Después que pase el júbilo por la llegada a Cuba de los tres espías presos en Estados Unidos, cuando los medios oficiales terminen su campaña de panegíricos y se apaguen las luces montadas en las tribunas para que los agentes escuchen el aplauso del pueblo, el gobierno comandado por el General Raúl Castro deberá trazar planes de futuro.
Un futuro ignoto. Todavía el embargo económico y financiero de Estados Unidos tendrá que afrontar una auténtica batalla legislativa en el Congreso.
Pero, por orden ejecutiva del presidente Obama, el Estado cubano puede comprar mercaderías estadounidenses a empresas radicadas en el extranjero y hacer negocios en materia de telecomunicaciones que permitan al cubano de a pie conectarse a internet a precios asequibles.
De una forma u otra, cuando tuvieron dinero a mano, las empresas estatales siempre compraron mercancías en Estados Unidos. Si usted recorre las tiendas habaneras por divisas, encontrará electrodomésticos made in USA, manzanas de California y Coca-Cola.
A partir de ahora, adquirir productos a 90 millas será más simple. Se podrían comprar cientos de ómnibus GM para mejorar el pésimo transporte urbano de pasajeros. También miles de ordenadores Dell o HP para que las escuelas cubanas renueven su equipamiento y puedan acceder a internet. Excepto las universidades, el resto de los colegios públicos no tienen conexión a la red.
Solicitando una licencia, se podrán comprar toneladas de medicamentos para combatir el cáncer infantil, que la propaganda gubernamental nos contaba que debido al riguroso embargo resultaban inaccesibles.
También azulejos, muebles sanitarios y materiales de construcción de calidad, para que la gente pueda remozar sus desvencijadas viviendas.
La lista de lo que puede hacer el gobierno para mejorar la calidad de vida en Cuba es amplia. Curiosamente, la prensa estatal no ha publicado una línea sobre la hoja de ruta diseñada por Obama que benefician a los cubanos.
Del régimen no se espera otra cosa que intolerancia e inmovilismo hacia la oposición. Aceptemos que continuarán los palos, maltratos y linchamientos verbales a la disidencia pacífica.
Pero esperemos que a partir de enero de 2015, la autocracia verde olivo trace una estrategia para que los cubanos puedan vivir en un “socialismo, prospero y sustentable”.
Esto pasa por construir no menos de cien mil viviendas anuales. Reparar los destruidos hospitales y policlínicos. Aumentar la producción de frijoles, viandas y frutas, entre otros.
A lo mejor en las mesas aterriza por fin el prometido vaso de leche, para cada día desayunar como dios manda. La boca se le hace agua a muchos pensando en la venta a precios asequibles de carne de res, camarones y pescado.
Puede que finalmente se rehabilite el añejo acueducto que de acuerdo a informaciones oficiales, provoca que el 60% del agua potable no llegue a su destino.
Y es probable que a un banco estadounidense se le pueda pedir un préstamo destinado a la construcción de viviendas en los más de 50 barrios insalubres existentes en La Habana.
Muchos esperan que Castro II no ponga ahora cortapisas para que los trabajadores particulares puedan negociar directamente una línea de crédito con instituciones financieras de Estados Unidos.
Y de paso, amplíe la Ley de Inversiones Extranjeras, autorizando a los cubanos de la Isla a invertir en pequeñas o medianas empresas.
Por supuesto, después de hacer las paces con el enemigo, deben derogarse los costosos trámites que pagan los cubanos residentes en el extranjero cuando visitan su patria.
Ya en la acera del enfrente, los perversos yanquis no están al acecho, amenazando a la pequeña isla del Caribe, solo por escoger un modelo político diferente.
Entonces ya se puede legalizar que los compatriotas del exilio tengan derecho a la doble ciudadanía, votar en elecciones locales y postularse al aburrido y monocorde Parlamento local.
A fin de cuentas, son pocos “los mercenarios” como Carlos Alberto Montaner, Raúl Rivero o Zoé Valdés, si se comparan con la inmensa mayoría de emigrados que, según el régimen, claman por el fin del embargo y relaciones pacíficas entre las dos naciones.
Se acabó el trillado argumento de país acosado. Ahora Estados Unidos es un país hermano. Un vecino que desde el siglo XIX compartió con los mambises su derecho a la emancipación de España, según contaba emocionada una periodista del noticiero de televisión.
Por efecto dominó, pronto debe bajar el precio de la leche en polvo y el “impuesto revolucionario” al dólar que en 2005 le puso Fidel Castro.
Cualquier mañana de 2015, nos despertaremos con la noticia de que en las tiendas en moneda dura se dejarán de aplicar los aberrantes gravámenes de hasta un 400% a las mercancías.
También se espera que el Gobierno revise los precios estilo Qatar en la venta de autos. Y que la hora de internet en las salas de Etecsa sea la más barata del mundo, ahora que nos podremos conectar a cables submarinos estadounidenses que bordeen las costas cubanas.
Como los cuentapropistas no son delincuentes ni “contrarrevolucionarios”, es deseable que el magnánimo Estado los escuche e implemente una reducción de los absurdos impuestos. Esta vez, de seguro, se abrirá el solicitado mercado mayorista para los dueños de negocios privados.
Y, probablemente, con prisa y sin pausa, se estudie el aumento de los salarios a los trabajadores, a ese 90 y tanto por ciento que en 2002 votó a favor de la perpetuidad del socialismo fidelista.
Como Raúl Castro está convencido que con ciudadanos como los cubanos la revolución puede extenderse 570 años más, se supone que en la parrilla de salida ya debe estar un aumento sustancial de las jubilaciones a nuestros sufridos ancianos, los grandes perdedores de las tímidas reformas de pan con croqueta.
Las nuevas reglas de juego ponen a prueba al régimen.
Ahora se verá si es el embargo el culpable de que la carne de res y los mariscos estén desparecidos de la dieta nacional desde hace más de medio siglo. O si es el sistema.
Concedámosle a los autócratas un plazo de cien días para implementar mejoras en la calidad de vida de los cubanos. El reloj ya echó andar.