Ante el dolor caben múltiples reacciones. Podemos rebelarnos, comenzar un camino de odio o desesperanza, dejar que nuestro corazón se llene de rencores y sinsabores. Perder todo norte en la vida e incluso desear no vivir. En esta lógica, no deja de ser llamativo que los cristianos recordemos en Semana Santa a una persona maltratada y muerta en una cruz.
Es que el dolor no es un callejón sin salida, no es la última palabra. Es posible asumirlo y transformarlo en algo útil, en una manera de amar. Ahí reside el poder de Dios y el poder del hombre: arrancarle al mal su veneno, convertirlo en un instrumento capaz de llenar de luz la oscuridad.
Semana Santa es una ocasión de acercarse al dolor elegido por Dios como camino para darnos vida. Nos devuelve la vida a través de la muerte: un auto sacrificio, una entrega por el bien de otro. Con su muerte, la misma muerte es vencida. Mirando más despacio el dolor de Jesús, quizás encontremos respuestas para entender los nuestros.
Reflexionar, asimilar y entender lo que nuestros dolores pueden darnos o quitarnos depende de nosotros. Si aún no hemos sentido la mordida del sufrimiento en el corazón, bucear en su sentido es una preparación para el día de mañana, para encontrarnos bien plantados ante sus embates. Muchas veces el sufrimiento nos alcanzará por sorpresa; otras, vendrá en forma más previsible. Con la ayuda de Dios, nuestra felicidad dependerá de cómo lo enfrentemos y de las respuestas que tengamos cuando llegue ese momento.
El dolor no es algo bueno. Es ausencia de bien. No ha sido creado por Dios. Es obra del mal uso de nuestra libertad a lo largo de toda la historia humana. Ni la muerte ni el dolor entran en los planes de Dios. Su plan es amar, darnos todo, misericordear, diría Francisco, cuidarnos. Pero nos hizo libres. Un misterio tremendo. Y con la libertad podemos curar o dañar a otros.
Los daños además se van acumulando a través del tiempo, generando nuevos daños no previstos. El mal tiene raíces y se alarga en el tiempo, engendrando dolores impensados. Guerras, enfermedades, asesinatos, violaciones, y toda la larga fila de consecuencias de estos verdaderos monstruos: hambre, sed, difamaciones, odios, envidias, celos, infidelidades, soledad, traición, rencor y tantos más.
La Semana Santa nos proporciona un dato clave: Dios mismo eligió para sí todos estos dramas, y los vivió en carne propia. ¿Por qué? Es un misterio. Algunas razones podremos alcanzar, pero no todas. Quizá para mostrarnos que su amor por nosotros es más fuerte que la muerte, porque nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Ese mismo camino podemos transitar nosotros para liberarnos de las consecuencias de todos los daños que hemos causado y nos han hecho.
A veces pienso que Dios eligió el camino del dolor para que seamos conscientes de la gravedad del mal y cómo es posible hacerle frente. En la cruz, Jesús nos enseña que la cadena de males se corta con el autosacrificio y con el perdón. Jesús es inocente y sufre por nosotros. Abandona el deseo de venganza, asume la culpa de otros. Nos muestra el rostro misericordioso de Dios, que es la enseñanza más grande de la historia. En la Semana Santa aprendemos que el dolor tiene un sentido: mostrar el mal y sus consecuencias, y aprender a apostar por la paz y por el bien.