Los riesgos de la economía planificada

El continuo deterioro del resultado fiscal y la falta de financiamiento externo, sumado a la falta de voluntad del Gobierno por poner bajo control el crecimiento del gasto público, nos pone de cara a la última parte del año frente a un importante aumento de la oferta monetaria, en un contexto en el que la demanda de dinero se viene desmoronando. Ante la presente situación, la válvula de escape es un aumento de la tasa de inflación, lo cual conllevará a mayor presión en los distintos segmentos del mercado cambiario y/o en el nivel de reservas si se busca anclar los precios vía la fijación del tipo de cambio (o devaluando a menos que la inflación).

Frente a este escenario, el Gobierno avanzará sobre el BCRA de modo tal que no haya freno a la emisión monetaria por la fuente fiscal y se “perfeccionen” los controles cambiarios para que en la medida de lo posible no se escape un solo dólar de las reservas. Al mismo tiempo, para evitar que la trayectoria del nivel general de precios se desboque, se avanza en una profundización de la Ley de Abastecimiento, la cual se complementa con la Ley de Antiterrorismo, de modo tal que ante un exceso de demanda en el mercado de bienes, los agentes se vean obligados a realizar un ajuste de cantidades en la dirección deseada por el Gobierno: mayor producción.

Así, el artículo 2º del proyecto de reforma de la Ley de Abastecimiento dice: “a) Establecer para cualquier etapa del proceso económico márgenes de utilidad, precios de referencia, niveles máximos y mínimos de precios o todas o algunas de estas; b) dictar normas que rijan la comercialización, intermediación, distribución y/o producción; c) disponer la continuidad en la producción, industrialización, comercialización, transporte, distribución o prestación de servicios, como así también en la fabricación de determinados productos dentro de niveles o cuotas mínimas que estableciere la autoridad de aplicación; y d) requerir toda documentación relativa al giro comercial de la empresa o agente económico y obligar a la publicación de los precios de bienes o servicios producidos y prestados, como así también su disponibilidad de venta”. En definitiva, el proyecto se arroga la potestad de fijar precios y cantidades en cada uno de los tramos de la actividad económica, los cual nos estaría llevando hacia un experimento de planificación centralizada socialista (sistema de agresión/coacción institucionalizada que impide el libre accionar de los seres humanos).

El problema central radica en que, desde la óptica del proceso social, el socialismo es un error intelectual, pues no cabe concebir que el órgano director encargado de intervenir mediante mandatos pueda hacerse con la información que es necesaria para coordinar la sociedad. La base para dicha afirmación se sustenta en cuatro argumentos, donde dos de ellos podrían definirse a los fines didácticos como estáticos y los otros dos como dinámicos.

El primero de los argumentos estáticos está vinculado a la cuestión del volumen de información. Esto es, resulta imposible que el órgano de intervención asimile conscientemente el enorme volumen de información práctica diseminada en las mentes de los seres humanos. Por otra parte, en cuanto al segundo de los argumentos, el mismo parte del hecho de que cada uno de los seres humanos posee información práctica de carácter privativo, la cual no solo se encuentra dispersa en su mayor parte, sino que además, dicho conocimiento es de naturaleza tácita y por lo tanto no articulable ni transferible (know how). Esto es, no se trata tan sólo de que el volumen agregado de información práctica sentida y manejada de forma dispersa por todos los seres humanos a nivel individual sea de tal magnitud que no quepa concebir su consciente adquisición por parte del órgano director, sino que además, dicho conocimiento por ser tácito y no articulable, este no puede ser formalizado ni explícitamente transmitido al planificador central.

Por otra parte, desde el punto de vista dinámico, el constante actuar de los seres humanos hace que continuamente se esté creando y descubriendo nueva información. Por ende, difícilmente se podrá transmitir al órgano director la información o conocimiento que aún no se ha creado, el cual va surgiendo como resultado del propio proceso social en la medida en que éste no se vea agredido. Así, conforme pasa el tiempo, mientras los seres humanos interactúan con sus pares van dándose cuenta de nuevas oportunidades de ganancia que tratan de aprovechar. Como consecuencia de ello, la información que tiene cada uno de ellos va modificándose de manera continua. Por ende, dicha información no podrá transmitirse por tratarse de una información que aún no se ha descubierto o creado por los propios actores y que sólo surge como resultado del libre proceso de interacción humana.

