La cultura del odio

Fue el sabio nonagenario Shimon Peres quien, a su forma, advirtió sobre el desastre que se le venía a Israel si se decidía a iniciar una operación militar a gran escala en la Franja de Gaza: “Es necesario, pero hay entre medio un gran dilema moral”. Que era, obviamente, la muerte de civiles.

Israel, un estado en el que la respuesta militar se consuma, desde el primer día de su existencia, como consecuencia de un reflejo vital de supervivencia, cayó una vez más en la trampa que le tendió Hamas. Dicen por acá los que vieron esta película en vivo una y otra vez, entre quienes se incluyen escritores y pensadores históricamente enfrentados a Netanyahu, intelectuales ligados a movimientos pacifistas, hombres y mujeres leídos, racionales, que Hamas jugó a la ruleta rusa adrede. En otras palabras, muchos creen que el grupo terrorista quería que pasara esto: provocar para que Israel responda, mandar al matadero a sus civiles, exponer sus cuerpos y utilizar su sangre para, otra vez, chantajear sentimentalmente hasta a las más conservadoras almas de occidente. Lo lograron: hace tiempo escuchamos que ya no vivimos las guerras de las armas, sino de la información, y en ese terreno la cantidad de víctimas palestinas le otorgan al grupo terrorista, paradójicamente, una categórica victoria sobre Israel.

Cuando las imágenes de niños y mujeres palestinos muertos dan vuelta al mundo, pocos pueden-y quieren- recordar la letra chica del asunto. El odio se devora los matices. En el conflicto más maniqueísta de la historia, esas espantosas imágenes, las sensibleras cartas abiertas de Roger Waters y las remeras palestine-friendly de Cristiano Ronaldo atentan notablemente, en la mente llena de odio de cualquier oficinista frustrado, contra la imprescindible posibilidad de atacar el asunto desde otros ángulos para darse cuenta que esto no es A o B, Israel o Palestina, Víctima y Victimario. Sin embargo, la palabra genocidio, tan de moda por estos días como el término selfie, se utiliza con alarmante ligereza. Los vietnamitas, las víctimas de la feroz dictadura guatemalteca, los Hutus o, recientemente, los cristianos sirios asesinados adrede y de a millones ya ni siquiera por pensar distinto, sino por el simple hecho de haber nacido en determinado lugar, se revuelven en sus tumbas con una risotada llena de incredulidad y de bronca. Hay que tener cuidado con el uso de las palabras.

Aunque a Eduardo Galeano no le guste, es obligatorio recordar, ante todo, que esta guerra no es entre Israel y los gazatíes y que, aunque lejos está de justificarlo, las FDI no matan civiles por placer o de forma deliberada, aunque es justo y pertinente proceder a la revisión de los hechos por parte de los organismos internacionales, sobre todo respecto al intempestivo bombardeo a la ciudad sureña de Rafiah tras el presunto secuestro del Teniente Hadar Goldin, que finalmente fue encontrado sin vida.

La izquierda portátil (esa que no piensa en derechos humanos cuando se refieren a adolescentes infractores de su propio país, o condena los atropellos dependiendo si el país es amigo o enemigo de EE.UU)  tomó las redes sociales para bramar contra la brutalidad de la operación terrestre en Gaza, y está en su derecho. Nadie los meterá presos o los lapidará por opinar porque, por suerte, las calles donde viven no están patrulladas por las células terroristas de Hamas, uno de los más sanguinarios grupos fundamentalistas de todo el planeta.

Algunos de los palestinos muertos forman parte del subgrupo de las tristemente célebres “bajas colaterales”, pero muchos otros(¿cuántos? ¿cómo saberlo?) fueron escudos humanos instruidos por Hamas en manuales específicos en los que no faltan detalles sobre el procedimiento,como arengas para dar su vida por La Causa. El lenguaje de Hamas es claro: Palestina o Israel, Jihad o sumisión. Patria o Muerte.