Un ajuste ortodoxo no será recesivo

Más allá de las diferencias individuales, es posible identificar cuatro etapas en las políticas populistas. En la primera, la política macroeconómica luce exitosa, porque los inventarios y las reservas permiten acomodar la expansión de demanda, aumentado el nivel de actividad con muy poco impacto en la tasa de inflación. En la segunda etapa aparecen los cuellos de botella. En la tercera los desequilibrios se exacerban, la inflación se acelera, se desmonetiza la economía y la restricción externa precipita la salida de capitales. En la cuarta etapa se aplica una política de estabilización. A la luz de los hechos, Argentina ya transitó las primeras tres etapas (2003-06 / 07-10 / 11-13) y la cantidad y profundidad de desequilibrios acumulados en los planos fiscal, monetario y externo, imponen la necesidad de instrumentar un ajuste del gasto público (acorde con el método del resultado estructural) de 7 puntos del PIB por ser este la madre de todos los males.

Sin reflexión mediante sobre el origen de tamaño desequilibrio, ante la mención de un ajuste de tal magnitud, los idólatras del Estado pondrán el grito en el cielo. En este contexto es cuando aparecen los economistas keynesianos con sus arcaicos modelos de precios fijos, gasto público, inversión y exportaciones autónomos y consumo privado e importaciones dependientes del ingreso corriente, en los que se venera al poder de fuego de la política fiscal y se condena por incapaz a la política monetaria. Así, multiplicador mediante, por cada punto de caída del gasto del gobierno, ello traerá como consecuencia una caída de dos puntos del PIB y una retracción del empleo que en lo político derivará en un caos social.

Muy a pesar del arraigo de la visión en nuestra sociedad, nuevamente los datos (cómo en tantos otros debates) están en contra de los keynesianos. La experiencia argentina es contundente. Nuestro país ensayó programas antiinflacionarios de shock en los años 1952, 1959, 1967, 1973, 1985 y 1991 (los programas de 1976 y 79 fueron gradualistas) y salvo el de 1959, ninguno fue recesivo. Es más, en el caso de los programas a cargo de los Ministros de Economía, Adalbert Krieger Vasena (1967), José Ber Gelbard (1973), Juan Vital Sourrouille (1985) y Domingo Felipe Cavallo (1991) no sólo no fueron recesivos, sino que además fueron expansivos.

Si bien la evidencia empírica argentina es contundente sobre los efectos en término de actividad, antes de pasar a los lineamientos de un plan de ajuste que no será recesivo, debemos descartar la posibilidad que se repita lo sucedido en 1959 cuando el PIB cayó 6,5%. La esencia de dicho plan es que la devaluación de la moneda fue acompañada por una contracción monetaria que, dado el salto inicial de los precios, redujo el poder de compra de los agentes y ello deprimió la demanda agregada hundiendo a la economía en una recesión. Sin embargo, esta situación no sería asimilable con el presente de nuestro país, ya que en el plano monetario existe un exceso de pesos del orden de 5% del PIB. Así, de mediar un programa que detenga la emisión de dinero y con una inflación inercial del 35% aún persistiría un exceso de pesos del orden de 2% del PBI.

En cuanto al ajuste del gasto el mismo tendría dos partes. Por un lado se deberían cortar de cuajo los subsidios económicos -no los sociales-, lo cual permitiría ahorrar 5% del PBi, mientras que el resto vendría por la licuación de partidas, que deberían crecer un 4% por debajo de la inflación. Por ejemplo, esto evitaría caídas del 10% en los salarios reales de los trabajadores del Estado como intenta impulsar el Poder Ejecutivo.

El motivo por el cual el ajuste enunciado no será recesivo (sin tener que recurrir al argumento del shock de confianza positivo) es porque el mismo eliminará transferencia a un conjunto de agentes que consumen una fracción menor de sus ingresos, para dejar de cercenarle vía impuesto inflacionario el ingreso disponible al grupo de bajos ingresos que consumen prácticamente todo su ingreso. En este contexto, dada la transferencia entre agentes, el consumo de la economía aumentaría. Por otra parte, la suba de tarifas permitirá que las inversiones queden a manos de las empresas, las cuales no sólo serán seleccionadas con mejores criterios que el utilizado por el sector público, sino que al eliminar la transferencias entre sectores, el flujo de fondos de las firmas aumentará y ello potenciará la inversión. Por lo tanto, el proceso impulsará un crecimiento de la demanda, donde los dos puntos adicionales de reducción del gasto (dado que el resto del ajuste implicaría detener la emisión monetaria) obedecen a limpiar el exceso de dinero remanente de modo tal que los precios relativos se acomoden sin interferencia del sector monetario.

A su vez, si el programa fuera anunciado con convicción y voluntad política de llevarlo a cabo, ello podría generar un shock de confianza positivo (generando un ingreso de capitales) tan importante que, el ajuste ortodoxo, terminaría siendo expansivo.

Por lo tanto, un programa de éstas característica no sólo que no será recesivo, ya que la mejor distribución del ingreso impulsará el consumo y las señales de precios potenciarán la inversión, sino que además al extirpar la inflación y frenar el drenaje de divisas permitirá levantar el traumático cepo cambiario y sentará las bases para un futuro de crecimiento sostenido y prosperidad.

