El delgado equilibrio del plan de Alfonso Prat-Gay

Recientemente, el ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay, presentó su programa económico para los próximos cuatro años. En primer lugar, vale la pena destacar que, frente a la pésima calidad de las políticas implementadas por el kirchnerismo, representa un salto cualitativo enorme, ya que por los menos, desde el vamos, los números presentados guardan la consistencia formal en lo contable. Sin embargo, a la luz de su estrategia para la salida del cepo, ello nos condena a una política económica de baja calidad, la cual se caracteriza por un bajo crecimiento, una lenta reducción de la tasa de inflación y la toma de riesgos importantes en el plano monetario y financiero.

 Caracterización del programa

En cumplimiento de las promesas de campaña, se reduce la presión fiscal en 1,3% del PIB, al tiempo que se encara una reducción del gasto público de 2,3% del PIB, lo que permitirá mejorar el superávit fiscal en 1% en el 2016 y luego mejoraría en un 1,5% año a año hasta el 2019, para llevar el déficit primario de 5,8% del PIB a 0,3% del PIB. Al mismo tiempo, dicha dinámica, para el resultado primario, implicaría que el déficit fiscal global arranque en niveles cercanos al 7% del PIB y caiga gradualmente hasta el 3,4%. Si bien poco más de la mitad de deuda está en manos de agencias públicas y parte será financiado por el Banco Central (BCRA), implica una carga financiera del 7% del PIB (unos 30 mil millones de dólares anuales) que requerirá de un muy buen trabajo para que el programa llegue a buen puerto.

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El extraño caso del Dr. Wicksell y Mr. Keynes

Tal como señalara Axel Leijonhufvud en “La conexión Wicksell”, la teoría del mecanismo de la tasa de interés es el centro de la confusión de la macroeconomía moderna. Hasta que a mediados del siglo XX Milton Friedman reviviera a la Teoría Cuantitativa formulada por Hume y perfeccionada por Fisher, la macroeconomía dominante se sustentaba en la base del esquema ahorro-inversión inspirado por el sueco Johan Gustaf Knut Wicksell. Así, la vertiente sueca con Cassel, Lindhal, Ohlin y Myrdal basada en los fondos prestables, la escuela de Cambridge de Inglaterra con Hawtrey, Robertson y Keynes (el del tratado sobre el dinero de 1930) con apoyatura en los especuladores financieros y la teoría del ciclo de origen crediticio austríaca de Mises y Hayek, tienen su origen en la contribución de Wicksell. Es más, las familias keynesianas posteriores a la “teoría general” de Keynes son descendientes de dicho enfoque.

La idea básica es muy simple. Las decisiones de ahorro (postergar consumo presente a cambio de un mayor consumo futuro) e inversión (mayor producción futura) son coordinadas por la tasa de interés. A su vez, en el mercado de dinero se determina el nivel de precios. Por último, frente a un mercado laboral plenamente flexible (en lo institucional y en lo funcional), el salario real será consistente con el nivel de pleno empleo. De esta manera, cuando la tasa de interés no se halla en su valor de equilibrio, esto impactará en los precios. Así, cuando la tasa está debajo del nivel de equilibrio habrá un exceso de demanda de bienes, cuya contrapartida será un exceso de oferta de dinero que impulsará una suba del nivel de precios (preocupación de los austríacos y de los suecos). En caso contrario, estaríamos frente a la deflación (motivación de los ingleses).

Sin embargo, este marco analítico no era apto para los políticos con deseos intervencionistas. En función de esta demanda y mediante una mala interpretación de la Ley de Say, Mr. Keynes se propuso destruir el viejo sistema para crear uno más acorde a las necesidades del momento. Así, determinó que la inversión estaba regida por el humor de los empresarios sin vínculo alguno con la tasa de interés (animal spirits), mientras que el ahorro, al ser entendido como un residuo de un consumo que sólo depende del ingreso corriente, quitó del análisis la idea de la sustitución entre consumo presente y futuro vía tasa de interés. De este modo, ahorro e inversión determinarían el nivel de ingreso corriente, la tasa de interés coordinaría al mercado de dinero y como estrella de la nueva teoría tomó lugar el monstruoso multiplicador keynesiano. Como si este daño fuera poco, sumando la hipótesis de la trampa de la liquidez, nos encontramos con el combo perfecto donde, la política monetaria es totalmente inefectiva y la política fiscal es plenamente poderosa. Esto es, el paraíso soñado del político derrochador.

