El autodenominado “neopopulismo” no es otra cosa que un revival del ya suficientemente conocido -y sufrido- “populismo”. Aparece contemporáneamente en una versión más exacerbada que edulcorada; y en algunas situaciones concretas, su también predicada “radicalización” adquiere los bemoles de un paroxismo, en especial cuando se trata del desapego hacia las instituciones propias de un Estado constitucional de Derecho.
Al producir una tropicalización de la vida política, en manos de pretendidas líderes “carismáticos”, luego del espejismo inicial y de su relato preambular, la imagen que ofrece guarda semejanza con la comparación que luce entre una edición encuadernada (que sería el clásico “populismo”) y otra edición, pero “en rústica” (que así se presenta el neopopulismo “a la criolla”). Pero en ambas versiones los resultados son equivalentes: el fracaso. El tiempo que media entre su instalación y el ocaso, puede variar según los anticuerpos con que cuente la sociedad en la cual “prende” esa dolencia, pero el agotamiento de sus posibilidades de arraigo y expansión -que le son absolutamente necesarias- conduce a un desenlace cuyas formas y alcances de consumación son impredecibles. Por lo general, los populismos y neopopulismos hacen implosión, previo intento de golpe “desde” el Estado (o autogolpe) cuando presienten la retirada del favor popular. Necesitan “fueros” protectores y le temen al escarmiento.