¿Yo? Sí, usted

Durante meses estuve buscando una entrevista con John Boehner, el líder de la Cámara de Representantes. Y todas las veces me dijo que no.

Así que me monté en un avión, fui a Washington, me metí en una conferencia de prensa que él estaba dando, y el resultado no fue nada agradable. Pero como periodista y como inmigrante, había que hacerlo.

“¿Por qué está usted bloqueando la reforma migratoria?” le pregunté a Boehner en la conferencia de prensa.

“¿Yo?” me dijo, riéndose.

“Sí, usted,” le contesté. “Podría llevarla a votación pero no lo ha hecho.”

A Boehner no le gustó la pregunta, y me puso cara de malos amigos. Ni modo. La verdad es que él es el principal responsable de que no se legalice a 11 millones de indocumentados. Hace casi un año que el Senado aprobó una propuesta de ley. Pero Boehner y los republicanos han hecho todo lo posible para boicotearla. Había que desenmascararlos.

“No hay nadie más interesado en arreglar este problema que yo,” me dijo. Pero millones de latinos no le creen. Son puras palabras. Boehner, luego, le echó la culpa al Presidente, Barack Obama. Dijo que no confía en él. Esa es otra excusa. Los republicanos podrían aprobar una ley que entre en vigor en el 2017 – cuando Obama deje el poder – y tampoco están dispuestos a hacer eso.

Ante esto hay una sola conclusión: el hombre que está deteniendo la reforma migratoria en el Congreso se llama John Boehner. Nadie más.

A pesar de todo, la estrategia del Partido Demócrata y de la Casa Blanca es darle un poco más de tiempo a Boehner y a los republicanos para rectificar. Creo que es una falsa esperanza. Pero la pregunta es ¿hasta cuándo?

Charles Schumer, senador demócrata de Nueva York, me dijo que la fecha límite para que los republicanos hagan algo respecto a la reforma migratoria puede extenderse hasta el viernes 31 de julio. Después de eso, ya no hay tiempo para nada.

Los congresistas se van de vacaciones todo el mes de agosto. Todo. En septiembre solo trabajan 10 días, dos en octubre, siete en noviembre y apenas ocho días en diciembre. En esos períodos tan cortos es imposible legislar sobre un tema tan complicado.

¿Por qué los republicanos no quieren pasar una reforma migratoria?

Puede ser un cálculo político para ganar en las elecciones de este noviembre, una estrategia para atacar a Obama o bien terquedad e ignorancia. Pero, sea lo que sea, si no aprueban la legalización de indocumentados van a sufrir las consecuencias por años.

Según la Oficina del Censo, en el 2060 habrá en Estados Unidos 129 millones de latinos, 31 por ciento de la población. Nadie podrá ser elegido sin los votantes hispanos. Y lo peor que puede hacer el Partido Republicano es pelearse con el grupo electoral de mayor crecimiento. Si siguen así van a perder la Casa Blanca por varias generaciones.

Pero me temo que eso no lo ven. Hasta hoy solo han dado muestras de una impresionante miopía política y de muy poca compasión por los inmigrantes.

Por ahora no veo señal alguna de esperanza. Así que después del verano la lucha de los inmigrantes va a cambiar. En lugar de buscar que los republicanos aprueben una reforma migratoria, el esfuerzo se va a concentrar en que Obama suspenda la mayoría de las deportaciones de inmigrantes.

Obama ha deportado a más de 2 millones de inmigrantes y ha separado muchas familias latinas en seis años. ¿Deben parar las protestas contra Obama hasta julio? ¿Hay que darle una tregua? Es muy difícil pedirle eso a un padre o a una madre en peligro de deportación.

Mientras tanto, me quedan claras tres cosas: Una, si no hay una reforma migratoria este verano, la culpa es de los republicanos y de su líder, Boehner. Dos, los latinos no se van a olvidar de esto tan fácilmente. Y tres, dudo que Boehner me quiera dar pronto una entrevista. Pero al menos ya sé dónde encontrarlo.

El gran secreto

Todos los saben pero no se habla mucho de eso. Es algo vergonzoso. Da pena. El gran secreto de Estados Unidos es que, a pesar de todas las leyes para evitar la discriminación, todavía hay mucho racismo. Una cosa es lo que dicen las leyes y otra muy distinta lo que pasa en la calle.

El dueño del equipo de básquetbol de los Clippers de Los Angeles, Donald Sterling, dijo en la cocina de su casa lo que no se atrevía a decir en público. No quería que su supuesta novia, V. Stiviano, llevara a jugadores afroamericanos a los juegos de su equipo: ni siquiera la leyenda del básquetbol, Magic Johnson, sería bienvenida. Pero le grabaron la conversación, la hicieron pública y ahora fue suspendido por vida de la NBA (National Basketball Association). Eso es lo que pasa cuando lo muy privado se hace muy público.