Al menos en mi caso (el cual no debe ser muy diferente al del resto de los economistas), cuando llegué a mi primer curso de macroeconomía, estaba fascinado con la idea de poder entender las leyes básicas que regían el comportamiento del PIB, la inflación, la tasa de interés, el desempleo y el tipo de cambio. En este marco, se nos enseñan los modelos de renta-gasto y el IS-LM, en los que el gasto público y el multiplicador permiten un resultado tan virtuoso en materia de PIB que, el único límite a dicha política pro-bienestar es la dimensión horizontal del pizarrón.

Ahora bien, si dicho aparato analítico nos ha revelado la fuente de la abundancia absoluta sobre la base de una expansión ilimitada del gasto público financiada con la emisión de dinero, ¿cuál podría ser el motivo para no hacerlo? ¿Acaso existe una conspiración contra los intereses del pueblo, y en especial, de los políticos benefactores? Si bien buscar conspiradores es atractivo, la respuesta es muy simple. Nadie que se interese sanamente por los intereses del pueblo usará un modelo que se va de patadas con la realidad.

El problema es la idea del multiplicador. Dicha idea es errónea y esta no es más que una forma matemática que carece de sentido económico. Este parte de la identidad contable que señala que la demanda (igualada al ingreso) es igual a la suma del consumo y la inversión (Y = C+I). A su vez, señala que el consumo es una proporción muy estable del ingreso (C = c.Y, donde 0< c <1) y que a partir de ello, el ingreso viene determinado por el producto entre el multiplicador (k = 1/(1-c)) por la inversión (Y = k.I). Por ejemplo, si la propensión marginal al consumir “c” es 0,8, el multiplicador es de 5. Así, cada peso que gasta el gobierno el PIB sube en cinco.

El problema con ello es que dicho análisis es falso. El multiplicador derivado sólo es válido con la inversión realizada. Esto es, para una mayor inversión (0,3.Y), el consumo debe ser menor (0,7.Y), motivo por lo cual, el multiplicador asociado es menor (k=3,33). Puesto en otros términos, la estrella del análisis keynesiano es una extrapolación inválida, que dentro de muchos defectos viola la restricción presupuestaria. Para llevarlo al extremo, suponga que yo soy parte de una economía en la que vivimos 100 personas. En este marco, podemos separar el consumo en dos, el mío y el del resto de la población. Dado que el consumo del resto de la población es una proporción estable del 0,99 del PIB (0,99.Y), haciendo el mismo despeje keynesiano ahora descubrimos que mi consumo tiene un multiplicador de 100 veces por cada peso que gasto yo en la economía. Por lo tanto, si después de esto, Usted sigue pensando que los keynesianos están en lo cierto, le propongo que hable con ellos para que vayan a ver a los políticos y le digan que dado mi multiplicador, debería ser yo quien gasta los recursos públicos y no los funcionarios. ¿Acaso no es que ellos velan por nuestro bienestar, el cual surge del PIB emergente de lo que se gasta por el multiplicador? En definitiva, el multiplicador es uno de los tantos artilugios usados por la religión del estado para imponernos “la beneficiosa idea” de contar con un importante gasto público, sin nunca mencionar los riesgos que ello implica para nuestra libertad.

Por lo tanto, y en función de lo anterior, vale la pena rescatar un pasaje de la monumental obra de Robert Louis Stevenson publicada en 1886. “Londres, invierno de 1884. El señor Utterson, notario del doctor Jekyll, relee el testamento del científico: ‘Yo el firmante Henry Jekyll, deseo que a mi muerte todos mis bienes pasen a mi gran amigo y benefactor Edward Hyde.’ Poco después, el señor Utterson descubre que el señor Hyde no sólo es una persona despreciable, sino un criminal.” Desde luego, cualquier tipo de analogía con el armado de una “estructura teórica” propicia para el oído de políticos intervencionistas y los daños causados por el multiplicador keynesiano es pura coincidencia subjetiva.

