Hay temas que han rebasado el estigma y ahora están en boca de todos. El cáncer, por ejemplo, sigue siendo una dolencia complicada. Sin embargo, ahora es más fácil compartir sentimientos, por la compasión generalizada de la tribu. Sí, de la tribu, que al final sigue siendo nuestro estilo de relacionarnos en colectividad.
Mientras eso sucede, familias completas siguen sumergidas en el silencio y el dolor por no atreverse a compartir su batalla mental por una vida digna, productiva y con sentido. Las enfermedades mentales siguen arrastrando un fuerte estigma que provoca aislamiento, detección tardía de síntomas y falta de atención.
Hace solo unos días asistí en Houston a la Conferencia Anual de Sardaa, la asociación sin fines de lucro que ayuda a pacientes y familias afectados por la esquizofrenia y otras enfermedades. Allí pude conocer a padres, hermanos y amigos que han perdido a seres queridos por el suicidio. El encuentro fue una unión desde el dolor y la solidaridad, pero sobre todo desde la esperanza.
Hablar en público de mi historia familiar sobre la esquizofrenia me costó 43 años. Mi mayor miedo fue perder el control de la mente, debido a los suicidios de mi abuelo paterno, mi tía y el intento de mi padre. A los 15 años me tocó visitar a mi padre en un hospital psiquiátrico, después de haber recibido electrochoques. A esa edad, sin tener ningún tipo de recurso emocional para enfrentar las circunstancias, pedí a Dios un milagro de cocreación de mente y cerebro sanos, para no seguir los patrones que veía en el espejo. Continuar leyendo