Finalmente, el segundo argumento dinámico señala que, en la medida en que la coacción socialista se ejerza de forma más efectiva, imposibilitará la libre persecución de fines individuales, por lo que éstos no actuarán como incentivo y no podrá descubrirse o generarse la información práctica necesaria para coordinar la sociedad. Así, el órgano de planificación central se encuentra ante un dilema insalvable: si decide intervenir coactivamente en el proceso, destruye la capacidad creadora de información (la cual la necesita para actuar), y si no interviene, tampoco obtiene información alguna. Por lo tanto, este conjunto de argumentos dejan de manifiesto la imposibilidad práctica de alcanzar un resultado razonable por parte del órgano de planificación central.

Asimismo, existe una imposibilidad desde el punto de vista del órgano de planificación central. Aún cuando asumiéramos que dicho órgano estuviera dotado de la máxima capacidad técnica e intelectual, experiencia y sabiduría, así como de las mejores intenciones que humanamente quepa concebir, lo que no resulta posible de admitir es que dicho órgano esté dotado de capacidades sobrehumanas (omnisciencia). Es decir, que sea capaz de asimilar, conocer e interpretar simultáneamente toda la información diseminada y privativa que se encuentra dispersa en la mente de todos los seres humanos que actúan en la sociedad y que se va generando y creando continuamente por éstos tanto para el presente como para el futuro. La realidad es que el órgano de planificación en su mayor parte desconoce esta información, por lo cual, todos los experimentos socialistas se han caracterizado por los siguientes resultados: (i) fuerte descoordinación económica y desorden social, (ii) información errónea y comportamiento irresponsable, (iii) altas dosis de corrupción, (iv) surgimiento de la economía oculta, (v) retraso tecnológico, económico y cultural, al tiempo que (vi) se prostituyen los conceptos tradicionales de ley y justicia, lo cual lleva a la perversión moral del sistema. La experiencia de la ex Unión Soviética, los países de Europa del Este, Corea del Norte, Cuba y sin ir más lejos la República Bolivariana de Venezuela dan cuenta de ello.

Por lo tanto, como señalara Milton Friedman, las políticas de controles de precios son dañinas porque no sólo pospone en el tiempo las medidas efectivas para controlar la inflación, desorganiza la producción y la distribución, sino que además crean una fuerte división social y fomentan la puesta en marcha de restricciones que amenazan a la libertad política de los individuos. Tales medidas incuban en el público la falta de respeto por “la ley” y hacen que los funcionarios se sientan propensos a emplear poderes extralegales poniendo en jaque los propios cimientos de la libertad.

Un ajuste ortodoxo no será recesivo

Más allá de las diferencias individuales, es posible identificar cuatro etapas en las políticas populistas. En la primera, la política macroeconómica luce exitosa, porque los inventarios y las reservas permiten acomodar la expansión de demanda, aumentado el nivel de actividad con muy poco impacto en la tasa de inflación. En la segunda etapa aparecen los cuellos de botella. En la tercera los desequilibrios se exacerban, la inflación se acelera, se desmonetiza la economía y la restricción externa precipita la salida de capitales. En la cuarta etapa se aplica una política de estabilización. A la luz de los hechos, Argentina ya transitó las primeras tres etapas (2003-06 / 07-10 / 11-13) y la cantidad y profundidad de desequilibrios acumulados en los planos fiscal, monetario y externo, imponen la necesidad de instrumentar un ajuste del gasto público (acorde con el método del resultado estructural) de 7 puntos del PIB por ser este la madre de todos los males.