Deuda y octubre 2015: recalculando opciones

El esquema de déficit fiscal financiado con emisión monetaria, control de precios para “frenar la inflación” y el fracasado cepo cambiario para poner fin a la caída de reservas (una suerte de devaluación sin modificar la paridad cambiaria) vieron su final durante el último enero. Durante dicho mes, el ataque especulativo se cobró cerca de USD 3.000M de reservas del BCRA, en un contexto donde se pisaron USD 1.000M de importaciones, se adelantaron dólares comerciales por USD 2.000M e ingresaron otro tanto por fondos para inversiones. Esto es, si consideramos que de los USD 30.000M de reservas con los que contaba el BCRA, cerca de USD 10.000M pertenecían a los bancos, la magnitud de la corrida ascendió a cerca de un 40% de las divisas que tenía el Banco Central.

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Cuanto más tarde el ajuste, más difícil será encauzar la economía

Los heterodoxos y keynesianos locales mienten de manera flagrante cuando acusan al Banco Central de haber metido a la economía en una recesión, lo que es toda una paradoja para los adoradores del gasto público que desprecian la efectividad de la política monetaria. Puede que ello se deba a la necesidad de lavar culpas por permanecer callados, o hasta por mostrarse eufóricos, mientras el gasto público volaba. Alternativamente, puede que acorde a su tradición de vivir de espaldas a los datos, desconocían que la economía se venía desacelerando desde fines de 2013 y que la recesión era número puesto. Es más, de tanto haber criticado a Milton Friedman, por osmosis deberían haber asimilado que la política monetaria opera con largos rezagos y que además los mismos son variables. Por último, pese a vivir en un país de alta tradición inflacionaria, siguen confundiendo la tasa de interés real con la nominal. Casi les faltaría afirmar que el Presidente Alfonsín fue el que más hizo por los trabajadores en la historia, llegando a subir los salarios en el año 1989 un 3.954,2% anual.

El déficit fiscal financiado con emisión monetaria aceleró la tasa de inflación, donde al no tener como contraparte un movimiento similar en el precio de la moneda extranjera terminó ajustando sobre el nivel de reservas del BCRA. La respuesta, propia de quien no cree en sistema de precios, fue inducir a un ajuste de cantidades vía la instauración del cepo cambiario, el cual, no sólo no frenó el drenaje de divisas, sino que bloqueó el ingreso de dólares para financiar una cuenta corriente negativa. La contracara monetaria de dicho proceso fue la gestación de un sobrante de pesos por el equivalente a 5% del PIB, que alimentaban la fantasía de haber encontrado sustento empírico para la trampa de la liquidez al tiempo que aumentaba la base imponible del impuesto inflacionario.

Frente a estos profundos y crecientes desequilibrios, el público atacó las reservas para sacarse los pesos de encima. En este contexto, Juan Carlos Fábrega, como un digno hijo de Urano y Gea, se puso el traje de cíclope. Sin más alternativa devaluó la moneda un 25%, subió la tasa de interés al 30%, piso el pago de importaciones, adelantó dólares de los sojeros, recibió fondos de Chevron e YPF y obligó a los bancos a liquidar posiciones en moneda extranjera.

Es más, entre la suba del PIB nominal (ajustado sobre la base anterior) y el apretón monetario previo a la financiación del Sector Público, el sobrante de pesos cayó en 3,5% del PIB, lo cual redujo un 70% de la tasa de inflación potencial. Por lo tanto, de no ser por el BCRA, el exceso de pesos hubiera derivado en un nuevo Rodrigazo, donde no sólo la caída del producto hubiera sido más aguda sino que la tasa de inflación estaría en niveles insoportables.

Simultáneamente, en el frente externo se anuncio el pago a los juicios en el CIADI, se llegó a un acuerdo con Repsol y el Club de París por la regularización de la deuda y se llevó adelante una adecuación de las estadísticas del IPC y de las cuentas nacionales que serían supervisadas por el FMI. Es más, como parte de dicho proceso se redujo el cómputo del crecimiento del PIB, lo cual permitiría ahorrar al país en concepto del cupón ligado con actividad una importante cantidad de divisas.

