semanario víctima de un atentado en París que se cobró 17 víctimas y provocó la mayor marcha pública desde la Segunda Guerra Mundial, es prueba de ello, porque no hizo otra cosa que traer a cada una de nuestras casas la irrefutable prueba de que el terrorismo internacional no es una simple crisis, sino una verdadera guerra, y que, tal como manifestó el Ministro de Defensa francés Jean Ives Le Arian, “una guerra que será larga” y para la cual debemos prepararnos. Continuar leyendo

Sangre en las redes

No hay duda de que la aldea global tomó nota de la moda de decapitar, propia de la Edad Media, pero ahora en manos de las redes sociales del siglo XXI. En estas horas, rodó hacia afuera de la cárcel la cabeza del interno Aníbal Silva, lanzada por otros presos en un motín ocurrido en el estado de Amazonas en Brasil, replicando como un espejo de terror los actos de los grupos yihadistas que hacen furor en Internet.

El EI (Estado Islámico) reinició su raid hace pocos días con el asesinato a sangre fría del periodista estadounidense Steven Sotloff, quien se encontraba cautivo de ese grupo desde hacía un año, luego de ser secuestrado en Siria. Tiempo atrás habían sidos difundidas las imágenes de una similar ejecución de un soldado kurdo en Masul, ciudad de Irak, ocupada desde mayo por las milicias del EI.

Como si sus acciones no bastaran, se han sumado las declaraciones de la británica Sally Jones, que ocupan la primera plana de los medios y la atención de toda la contrainteligencia occidental. Ella, de 45 años y ex rockera, manifestó antes de huir con su nueva pareja yihadista de 20 años: “Tengo imperiosas ganas de decapitar cristianos con un puñal desafilado”. A partir de ese allí, abandonó a dos hijos con rumbo a Raqqa (Siria) y ya viste las tradicionales ropas con su velo negro y cambió su nombre por el Sakinah Hussain. El caso no es psiquiátrico y eso, justamente, es parte del grave problema en estudio debido a sus imprevisibles consecuencias. Sally Jones, del rock en Londres a integrarse al terrorismo en Siria.

Las decapitaciones y las crucifixiones, los juicios fugaces y las ejecuciones sumarísimas, la tortura y el esparcimiento de cuerpos desmembrados por doquier son las señales que el grupo terrorista EI le ha enviado al mundo entero a lo largo de muy pocas semanas. Dicho grupo hace gala de un primitivismo furioso, el que combina con una extraordinaria idoneidad en el manejo de las redes sociales, los hashtags, el twitter y los foros propios, de Facebook y de las cuentas de cientos de miles de individuos anónimos, entusiasmados con esta incomprensible sinrazón.

La carta de presentación de este particular grupo terrorista es tan antigua como el propio mundo, pero resulta novedosa en el siglo XXI, cuando la aldea global se jacta de su sofisticación, de su inteligencia artificial, de sus softwares aplicativos, de sus drones, de sus satélites y de los miles de adelantos que hoy sorprenderían al mismo Ray Bradbury.

Desde el profeta Mahoma y sus sucesores en el Califato, durante siglos se consideraron “Estados islámicos” a aquellos países cuyos códigos o cuerpo de derecho respondiesen a la sharía-al-islamiya (“código o Senda del Islam”) que, a diferencia del Corán, no es un dogma indiscutible. Por el contrario, la sharía es materia interpretativa por ser fruto de la tradición y no emanación directa del Profeta. Se interpretan, a través de ella, los criterios morales, las normas de culto, el código aceptado de conducta y las reglas, en general bastante estrictas, que diferencian lo que está bien de aquello que está objetado. No incluye solo la orientación de la religión, sino que rige también los actos cotidianos, muchos de ellos sometidos a rígidos tribunales de justicia.

La denominación “Estado Islámico”, respetada por siglos, se altera en el 2003, cuando toma ese nombre un grupo terrorista próximo a Al Qaeda en épocas de la invasión a Irak, que fue responsable de miles de muertes durante el conflicto y que se radicaliza mucho más a partir del estallido de la guerra civil en Siria. En el 2014, el grupo se independiza de su vínculo principal (Al Qaeda) e inicia acciones autónomas que se destacan por la violencia demencial basada en una estrictísima interpretación de las leyes del Islam. Autoproclamado el Califato, con soberanía sobre un basto territorio en Siria e Irak, el grupo de fanáticos liderados por Abu-Bakr al-Baghdadi busca expandirse hacia los Estados que circundan la región, incluyendo obviamente el territorio de Israel, arrasando con cualquier otra expresión de fe que se aleje de su fanatismo.