Sin reflexión mediante sobre el origen de tamaño desequilibrio, ante la mención de un ajuste de tal magnitud, los idólatras del Estado pondrán el grito en el cielo. En este contexto es cuando aparecen los economistas keynesianos con sus arcaicos modelos de precios fijos, gasto público, inversión y exportaciones autónomos y consumo privado e importaciones dependientes del ingreso corriente, en los que se venera al poder de fuego de la política fiscal y se condena por incapaz a la política monetaria. Así, multiplicador mediante, por cada punto de caída del gasto del gobierno, ello traerá como consecuencia una caída de dos puntos del PIB y una retracción del empleo que en lo político derivará en un caos social.

Muy a pesar del arraigo de la visión en nuestra sociedad, nuevamente los datos (cómo en tantos otros debates) están en contra de los keynesianos. La experiencia argentina es contundente. Nuestro país ensayó programas antiinflacionarios de shock en los años 1952, 1959, 1967, 1973, 1985 y 1991 (los programas de 1976 y 79 fueron gradualistas) y salvo el de 1959, ninguno fue recesivo. Es más, en el caso de los programas a cargo de los Ministros de Economía, Adalbert Krieger Vasena (1967), José Ber Gelbard (1973), Juan Vital Sourrouille (1985) y Domingo Felipe Cavallo (1991) no sólo no fueron recesivos, sino que además fueron expansivos.

Si bien la evidencia empírica argentina es contundente sobre los efectos en término de actividad, antes de pasar a los lineamientos de un plan de ajuste que no será recesivo, debemos descartar la posibilidad que se repita lo sucedido en 1959 cuando el PIB cayó 6,5%. La esencia de dicho plan es que la devaluación de la moneda fue acompañada por una contracción monetaria que, dado el salto inicial de los precios, redujo el poder de compra de los agentes y ello deprimió la demanda agregada hundiendo a la economía en una recesión. Sin embargo, esta situación no sería asimilable con el presente de nuestro país, ya que en el plano monetario existe un exceso de pesos del orden de 5% del PIB. Así, de mediar un programa que detenga la emisión de dinero y con una inflación inercial del 35% aún persistiría un exceso de pesos del orden de 2% del PBI.

En cuanto al ajuste del gasto el mismo tendría dos partes. Por un lado se deberían cortar de cuajo los subsidios económicos -no los sociales-, lo cual permitiría ahorrar 5% del PBi, mientras que el resto vendría por la licuación de partidas, que deberían crecer un 4% por debajo de la inflación. Por ejemplo, esto evitaría caídas del 10% en los salarios reales de los trabajadores del Estado como intenta impulsar el Poder Ejecutivo.

El motivo por el cual el ajuste enunciado no será recesivo (sin tener que recurrir al argumento del shock de confianza positivo) es porque el mismo eliminará transferencia a un conjunto de agentes que consumen una fracción menor de sus ingresos, para dejar de cercenarle vía impuesto inflacionario el ingreso disponible al grupo de bajos ingresos que consumen prácticamente todo su ingreso. En este contexto, dada la transferencia entre agentes, el consumo de la economía aumentaría. Por otra parte, la suba de tarifas permitirá que las inversiones queden a manos de las empresas, las cuales no sólo serán seleccionadas con mejores criterios que el utilizado por el sector público, sino que al eliminar la transferencias entre sectores, el flujo de fondos de las firmas aumentará y ello potenciará la inversión. Por lo tanto, el proceso impulsará un crecimiento de la demanda, donde los dos puntos adicionales de reducción del gasto (dado que el resto del ajuste implicaría detener la emisión monetaria) obedecen a limpiar el exceso de dinero remanente de modo tal que los precios relativos se acomoden sin interferencia del sector monetario.

A su vez, si el programa fuera anunciado con convicción y voluntad política de llevarlo a cabo, ello podría generar un shock de confianza positivo (generando un ingreso de capitales) tan importante que, el ajuste ortodoxo, terminaría siendo expansivo.

Por lo tanto, un programa de éstas característica no sólo que no será recesivo, ya que la mejor distribución del ingreso impulsará el consumo y las señales de precios potenciarán la inversión, sino que además al extirpar la inflación y frenar el drenaje de divisas permitirá levantar el traumático cepo cambiario y sentará las bases para un futuro de crecimiento sostenido y prosperidad.