Tal como señalara Axel Leijonhufvud en “La conexión Wicksell”, la teoría del mecanismo de la tasa de interés es el centro de la confusión de la macroeconomía moderna. Hasta que a mediados del siglo XX Milton Friedman reviviera a la Teoría Cuantitativa formulada por Hume y perfeccionada por Fisher, la macroeconomía dominante se sustentaba en la base del esquema ahorro-inversión inspirado por el sueco Johan Gustaf Knut Wicksell. Así, la vertiente sueca con Cassel, Lindhal, Ohlin y Myrdal basada en los fondos prestables, la escuela de Cambridge de Inglaterra con Hawtrey, Robertson y Keynes (el del tratado sobre el dinero de 1930) con apoyatura en los especuladores financieros y la teoría del ciclo de origen crediticio austríaca de Mises y Hayek, tienen su origen en la contribución de Wicksell. Es más, las familias keynesianas posteriores a la “teoría general” de Keynes son descendientes de dicho enfoque.
La idea básica es muy simple. Las decisiones de ahorro (postergar consumo presente a cambio de un mayor consumo futuro) e inversión (mayor producción futura) son coordinadas por la tasa de interés. A su vez, en el mercado de dinero se determina el nivel de precios. Por último, frente a un mercado laboral plenamente flexible (en lo institucional y en lo funcional), el salario real será consistente con el nivel de pleno empleo. De esta manera, cuando la tasa de interés no se halla en su valor de equilibrio, esto impactará en los precios. Así, cuando la tasa está debajo del nivel de equilibrio habrá un exceso de demanda de bienes, cuya contrapartida será un exceso de oferta de dinero que impulsará una suba del nivel de precios (preocupación de los austríacos y de los suecos). En caso contrario, estaríamos frente a la deflación (motivación de los ingleses).
Sin embargo, este marco analítico no era apto para los políticos con deseos intervencionistas. En función de esta demanda y mediante una mala interpretación de la Ley de Say, Mr. Keynes se propuso destruir el viejo sistema para crear uno más acorde a las necesidades del momento. Así, determinó que la inversión estaba regida por el humor de los empresarios sin vínculo alguno con la tasa de interés (animal spirits), mientras que el ahorro, al ser entendido como un residuo de un consumo que sólo depende del ingreso corriente, quitó del análisis la idea de la sustitución entre consumo presente y futuro vía tasa de interés. De este modo, ahorro e inversión determinarían el nivel de ingreso corriente, la tasa de interés coordinaría al mercado de dinero y como estrella de la nueva teoría tomó lugar el monstruoso multiplicador keynesiano. Como si este daño fuera poco, sumando la hipótesis de la trampa de la liquidez, nos encontramos con el combo perfecto donde, la política monetaria es totalmente inefectiva y la política fiscal es plenamente poderosa. Esto es, el paraíso soñado del político derrochador.
Al menos en mi caso (el cual no debe ser muy diferente al del resto de los economistas), cuando llegué a mi primer curso de macroeconomía, estaba fascinado con la idea de poder entender las leyes básicas que regían el comportamiento del PIB, la inflación, la tasa de interés, el desempleo y el tipo de cambio. En este marco, se nos enseñan los modelos de renta-gasto y el IS-LM, en los que el gasto público y el multiplicador permiten un resultado tan virtuoso en materia de PIB que, el único límite a dicha política pro-bienestar es la dimensión horizontal del pizarrón.
Ahora bien, si dicho aparato analítico nos ha revelado la fuente de la abundancia absoluta sobre la base de una expansión ilimitada del gasto público financiada con la emisión de dinero, ¿cuál podría ser el motivo para no hacerlo? ¿Acaso existe una conspiración contra los intereses del pueblo, y en especial, de los políticos benefactores? Si bien buscar conspiradores es atractivo, la respuesta es muy simple. Nadie que se interese sanamente por los intereses del pueblo usará un modelo que se va de patadas con la realidad.
El problema es la idea del multiplicador. Dicha idea es errónea y esta no es más que una forma matemática que carece de sentido económico. Este parte de la identidad contable que señala que la demanda (igualada al ingreso) es igual a la suma del consumo y la inversión (Y = C+I). A su vez, señala que el consumo es una proporción muy estable del ingreso (C = c.Y, donde 0< c <1) y que a partir de ello, el ingreso viene determinado por el producto entre el multiplicador (k = 1/(1-c)) por la inversión (Y = k.I). Por ejemplo, si la propensión marginal al consumir “c” es 0,8, el multiplicador es de 5. Así, cada peso que gasta el gobierno el PIB sube en cinco.
El problema con ello es que dicho análisis es falso. El multiplicador derivado sólo es válido con la inversión realizada. Esto es, para una mayor inversión (0,3.Y), el consumo debe ser menor (0,7.Y), motivo por lo cual, el multiplicador asociado es menor (k=3,33). Puesto en otros términos, la estrella del análisis keynesiano es una extrapolación inválida, que dentro de muchos defectos viola la restricción presupuestaria. Para llevarlo al extremo, suponga que yo soy parte de una economía en la que vivimos 100 personas. En este marco, podemos separar el consumo en dos, el mío y el del resto de la población. Dado que el consumo del resto de la población es una proporción estable del 0,99 del PIB (0,99.Y), haciendo el mismo despeje keynesiano ahora descubrimos que mi consumo tiene un multiplicador de 100 veces por cada peso que gasto yo en la economía. Por lo tanto, si después de esto, Usted sigue pensando que los keynesianos están en lo cierto, le propongo que hable con ellos para que vayan a ver a los políticos y le digan que dado mi multiplicador, debería ser yo quien gasta los recursos públicos y no los funcionarios. ¿Acaso no es que ellos velan por nuestro bienestar, el cual surge del PIB emergente de lo que se gasta por el multiplicador? En definitiva, el multiplicador es uno de los tantos artilugios usados por la religión del estado para imponernos “la beneficiosa idea” de contar con un importante gasto público, sin nunca mencionar los riesgos que ello implica para nuestra libertad.
Por lo tanto, y en función de lo anterior, vale la pena rescatar un pasaje de la monumental obra de Robert Louis Stevenson publicada en 1886. “Londres, invierno de 1884. El señor Utterson, notario del doctor Jekyll, relee el testamento del científico: ‘Yo el firmante Henry Jekyll, deseo que a mi muerte todos mis bienes pasen a mi gran amigo y benefactor Edward Hyde.’ Poco después, el señor Utterson descubre que el señor Hyde no sólo es una persona despreciable, sino un criminal.” Desde luego, cualquier tipo de analogía con el armado de una “estructura teórica” propicia para el oído de políticos intervencionistas y los daños causados por el multiplicador keynesiano es pura coincidencia subjetiva.