Sin embargo, aún falta la verdadera prueba de amor de un programa ortodoxo: el ajuste del gasto público. La inacción en materia de reducción del gasto público no solo se está consumiendo el valioso tiempo comprado por el BCRA, sino que la profundización de los desequilibrios macroeconómicos aumenta cada día. A su vez, las cuentas públicas suelen empeorar hacia final del año, muy especialmente en el último trimestre. Por otra parte, en lo monetario, la deuda del Banco Central habrá que renovarla y, de no cambiar la política fiscal, su costo será cada vez mayor (por lo que al final del proceso, el nivel de precios puede terminar siendo más alto -desagradable aritmética monetarista).

Es más, cuanto más tiempo se tarde en hacer el ajuste, cada vez será menos posible encauzar la economía sin costos. De hecho, el exagerado nivel de consumo ha diezmado la capacidad productiva de la economía (retracción de la frontera de posibilidades de la producción), por lo que si no cae el salario real no habrá empleo para todos y si se cubre con empleo público habrá reparto de pérdidas masivo. Por lo tanto, aplicar el manual keynesiano de políticas expansivas con una oferta que se contrae sería como tirar más nafta al fuego inflacionario.

Por el momento, pareciera que la única estrategia consta en esperar que caigan del cielo una lluvia de dólares que permitan construir un puente verde hasta el último trimestre de 2015. De ser este el caso, resulta importante el monto involucrado. En este sentido, con el mismo modelo que usamos en “Política Económica Contrarreloj” y parados en enero 2014, para llegar hasta octubre eran necesarios USD 20.000M. A su vez, el no pago del cupón atado al PIB, los fondos de Chevron y la colocación de deuda por parte de YPF redujo las necesidades a USD 13.000M. Sin embargo, para que la suma sea suficiente, el fondeo del BCRA al tesoro no debería superar los $ 100.000M y el desequilibrio del fisco para 2015 (en dólares) debería estar en línea con la balanza comercial.

El problema radica en que el balance comercial está cayendo y de ubicarse en los USD 6.000M, manteniendo la brecha financiera del fisco de USD 12.000M, harían falta otros USD 6.000M. Por ende, para cerrar la diferencia entre el lado comercial y el fiscal, una posibilidad es que mejore el precio de la soja un 26%, en un contexto donde las tasas de interés internacionales parecieran estar poniendo un techo al mismo. Otra posibilidad es que, a precios dados, las importaciones caigan cerca de un 10%, lo cual generaría una retracción del PIB y el empleo. Por último, se podría devaluar la moneda, lo cual no sólo mejoraría la balanza comercial, sino que además bajaría el desequilibrio fiscal en dólares. Sin embargo, esto último generaría un nuevo salto inflacionario.

Finalmente, los nuevos descubrimientos hechos por YPF, a lo que se le podría agregar una solución favorable tanto con el Club de París como con los holdouts, dado el bajo nivel de endeudamiento del país, se podría abrir una ventana de financiamiento por los USD 19.000M necesarios para evitar sobresaltos. Por lo tanto, existe una solución en la que no hay ajuste fiscal sin crisis. El tema central es, al margen de la herencia a futuro, su probabilidad de ocurrencia sin que en el medio se caiga la demanda de dinero.

Un ajuste ortodoxo no será recesivo

Más allá de las diferencias individuales, es posible identificar cuatro etapas en las políticas populistas. En la primera, la política macroeconómica luce exitosa, porque los inventarios y las reservas permiten acomodar la expansión de demanda, aumentado el nivel de actividad con muy poco impacto en la tasa de inflación. En la segunda etapa aparecen los cuellos de botella. En la tercera los desequilibrios se exacerban, la inflación se acelera, se desmonetiza la economía y la restricción externa precipita la salida de capitales. En la cuarta etapa se aplica una política de estabilización. A la luz de los hechos, Argentina ya transitó las primeras tres etapas (2003-06 / 07-10 / 11-13) y la cantidad y profundidad de desequilibrios acumulados en los planos fiscal, monetario y externo, imponen la necesidad de instrumentar un ajuste del gasto público (acorde con el método del resultado estructural) de 7 puntos del PIB por ser este la madre de todos los males.