¿De qué manera el grupo yihadista “Estado Islámico” (EI) –antes conocido como “Estado Islámico de Irak y el Levante” (EIIL o “ISIS” en inglés)– logró la atención mundial, incluso opacando el gigantesco aparato militar y propagandístico de Al Qaeda? Lo hizo de una manera horrenda y salvaje, pero bastante económica en términos de recursos materiales. No precisó de una infinita logística, de años de operaciones de inteligencia, ni de infiltrar “topos” en territorio enemigo, como tampoco de inversiones extraordinarias, para lograr su 11-S. Con esto no queremos contradecir las palabras del secretario de Defensa de EE. UU., Chuck Hagel, en cuanto a que “son muchos más que un grupo terrorista, poseen una sólida estrategia y están extremadamente bien financiados”. Sin embargo, su preeminencia en las noticias internacionales nace de escenas propias de películas de terror clase B en las que se exhibe una crueldad insoportable, promoviendo asimismo ese morbo tan conocido en la especie superior de la naturaleza, es decir, nosotros los humanos.

La perplejidad es común, tanto en funcionarios de máximo nivel como en expertos en terrorismo, incluso en el público en general, al observar ejecuciones perversas como la del periodista James Foley. Esa perplejidad incluye también la confirmación de la nacionalidad británica del verdugo y el reconocimiento de que miles de jóvenes europeos occidentales son seducidos por la guerra santa de Medio Oriente, donde hacen inteligencia y combaten a favor de la instalación del Califato Islámico en Siria e Irak. Su conversión, posterior fanatización y radicalización extrema son producto de un trabajo de años sobre inmigrantes de tercera o cuarta generación, desilusionados de Occidente y, en general, con la peor de las características de todo converso, como es redoblar la apuesta, buscando la aceptación de aquellos responsables de su nueva identidad.

Mientras las redes se inundan de cabezas decapitadas, de niños que juegan con ellas y de individuos que desafían el mínimo decoro por la humanidad entre miembros seccionados, quizás Adbel Majed Abdel Bary resuma en su persona las máximas preocupaciones que hoy desvelan a los gobiernos y a los servicios de inteligencia occidentales. Él es el sospechoso sindicado por la inteligencia británica de la brutal muerte del periodista James Foley. Él es quien pronuncia en perfecto inglés la frase “ya no luchan contra una insurgencia, somos el Ejército Islámico”. Adbel es un joven de 23 años, ex cantante de rap y con domicilio familiar en Londres, que se radicalizó abandonando la ciudad y su futuro musical por amor a Alá. Resurgió en Siria y hoy su rostro recorre el mundo como el responsable del brutal asesinato.

Este ejemplo es uno entre miles, increíblemente, la crueldad extrema descripta aumenta la capacidad de reclutamiento en el mundo árabe, pero también en las comunidades musulmanas que viven en Occidente. Hay una atracción adictiva en esta situación que bordea la locura y es posible imaginar, entre otros, dos escenarios probables.

El primero escenario hipotético es que esos miles de jóvenes europeos y de otros países desarrollados, luego de su peregrinar por Siria y otros estados radicalizados, vuelvan a sus países, de los cuales son nativos, fanatizados al extremo y transformados en potenciales “bombas humanas”. Un escenario aterrador de estas características es ejemplificado de manera extraordinaria por la aleccionadora y premonitoria serie americana Homeland, muy recomendable por cierto, y cuyo tema central es la conversión y el martirio por la causa árabe.

La segunda probabilidad es la posible gran debilitación de la resistencia de quienes enfrentan este ataque cruel, calculado y eficaz. Usar el terror extremo tiene mil ejemplos a lo largo de la historia, pero alcanza con citar a los Hunos como patrón de este compoartamiento. Estos nómades de Mongolia iniciaron una migración hacia el Oeste a órdenes de su líder, Atila (453). Eran valerosos y tremendamente feroces, estaban habituados a combatir montados y arrasaban todo a su paso, al punto de provocar grandes migraciones, ya que por su fama y violencia hacían huir a poblaciones enteras que no presentaban batalla ante estos invasores. Ellos, como tantos otros dispuestos absolutamente a todo, lograron en determinado momento cambiar el destino del mundo en que vivían.

Hoy, la desesperanza, el odio, la mística del martirio religioso y la búsqueda de la redención acercan a muchos a unirse a la Yihad en la convicción de poder general el cambio radical de sus destinos, dejar de ser “uno” para formar parte de un todo cuyo proyecto es salvar el mundo. Mientras muchos otros millones que deben enfrentarlos les temen más allá de la propia razón.

¿Cómo combatir este monstruo de mil cabezas que tanto se parece a la mitológica y despiadada Hidra de Lerna, cuya virtud era regenerar dos cabezas por cada una que le era amputada? Ese es el verdadero desafío para el que los principales líderes mundiales aún no tienen respuesta.