Los comentarios de Sterling son, desde luego, racistas, estúpidos e hipócritas. Su equipo – y sus ganancias – dependen en gran medida de sus jugadores y de sus entrenadores afroamericanos. Pero para Sterling una cosa es pagarles para que jueguen y otra, muy distinta, hacer vida social con ellos. Es el típico caso de las personas que dicen que no son racistas, pero que no quisieran que uno de sus hijos se casara con un hispano o miembro de una minoría.

No vivimos todavía en una época post racista. Muchos creían que la elección en el 2008 del primer presidente afroamericano, Barack Obama, significaba una reivindicación y un gran cambio después de décadas de esclavitud, racismo y discriminación. Fue, sin duda, un avance enorme. Histórico. Pero está claro que en Estados Unidos aún hay muchas personas que siguen juzgando y discriminando a otros simplemente por el color de su piel.

El caso de Sterling no es único. El ranchero de Nevada Cliven Bundy se convirtió en héroe de muchos conservadores por su pelea con el gobierno. Bundy no quería pagarle al gobierno en Washington para que sus vacas pastaran en terrenos federales. Eso es debatible. Pero el problema fue cuando, de pronto, dio su opinión sobre los “negros”.

“Abortan a su hijos”, dijo Bundy. “Ponen a sus jóvenes en la cárcel, porque nunca aprendieron a recolectar algodón. Y frecuentemente me he preguntado ¿viven mejor como esclavos, trabajando el algodón y teniendo una vida familiar y haciendo cosas, o están mejor viviendo con el subsidio del gobierno?” De nuevo, un comentario racista y doblemente estúpido; primero, por pensarlo y, segundo, por decirlo en público.

Los latinos nos sabemos este juego de memoria. Son pocos los que alguna vez no han sido rechazados por su apellido, país de origen, acento o tez morena. A veces es obvio, otras no tanto. Pero siempre duele.

Hasta la Corte Suprema de Justicia tiene sus prejuicios raciales. Hace poco, con una votación de 6 a 2, terminó con los programas de acción afirmativa en las universidades de Michigan. En el pasado esos programas ayudaron a que miles de estudiantes de minorías pudieran entrar a la universidad. Ya no será así.

Esa decisión de la Corte sería correcta en una sociedad sin racismo. Ese no es el caso de los Estados Unidos. “La raza importa,” escribió la jueza Sonia Sotomayor, criticando la decisión de la mayoría en la Corte Suprema, “debido a la persistente desigualdad racial en nuestra sociedad.” Sotomayor sabe que el racismo sigue presente.

Si no es por racismo, entonces ¿cómo podemos explicar que las mujeres latinas ganan en Estados Unidos 54 centavos por cada dólar que gana un hombre blanco? ¿Cómo explicar que la policía en Arizona detenga a un conductor sólo porque les parece que es indocumentado? ¿Cómo explicar que las cárceles de Estados Unidos tienen altísimos porcentajes de latinos y afroamericanos, pero no ocurre lo mismo en el Congreso en Washington y en Wall Street en Nueva York? ¿Cómo entender que el dueño de un equipo de básquetbol que gana millones de dólares gracias a sus jugadores afroamericanos no los quiera sentados a su lado o juntos en una fotografía de Instagram?

A pesar de todo, soy optimista. Creo que las cosas están mejorando. Hace sólo unos años, los comentarios de Sterling hubieran sido una colorida anécdota sin consecuencia en los medios de comunicación. Ya no. Recibió una multa de 2 millones y medio de dólares, una prohibición de por vida en cualquier evento de la NBA, seguramente tendrá que vender a los Clippers y, lo peor, la humillación pública por ser un racista.

Qué triste tener 80 años y no haber aprendido nada. El gran secreto ha dejado de serlo.

 

(¿Tiene algún comentario o pregunta para Jorge Ramos? Envíe un correo electrónico a Jorge.Ramos@nytimes.com. Por favor incluya su nombre, ciudad y país.)

 

 

Más vale tarde que nunca

En este 2014, los legisladores van a tratar de lograr lo que debieron hacer en el 2009: una reforma migratoria que legalice a la mayoría de los 11 millones de indocumentados. Lo sé: parece el cuento del lobo feroz que nunca viene. Pero si recordamos correctamente, al final del cuento el lobo llega. Espero que lo mismo ocurra con la reforma. No deja de sorprenderme el optimismo de los inmigrantes sin documentos y, particularmente, el de los “Dreamers”. No importa cuántas veces los políticos digan que no, ellos siguen insistiendo. Reconozcámoslo: quienes han mantenido vivo este movimiento son los Dreamers, esos valientes jóvenes – llegados ilegalmente de niños a este país – que se meten en las oficinas de los congresistas, se hacen arrestar y no paran sus campañas por la Internet. Ellos son los verdaderos héroes de los inmigrantes. Continuar leyendo

Estoy harto de los muertos

Estoy harto. Estoy harto de los muertos. Estoy harto de los políticos que no hacen nada para evitar más asesinatos. Estoy harto de los gritos de los que prefieren defender sus armas en lugar de proteger a las personas. Estoy harto de escribir esta misma columna cada vez que hay una nueva masacre en Estados Unidos. Estoy harto de que no pase nada – hasta la próxima matanza.