Sin reflexión mediante sobre el origen de tamaño desequilibrio, ante la mención de un ajuste de tal magnitud, los idólatras del Estado pondrán el grito en el cielo. En este contexto es cuando aparecen los economistas keynesianos con sus arcaicos modelos de precios fijos, gasto público, inversión y exportaciones autónomos y consumo privado e importaciones dependientes del ingreso corriente, en los que se venera al poder de fuego de la política fiscal y se condena por incapaz a la política monetaria. Así, multiplicador mediante, por cada punto de caída del gasto del gobierno, ello traerá como consecuencia una caída de dos puntos del PIB y una retracción del empleo que en lo político derivará en un caos social.

Muy a pesar del arraigo de la visión en nuestra sociedad, nuevamente los datos (cómo en tantos otros debates) están en contra de los keynesianos. La experiencia argentina es contundente. Nuestro país ensayó programas antiinflacionarios de shock en los años 1952, 1959, 1967, 1973, 1985 y 1991 (los programas de 1976 y 79 fueron gradualistas) y salvo el de 1959, ninguno fue recesivo. Es más, en el caso de los programas a cargo de los Ministros de Economía, Adalbert Krieger Vasena (1967), José Ber Gelbard (1973), Juan Vital Sourrouille (1985) y Domingo Felipe Cavallo (1991) no sólo no fueron recesivos, sino que además fueron expansivos.

Si bien la evidencia empírica argentina es contundente sobre los efectos en término de actividad, antes de pasar a los lineamientos de un plan de ajuste que no será recesivo, debemos descartar la posibilidad que se repita lo sucedido en 1959 cuando el PIB cayó 6,5%. La esencia de dicho plan es que la devaluación de la moneda fue acompañada por una contracción monetaria que, dado el salto inicial de los precios, redujo el poder de compra de los agentes y ello deprimió la demanda agregada hundiendo a la economía en una recesión. Sin embargo, esta situación no sería asimilable con el presente de nuestro país, ya que en el plano monetario existe un exceso de pesos del orden de 5% del PIB. Así, de mediar un programa que detenga la emisión de dinero y con una inflación inercial del 35% aún persistiría un exceso de pesos del orden de 2% del PBI.

En cuanto al ajuste del gasto el mismo tendría dos partes. Por un lado se deberían cortar de cuajo los subsidios económicos -no los sociales-, lo cual permitiría ahorrar 5% del PBi, mientras que el resto vendría por la licuación de partidas, que deberían crecer un 4% por debajo de la inflación. Por ejemplo, esto evitaría caídas del 10% en los salarios reales de los trabajadores del Estado como intenta impulsar el Poder Ejecutivo.

El motivo por el cual el ajuste enunciado no será recesivo (sin tener que recurrir al argumento del shock de confianza positivo) es porque el mismo eliminará transferencia a un conjunto de agentes que consumen una fracción menor de sus ingresos, para dejar de cercenarle vía impuesto inflacionario el ingreso disponible al grupo de bajos ingresos que consumen prácticamente todo su ingreso. En este contexto, dada la transferencia entre agentes, el consumo de la economía aumentaría. Por otra parte, la suba de tarifas permitirá que las inversiones queden a manos de las empresas, las cuales no sólo serán seleccionadas con mejores criterios que el utilizado por el sector público, sino que al eliminar la transferencias entre sectores, el flujo de fondos de las firmas aumentará y ello potenciará la inversión. Por lo tanto, el proceso impulsará un crecimiento de la demanda, donde los dos puntos adicionales de reducción del gasto (dado que el resto del ajuste implicaría detener la emisión monetaria) obedecen a limpiar el exceso de dinero remanente de modo tal que los precios relativos se acomoden sin interferencia del sector monetario.

A su vez, si el programa fuera anunciado con convicción y voluntad política de llevarlo a cabo, ello podría generar un shock de confianza positivo (generando un ingreso de capitales) tan importante que, el ajuste ortodoxo, terminaría siendo expansivo.

Por lo tanto, un programa de éstas característica no sólo que no será recesivo, ya que la mejor distribución del ingreso impulsará el consumo y las señales de precios potenciarán la inversión, sino que además al extirpar la inflación y frenar el drenaje de divisas permitirá levantar el traumático cepo cambiario y sentará las bases para un futuro de crecimiento sostenido y prosperidad.