No siempre tener buenos argumentos justifica actuar pisoteando la jurisdicción de una nación extranjera. La mentalidad de Guerra Fría aun está latente en la manera de actuar de ciertas instituciones estadounidenses. Si un gobierno cree en la democracia y las libertades políticas, no debe de andar ocultándose para apoyar de manera pacífica a los demócratas de países autocráticos como Cuba.
El desempeño de la USAID en el caso del contratista Alan Gross, encarcelado por introducir clandestinamente equipos satelitales de conexión a internet o el Zunzuneo, el llamado twitter cubano, ha estado lastrados por la falta de transparencia y profesionalidad.
La libertad de expresión, información y acceso a internet son derechos inalienables de cualquier ciudadano. Si el gobierno de un país se lo niega, no es delito punible permitir que de una forma u otra la persona pueda informarse.
Las sociedades autoritarias y verticales como la cubana poseen un racimo de normas que les permite manejar a su antojo el flujo informativo. Ese control les posibilita gobernar sin sobresaltos, manipulando opiniones adversas u ocultándolas.
La Casa Blanca puede implementar políticas que contribuyan a que los cubanos tengan diversas fuentes de información. Pero con transparencia. Y no diseñando estrategias que pudieran interpretarse como injerencia.
Es positivo que en la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana funcionen dos salas de navegación gratuita por internet, a las cuales puede ir cualquiera, sea o no disidente.
La política de Washington hacia Cuba suele ser pública y transparente. En internet, no es difícil encontrar la ayuda o dinero otorgado a grupos opositores en la isla. Una buena manera de enterrar esa manía obsesiva por el espionaje y el misterio.
Debe ser una meta de Estados Unidos que la programación de Radio Martí cada vez sea más amena, analítica y profesional. Desde los años 60, el régimen cubano utiliza a Radio Habana Cuba como un instrumento para vender sus doctrinas en países foráneos.
Con los petrodólares del difunto Hugo Chávez, se creó Telesur, televisora dedicada a difundir y apoyar sin tapujos a lo más rancio de la izquierda latinoamericana. Están en su derecho.
Pero también debiera respetarse que cada persona, según sus criterios, pueda acceder libremente al canal televisivo que desee, escuchar la estación radial de su preferencia y leer sus periódicos y sitios digitales favoritos.
Para la autocracia verde olivo, el 21 es un siglo de lucha ideológica. Y ha orquestado una campaña denominada ‘batallas de ideas’. Pero en el panorama nacional, las opiniones divergentes con la línea oficial no son aceptadas.
Las antenas por cable son ilegales. Internet tiene precios inalcanzables para la mayoría de la gente de a pie. Diarios extranjeros o libros críticos con el statu quo son censurados. Solo queda escuchar la onda corta. O sentarse en el bar de un hotel, gastar cuatro dólares para beber un mojito y ver CNN en español. Incluso la censura va más allá de la política.
Aunque es justo reconocer que Raúl Castro ha permitido que los cubanos puedan ver de forma diferida un partido de la NBA o MLB, todavía son vetados los juegos de béisbol donde participan peloteros de la isla.
Sucede igual en el campo literario, intelectual y musical. Al cantante Willy Chirino, al compositor Jorge Luis Piloto, al poeta Raúl Rivero, al columnista Carlos Alberto Montaner o a la escritora Zoé Valdés, se les prohíbe actuar o visitar su patria por ser anticastristas convencidos.
Los hermanos Castro padecen de una rara manía: se consideran dueños legítimos de la nación. Y saben venderse como víctimas. No pocas veces, instituciones estadounidenses o europeas, con su mentalidad de Guerra Fría, les proporcionan las municiones.