Los datos son los de siempre: un tipo con problemas mentales agarra una, o varias, armas y mata a mucha gente inocente. El problema no es que existan personas con enfermedades mentales. El problema particular en Estados Unidos es que esas personas con un serio desbalance emocional tienen un acceso ilimitado a armas de fuego.

La última matanza en Washington, D.C., siguió exactamente el mismo patrón. Durante casi una década Aaron Alexis había actuado con violencia inusitada. En 2004, la policía de Seattle lo arrestó por haber disparado contra las llantas de un auto, al parecer en una disputa por un lugar de aparcamiento. Cuatro años más tarde fue arrestado nuevamente por conducta desordenada durante una pelea en un bar cerca de Atlanta. En 2010 Alexis fue detenido otra vez, en esta ocasión por disparar a través del techo hacia el apartamento de arriba. Supuestamente dijo a la policía que su pistola se había disparado accidentalmente cuando la limpiaba, aunque su vecina del piso de arriba dijo sospechar que Alexis estaba enojado con ella por hacer ruido.

Alguien como Alexis no debe tener armas de fuego. Punto. Pero en Estados Unidos alguien así sí puede comprar perfectamente todas las armas que quiera. Hay lugares donde ni siquiera revisan antecedentes penales. Es más, se puede comprar sin restricciones una arma semiautomática, casi igual a las que se usan en la guerra. Y por la internet se pueden comprar miles de balas. Todo sin hacer una sola pregunta.

Cinco semanas antes de que Alexis entrara al Navy Yard, el centro de operaciones de la Marina de Estados Unidos, y matara a 12 personas, el asesino llamó a la policía. Dijo que se había tenido que cambiar de hotel tres veces porque tres personas lo perseguían y lo mantenían despierto enviándole vibraciones mediante un horno de microondas. Oía voces a través de las paredes, el piso y el techo. A pesar de todo, la policía no hizo nada. No le quitó sus armas ni la Marina le retiró el permiso de entrada a zonas restringidas. Su “derecho” a usar armas, amparado por la segunda enmienda de la constitución, prevaleció sobre el peligro inminente que él representaba. Era una matanza anunciada.

La primera masacre que me tocó cubrir en Estados Unidos fue en la Universidad de Virginia Tech en el 2007. Un estudiante, Seung-Hui Cho, asesinó a 32 personas e hirió a otras 17. A pesar de haber sido diagnosticado con desorden de ansiedad, Cho pudo comprar dos pistolas semiautomáticas presentando su licencia de conducir y su tarjeta de residencia. Caminé por los mismos pasillos y salones que Cho sin entender cómo alguien así pudo planear su ataque sin que ninguna ley se lo impidiera. En ese momento creí, equivocadamente, que esa matanza era una excepción, un hecho aislado. No fue así – aquí lo normal son las masacres.

El año pasado 12 murieron por un tiroteo dentro de un cine en Colorado. Y a finales del 2012 Adam Lanza mató a 27 personas, en su mayoría niños, en la escuela Sandy Hook de Newton, Connecticut.

Después de cada cobertura especial, siempre pensé que Estados Unidos corregiría, cambiaría sus leyes y pondría múltiples restricciones a la compra y uso de armas de fuego. Me volví a equivocar.

Es un hecho absolutamente incomprensible para mí que la mayoría de los políticos de Estados Unidos haya preferido proteger el derecho histórico a portar armas en lugar de cuidar la vida de sus niños y civiles. Y no es que se trate de eliminar por completo la segunda enmienda de la constitución sino de imponer límites razonables para evitar más masacres.

¿Qué tiene de malo revisar los antecedentes penales e historial psiquiátrico de todos los que compren armas, no permitir el uso de rifles de guerra, ni armamento semiautomático? Para cazar y cuidar tu casa no se necesita ese tipo de armas.

Está claro que países como Japón, que prohíbe que sus civiles usen armas de fuego, son mucho más seguros que Estados Unidos, que le permite usarlas a cualquiera. Pero aquí nadie está escuchando. El Congreso y la Casa Blanca ya están actuando como si nada hubiera ocurrido en el centro de la marina en Washington.

Cómo le ocurre a mucha gente cuando es sorprendida por un tiroteo, los líderes de esta nación han quedado paralizados. Una y otra vez. Es el comportamiento normal en este país después de cada masacre. No ven, no oyen, no hacen nada.

Estoy harto de quejarme y de saber que todo seguirá igual. Hasta la siguiente matanza.