La costosa factura heterodoxa

Todos los experimentos populistas tienen el mismo final: un plan de ajuste. Luego de la euforia inicial que generan los aumentos de demanda sobre el nivel de actividad y el empleo sin mayor impacto en precios, la expansión se debilita, la inflación se acelera y comienzan a insinuarse las inconsistencias. Ignorar las señales de precios y profundizar el intervencionismo deriva en la restricción externa que, al deteriorarse las expectativas de los agentes lleva a la desmonetización y a un ataque especulativo contra la moneda. Lo sorprendente del caso argentino es que todo esto ha sucedido pese a contar con el mejor contexto internacional (bajas tasas de interés y altos términos de intercambio) y la mayor presión tributaria de la historia. Esto es, todas las fuerzas del dios Eolo soplando de cola, no pudo torcer el lacerante destino de la mano heterodoxa.

El sesgo expansivo de la política fiscal acumulado durante la última década requiere una corrección de corto plazo en el gasto público de 7 puntos del PBI. En este contexto, los subsidios económicos .los cuales representan 5 puntos del PBI- que favorecen al grupo de mayores ingresos y que se financia con un impuesto inflacionario que recae sobre la población más humilde, tenían todos los números en la ruleta del ajuste. Por otra parte, en la transición hacia el nuevo equilibrio se necesita de una política monetaria austera como para comprar tiempo hasta que las medidas fiscales surtan efecto. En este sentido, el BCRA actuó (al menos durante el primer bimestre) de manera correcta, mientras que el Ministerio de Economía recién ahora se ha percatado que la pelota está en su campo.

Más allá de que todavía queda mucho por recortar del gasto público, de modo tal que esta insinuación de programa de ajuste pueda ser definido como un giro ortodoxo, una arista tan importante como el propio diseño del programa está relacionada con la forma en que se lo implementa y se lo comunica.

En concreto, ante la actual situación de inconsistencia fiscal-monetaria-cambiaria las autoridades pueden optar por “no hacer nada”, con lo cual la corrección será aguda en términos de inflación, actividad, empleo, pobreza e indigencia (crisis). Sin embargo, si se opta por implementar un plan de estabilización, el gobierno aún se encuentra ante dos alternativas a saber: (i) anunciar el plan o (ii) llevarlo a cabo de manera implícita. Así, la diferencia entre los resultados de uno u otro curso de acción está en la manera en que se ven afectadas las expectativas y en cómo los agentes incorporan la nueva información para tomar decisiones.

Si no se anuncia (o peor aún, se niega o se hacen manifestaciones en sentido contrario), los agentes necesitarán de una mayor cantidad de tiempo para inferir el programa y por ende puede que determinen sus acciones futuras de acuerdo a una matriz de información no consistente con el plan. Por lo tanto, el “descalce” de los datos generará la necesidad de realizar correcciones futuras con las consecuentes pérdidas en términos de asignación de recursos, constituyendo así el peor resultado en materia de actividad y empleo.

Por otro lado, el gobierno puede anunciar la implementación del programa. Sin embargo, aun bajo este escenario, todavía el resultado depende de si los agentes creen o no en la factibilidad del plan. Si los agentes creen en el programa y este se lleva a cabo, entonces sus decisiones estarán alineadas con el marco generado por el plan y el mismo sería exitoso en alejar al fantasma de la crisis, bajar la inflación y sostener el nivel de actividad y empleo. Alternativamente, si los agentes no creen en el plan, los resultados en términos de actividad serían menos eficientes que si el programa fuese creído, pero aún así serían mejores que aquellos que resultan del caso de no anunciarlo.

Por lo tanto, en función de lo señalado anteriormente deberían quedar en claro al menos dos de los costos que nos ha infringido el manejo heterodoxo de la economía. En primer lugar la necesidad de llevar a cabo un plan de estabilización frente al mejor contexto de la historia en materia de sector externo y recaudación tributaria. En este sentido, el costo directo surgirá de cuan creíble resulte el programa y la convicción que le imponga a su defensa un Ministro de Economía que dedicó toda su vida académica al cultivo de una visión heterodoxa de la economía basada en el desborde del gasto público. En cuanto al segundo costo de la heterodoxia, el mismo viene dado por el hecho de que a duras penas estamos manteniéndonos sobre el nivel del PBI de tendencia, cuando con el contexto internacional de la última década podríamos haber acelerado nuestra convergencia hacia un país desarrollado.

Sin embargo, de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Luego de esta nueva experiencia, lo mejor que nos podría pasar es asimilar la lección de que las sirenas heterodoxas siempre nos conducirán al mismo resultado. Estos experimentos no sólo nos han llevado a una continua decadencia relativa en el ranking de naciones, sino que además dejamos de ser un país rico para ser uno de ingresos medios que lucha para no caer en la pobreza. Esperemos capitalizar esta experiencia y con ello volver a retomar la senda del crecimiento que nos regrese a la posición de país rico.