En los últimos tiempos, diversos dirigentes políticos pusieron sobre la palestra la presunta necesidad de declarar imprescriptible la acción penal sobre los sujetos imputados por delitos de corrupción administrativa. La sucesión de gobiernos cuyo final se ve envuelto en una marea de corruptelas diversas ha generado un intenso reclamo social, y la respuesta política parece vincularse con la derogación del instituto de la prescripción respecto de tales delitos.
Debo adelantar que tal propuesta es un disparate jurídico de proporciones. Es cierto que la jurisprudencia internacional penal ha declarado imprescriptibles los delitos de lesa humanidad como el genocidio, pero el fundamento de tal imprescriptibilidad se basa en la profundidad y generalidad del daño causado, y es relativo a las altas penas que les correspondería. Digamos que si por un homicidio simple pueden corresponder 25 años de prisión, un genocidio requiere el homicidio de muchas personas, y que se fundamente en razones religiosas o étnicas o políticas o raciales, es decir consistiría en una suma de homicidios agravados penados con prisión perpetua, por ende si la prescripción operase transcurrido del tiempo del máximo de todas esas condenas sumadas no operaría jamás.
Antes de continuar hay que profundizar sobre el origen, espíritu y naturaleza de la prescripción. Dicho instituto se basa en la necesidad de certezas jurídicas para los justiciables. El Estado tiene una herramienta punitiva extraordinaria consistente en la sanción penal y su aplicación, pero en el estado de derecho los poderes encuentran siempre límites y uno de estos es el temporal. Habiendo cometido una persona determinado delito, y luego transcurrido todo el plazo de una eventual condena sin cometer otro, y siendo en esta hipótesis que el Estado se mostró incapaz de determinar en ese lapso las responsabilidades del caso, sería ilógico que el Estado traslade a los particulares el costo de tal incapacidad, creando un estado de inseguridad jurídica eterno, que resulta repulsivo a cualquier concepto de Justicia.
De hecho, la noción de “plazo razonable” de un proceso podemos encontrarla en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y en el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, todas convenciones internacionales incorporadas a nuestro cuerpo constitucional en la reforma de 1994. Por ende, en caso de intentar derogar el delito de prescripción de nuestro ordenamiento para los delitos de “corrupción”, debería modificarse la Constitución Nacional.
Ahora bien, al margen de tal impedimento, deberíamos analizar la razonabilidad de la iniciativa. En principio los delitos de corrupción administrativa son socialmente lacerantes de modo masivo. Es decir, en tal aspecto resultan similares a un genocidio, puesto que el dinero común mal habido por unos pocos, resulta una perdida sustancial en los derechos de muchos, que concluyen en muertes por deficiente atención médica, carencia de expectativas por falta de educación, o deficiencias de por vida por no haber incorporado los alimentos adecuados.
No obstante, dichas consecuencias son mucho más indirectas que en el caso del genocidio. Por otro parte ¿cuánto más dañoso para la sociedad es un acto de corrupción que la violación de una menor o el homicidio de un anciano? Y sin embargo ambos delitos prescriben. En principio podría creerse que solo se trata en tales casos, de un particular damnificado y no de toda la sociedad, aunque también puede leerse que tales actos nos afectan a todos.
Siguiendo la lógica de la masividad del daño, ¿por qué sería imprescriptible un “prevaricato” y no lo sería una “traición a la patria”? O en todo caso ¿por qué sería imprescriptible una “negociación incompatible con la función pública” y no lo sería alzarse en armas contra los poderes constitucionales? Parece carecer de toda lógica jurídica y tratarse de un abuso propagandístico de quienes proclaman la idea.
De hecho, el legislador ha encontrado como mucho más grave un “homicidio simple” que un “incumplimiento de deberes de funcionario público”, puesto que lo ha penado con mucha más severidad en cuanto a los montos de condena. ¿Cómo podemos seriamente pretender transformar en imprescriptible un delito cuya pena mayor alcanza los dos años de prisión?
Bien posible resulta incrementar las penas para tales delitos de corrupción y con dicho incremento, se prolongaría de hecho el plazo de la prescripción de los mismos, otorgando así más tiempo a la Justicia para hacerse de las pruebas necesarias.
Pero lo más efectivo sería generar los mecanismos para contar con una Poder Judicial activo y eficiente para dilucidar los casos de corrupción, menos influido por el poder político, menos preocupado por seguir los tiempos de otros poderes; en síntesis, más independiente. Un Consejo de la Magistratura con concursos totalmente transparentes, y procesos de sanción y destitución que juzguen adecuadamente los desempeños, al margen si se investigó a tal o a cual. Lo que es necesario es madurez institucional y una sociedad preocupada por alcanzar tal madurez, como requisito sine qua non para el desarrollo social y económico.
En tanto, los políticos que utilizan discursos con propuestas inaplicables, basándose en las necesidades sociales para abusarse de la buena fe del pueblo, haciéndole creer que es posible algo que no lo es, flaco favor le hacen esa imprescindible madurez.