Desafíos y riesgos del dólar competitivo

Los candidatos a la Presidencia empiezan a mostrar sus cartas de intención para reformular la política económica en 2016. Uno de los puntos clave es el del precio del dólar para alcanzar un tipo de cambio de equilibrio, que lleva a algunas reflexiones sobre los efectos de los procesos inflacionarios y devaluatorios frecuentes en la historia del país.

La experiencia de la Argentina en las últimas siete décadas revela las enormes dificultades de los gobiernos para ejecutar una devaluación ordenada. Es una medida impopular, que lleva a una pérdida de salario en términos reales e influye en el corto plazo en el aumento de la inflación y los niveles de pobreza. Por ese motivo los mandatarios intentan diferirla lo más posible o bien ocultarla como una enfermedad vergonzante.

El gobierno de Cristina Kirchner ofrece un ejemplo ambiguo. En los últimos ocho años de gestión del Frente para la Victoria, el peso perdió dos tercios de su valor, aunque esa fuerte devaluación no impidió que el dólar siguiera atrasado, debido a la escalada mayor del resto de los precios.

En el pasado fue común que los ministros de Economía asumieran un ajuste cambiario cuando no quedaba otra salida. Muchas veces ocurrió en el peor momento: en medio de crisis políticas y sociales a las que en parte había contribuido esa dilación en llevar al dólar hasta un nivel de equilibrio que potenciara las exportaciones y el ingreso de divisas.

En 2002 el presidente Eduardo Duhalde y su ministro Jorge Remes Lenicov estimaron en 1,40 peso el valor de equilibrio del dólar, respaldado por el nivel de reservas en el BCRA a comienzos de ese año. La profunda recesión y la inestabilidad política complotaron con esa proyección que hoy podría encuadrarse como “gradualista”. El tipo de cambio saltó del “uno a uno” a casi 4 pesos por dólar a mediados de 2002. Ese “overshooting”, acompañado por una mejora paulatina en los precios de las exportaciones, fue sin embargo la clave para que la Argentina comenzara a salir del pozo económico en el que había caído tras una década de convertibilidad.

La dictadura militar de 1976-1983, que heredó una inflación ascendente del gobierno de María Estela Martínez de Perón, apeló al endeudamiento en dólares que fortaleció las reservas (subieron del 2,6% del PBI en 1975 a 7,8% en 1979) junto a la aplicación de la “tablita” para programar la devaluación, cuando fue ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz. El resultado fue una carrera inflacionaria en la que el atraso cambiario se hizo insostenible y una vez que se ajustó, empujó a los precios aún más alto. En los siete años y medios del “Proceso” el dólar saltó 85.529%, desde los 240 pesos Ley 18.188 a los 20,55 pesos argentinos (equivalentes a 205.510 pesos Ley).

La convertibilidad del peso con el dólar de 1992, con Domingo Cavallo como ministro, precisó un salto previo del dólar del 14.300% (de 655 a 94.000 australes) en los dos primeros años de gobierno de Carlos Menem para encontrar valor de equilibrio que pudiera darle cierre a la crisis hiperinflacionaria desatada durante la presidencia de Raúl Alfonsín. En los cinco años y medio que duró el gobierno del caudillo radical el dólar aumentó a una tasa astronómica: 3.187.248%, de 20,55 pesos argentinos a 655 australes (655.000 pesos argentinos).

A cada colapso inflacionario y devaluatorio lo acompañó un profundo deterioro en los indicadores socioeconómicos que no logró revertirse por completo con la recuperación económica posterior. Es obvio, pero el descalabro que genera la emisión espuria de moneda y la salida de dólares lo pagan tarde o temprano todos habitantes con una menor calidad de vida, una vez llegado el ajuste. Ya entrado el siglo XXI, después de años de crecimiento económico tras la crisis 2001-2002, tener un empleo formal en la Argentina no garantiza salir de la pobreza. El Salario mínimo Vital y Móvil hoy asciende a $5.588, cuando la Canasta Básica Total –que determina la línea de pobreza‐ se ubica, según datos de la fundación FIEL, en $6.636 para una familia tipo de cuatro miembros, que obliga a la dependencia de subsidios estatales para la subsistir.

Pobreza, la gran deuda en democracia

Aún cuando el PBI argentino se expandió en las últimas tres décadas, con un avance más consistente en los últimos 12 años, todavía uno de cada cuatro argentinos es pobre, si se comprende en este grupo a aquellos que tienen necesidades básicas insatisfechas en cuanto a vivienda, servicios sanitarios, educación e ingreso mínimo.

Según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, la pobreza subió el año pasado al 27,5% de la población, casi un punto más que en 2012. Un estudio del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP) señala que al segundo trimestre de 2013, “la pobreza afecta a 15,4 millones de personas, es el decir al 36,5% de la población total”, mientras que “la indigencia indica que al menos cinco millones de personas están pasando hambre, es decir, un 12,1% de la población”. Estos análisis refieren que en el país viven entre 11 y 13,5 millones de pobres.

Es necesario ver más allá de la mezquindad política de ocultar las cifras oficiales para entender que estamos frente a un deterioro de los indicadores sociales que lleva muchos años, pero del que como sociedad tenemos una responsabilidad ineludible desde la recuperación democrática en 1983. Los gobiernos elegidos desde entonces se dedicaron a administrar una coyuntura muchas veces adversa, pero nunca percibieron la presión de una demanda ciudadana para que la inclusión social fuera una prioridad en la agenda.

