Faltaron segundos. No para que Argentina llegue a los penales, aunque casi: ocho minutos separaron al seleccionado de llegar hasta el último instante de la competencia. Los segundos los necesitaron Higuaín, para acomodarse y definir bien en el mano a mano del primer tiempo con el que soñará toda la vida, y también Palacio, cuando se apuró y le dio con la canilla en vez de con el empeine ante la inminente chance de convertirse en el héroe de la Copa. Argentina fue un dignísimo subcampeón que pudo e incluso estuvo más cerca de ganar la final que el mejor equipo del Mundial.
La derrota no va a empañar el prestigio de Messi y Mascherano; el primero ganó casi solo los primeros cuatro partidos y luchó hasta el último segundo. El segundo, con categoría, liderazgo y amor propio, se convirtió en el hito de una competencia con demasiadas sombras extra deportivas
El líder de la Argentina fue la imagen diametralmente opuesta a la de la FIFA. Uno noble, solidario, compañero; la otra egoísta, fría, calculadora. El que terminó el domingo fue el torneo más incómodo para la empresa propietaria del fútbol. Bajo sospecha de corrupciones varias y acomodos, la alarma se encendió hace un año, cuando en plena Copa de las Confederaciones- avant premiere del Mundial- las grandes ciudades de Brasil se levantaron contra el grosero gasto mundialista, absolutamente desfasado con la realidad económica y social del país.
O quizás fue antes, en enero del 2013, cuando France Football presentó el famoso informe en el que palabras más, palabras menos, contaba que el Mundial de Qatar 2022 había sido comprado.
En orden de mantener viva la llama del Fair Play, en el partido inaugural el japonés Nishimura avisó, con la sutileza de la omisión, que otra vez el circo estaba armado para Brasil. El árbitro japonés se hizo el distraído ante un grosero codazo de Neymar contra un jugador croata. La FIFA no actuó de oficio, como sí lo hizo, con una sanción violenta y desmesurada, cuando crucificó a Suárez por haber raspado al tano Chiellini. La obscena sanción a Suárez fue la primera gran bomba de Brasil 2014. En perfecto francés, el presidente Mujica resumió el sentimiento de los uruguayos y de la patria internacional futbolera: los de la FIFA son unos viejos hijos de puta.
En cuartos de final explotó la segunda bomba del Mundial: el rodillazo torpe, innecesario y desmedido del colombiano Zúñiga que sacó a Neymar de su Mundial. El crack brasileño se despidió pronto de un torneo en el que debería haber sido el primer expulsado-y algunos new agers se deben haber aliviado ante semejante ejemplo del boomeránico karma.
Nunca más veremos en una Copa del Mundo a Gerrard, ni a Pirlo, ni a Forlán, ni a Casillas. No es novedad, pero duele: la última vez de un Señor Jugador debería ser siempre a lo Zidane: en la final y con la cinta puesta. Aunque sea repartiendo cabezazos.
Entre la lesión del 10 brasileño y la nostalgia anticipada estalló la tercera bomba con sus consiguientes esquirlas: la policía de Río arrestó en el mismísimo bunker de la FIFA (el imponente Copacabana Palace) al inglés Raymond Whelan, director de MATCH Services, la empresa encargada de la comercialización de los tickets. La Operación Jules Rimet concluyó que Whelan, amigo y socio estratégico de FIFA, es la cabeza de una organización dedicada a la sobreventa de entradas. La mancha de la sospecha se extendió de inmediato, como un derrame petrolero, al living de un torpe y acartonado Blatter, que no supo o no pudo sacarse las manchas de alquitrán.
Si la FIFA maniobró mal y a destiempo ante los pelotazos improvisados, los arqueros, en cambio, dieron sobradas lecciones sobre el buen uso de los reflejos. Fue el Mundial de ellos y con marcado acento latino. La rompieron Ochoa, el gigante mexicano, Keylor Navas, las manos seguras de la sorprendente Costa Rica y Ospina, el 1 de Colombia. Justamente Ospina, en el partido contra Japón, salió del campo para permitirle la entrada a Farid Mondragón, el histórico arquero colombiano que pisó el césped por siete minutos para convertirse, a sus 43 años, en el jugador más veterano en jugar un Mundial.
Además, el holandés Tim Krul logró el milagro de sacarle una sonrisa a Van Gaal cuando cumplió el cometido específico de atajar los penales de los ticos. Romero-antes discutido, hoy héroe- y Neuer, el arquero total de la Alemania arrasadora, conservaron el honor del puesto más difícil hasta el soñado 13 de Julio. El arquero-líbero protagonizó unas cuantas escenas insospechadas durante la noche de la cuarta gran bomba: fue el 8 de Julio, cuando su equipo le ganaba 7 a 0 a Brasil y, a pesar del marcador escandaloso, apuraba a los alcanzapelotas cada vez que la pelota se perdía atrás de su arco.
La humillación fue tal que la hija del tristemente célebre Barboza, arquero de Brasil en el Maracanazo, dijo que ese 1-7 fue mucho más vergonzoso que lo que pasó en 1950. El Muerto se rió del degollado.
La quinta bomba cayó el domingo y por su propio peso: la mayor fiesta del fútbol nos regaló a un nuevo campeón del mundo. Los germanos celebraron un merecido campeonato en el que mostraron que los cracks, cuando conectan casi telepáticamente, pueden lograr un fútbol de una sofisticación asombrosa.
Argentina, incluso ante esas armas, estuvo cerca de ganarlo por el simple hecho de que, al menos en apariencia, sus jugadores tenían más ganas de levantar la copa. Pudo haber sido la consagración definitiva de Mascherano y de Messi, y nada menos que en Brasil. Pero ambos cracks no precisan la Copa para sentarse, con total autoridad, en el palco de honor de los grandes cracks de la historia del fútbol argentino.