La última gran crisis en 2001-2002 provocó una caída del 10,9% del PBI, un desempleo del 21,5% y un incremento de la pobreza que se extendió prácticamente a la mitad de la población argentina, su nivel más alto en la historia. Sobre esa base, el kirchnerismo se respalda para decir que los índices sociales durante su administración tuvieron una sensible mejora, lo cual es cierto. Sin embargo, al observar las cifras anteriores al estallido de la convertibilidad, es difícil establecer que haya habido una evolución, aún cuando la economía creció y el país es más rico que una década atrás.

Cada gran crisis –el “Rodrigazo”, la debacle post Malvinas durante la dictadura, la hiperinflación, el 2001- fue sucedida por un período de notable rebote de la actividad económica, aunque en términos de pobreza nunca llegaron a recuperarse los niveles previos a cada colapso del ciclo económico. Ante esa tendencia reiterada y que no distingue de signos políticos, mejor que fijar una posición es compartir la visión de los especialistas y su contribución a un debate que sigue postergado.

Guillermo Cruces, del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS), apunta que “en los últimos 40 años tenemos un grupo social que ha visto caer sus ingresos sistemáticamente: cuando el resto de la población gana, ellos pierden; cuando el resto pierde, ellos pierden más”. Cruces detalla que “en el período de la dictadura, el 20% más pobre de la población vio caer sus ingresos. Durante el primer período democrático, todo el mundo perdió ingresos, pero perdió más el 20% más pobre. Con el menemismo, el 90% más rico de la población vio aumentar sus ingresos y el 10% más pobre vio caer sus ingresos. Y con la última crisis, los ingresos de todo el mundo cayeron, pero los del 20% más pobre aún más”.

Daniel Arroyo, ex ministro de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, considera que “en el país existen tres grandes problemas: el primero, vinculado a la pobreza estructural, el segundo a la informalidad económica, en tanto el 40% de la población que trabaja lo hace de manera informal; y el tercero que tiene que ver con los adolescentes y jóvenes que tienen privaciones serias”.

En este último punto involucra a los denominados “ni-ni”, franja de la población entre los 16 a 24 años que no trabaja ni estudia y que se estima en unas 900 mil personas. “El problema de los jóvenes pobres no es entender cómo hacer un trabajo, sino el hecho de ir a trabajar todos los días ocho horas. Para entenderlo y diseñar las estrategias adecuadas para cambiarlo es necesario ubicar esta problemática en el contexto histórico y recordar que muchos de estos jóvenes no han visto ni a sus padres o madres, ni a su abuelo trabajar”, explica Arroyo. Estamos en presencia de la tercera generación de excluidos, que en muchos casos ya tiene hijos pequeños, puesto que la población más vulnerable tiene más hijos y a edad más temprana que aquella de mayores ingresos.

Baja calidad del empleo y menores ingresos

Por InfobaeTV, la especialista del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales (CEICS) Tamara Seiffer dijo que “la economía se sigue expandiendo, pero esa renta, aunque es más grande, no alcanza para sostener al conjunto. Los salarios promedio de la década kirchnerista entre 2004 y 2014 son aproximadamente la mitad de lo que eran en 1975 en términos de su poder adquisitivo. En relación a los años 90 estamos más o menos igual en términos de pobreza y de salario”.

Un mercado laboral con empleo precario, salarios bajos y una elevada desocupación, disimulada en parte con planes sociales –que retiran a muchas personas del mercado del trabajo- y empleo público, son condiciones que influyen en el avance de la pobreza. “En plena crisis o incluso a mediados de los ’90 uno tenía una asociación entre pobreza y desempleo. En esta década se rompe y se evidencia que no necesariamente tener empleo garantiza salir de la pobreza. La Asignación Universal por Hijo, de alguna manera, es una autodenuncia de esa situación. Hay una masa muy importante de la población, unos 1.900.000 hogares que necesitan de la asistencia para vivir, pero no porque estén totalmente desocupados”, define Seiffer.

Un informe de la consultora IDESA, que dirige Jorge Colina, enfatiza que “la polémica sobre cuántos son los pobres reduce la visibilidad de las regresivas consecuencias que tiene asociado el despilfarro del gasto público”. Para IDESA, una forma alternativa de medir la marginalidad social es considerar pobre a la gente cuyo ingreso no supera el 60% de la mediana de ingresos de la población. Según este método, la pobreza en el país pasó del 31% en 2004 al 26% de la población, o sea bajó cinco puntos porcentuales en la última década, aunque uno de cada cuatro argentinos persiste en esa condición.

Al examinar este período, IDESA también llegó a concluir que por cada $100 mil millones de aumento del gasto público real, la pobreza se redujo a razón de apenas un punto porcentual, pues “el gasto público total del gobierno nacional, provincial y municipal medido en términos reales pasó de $735 mil millones a $1.200 miles de millones, o sea creció un 64% por encima de la inflación”, mientras que la pobreza cedió 5% en diez años.

Agustín Salvia, investigador de la UCA, indica que desde 2012 “ha aumentado la pobreza, pero la indigencia se ha mantenido. Hay un piso estructural del 20 al 25 por ciento de población en situación de pobreza que ya no se mueve mucho en los términos de los ciclos económicos. Las políticas económicas, debido a la segmentación del mercado de trabajo, no lo logran atravesar, más allá de los esfuerzos que se hagan desde el punto de vista de transferencia de ingresos, porque no hay condiciones laborales para que la gente obtenga un empleo más productivo”.