Contra la banalidad de la indiferencia

El filósofo germano-israelí Emil Fackenheim caracterizó la historia del antisemitismo con esta secuencia. Inicialmente se les dijo a los judíos: “ustedes no pueden vivir entre nosotros como judíos”, es decir, deben convertirse. Luego se les dijo: “ustedes no pueden vivir entre nosotros”, es decir, deber partir. Los nazis postularon: “ustedes no pueden vivir”. Y los asesinaron en masa.

Holocausto en hebreo se dice Shoá, término que -según explica Louis Weber, editor de la monumental Crónica del Holocausto: las palabras e imágenes que hicieron historia- surgió en un folleto publicado en Jerusalem en 1940 por el Comité Unido de Ayuda a los Judíos en Polonia. La palabra refiere al exterminio de seis millones de judíos en Europa, entre 1939 y 1945, llevado a cabo por los nazis y sus aliados.

El genocidio de los judíos del siglo último fue algo único en los anales de las masacres sufridas por el pueblo hebreo y, resta aclarar, fue un enorme crimen contra toda la humanidad.

El papel del hombre en este infierno de muerte y destrucción aún es materia de estudio e interpelación. Hubo víctimas y hubo verdugos, hubo colaboradores y hubo resistentes, hubo justos entre las naciones y hubo observadores indiferentes. El Holocausto fue ideado, perpetrado, desafiado y sufrido por hombres. Y las noblezas y las bajezas que signaron esa época atroz serán símbolos de heroicidad y estigmas de vergüenza para toda la raza humana por siempre.

Se atribuye al historiador judío Simón Dubnow, quién fue asesinado por los nazis en Riga en 1941, haber dicho estas palabras finales a sus hermanos: “¡escriban y registren!”. Su llamado, junto al de tantos otros, ha reverberado a través del tiempo y ha legado una literatura del Holocausto, documentada y emotiva a la vez, cuya divulgación se ha convertido en un mandato moral para todos los hombres de bien. Ella nos confronta con la muerte. “Pero el estudio de estas muertes”, en la apta observación del renombrado académico Michael Berenbaum, “es un servicio a la vida”.

En la actualidad hay concientización sobre el Holocausto: películas, museos, testimonios de los sobrevivientes, programas educativos, conmemoraciones oficiales y una vasta literatura académica dan cuenta de ello. ¿Pero comprendemos realmente? ¿Hemos verdaderamente aprendido las lecciones terribles de la Shoá? Una de sus más cruciales lecciones yace -parafraseando a Hanna Arendt- en la banalidad de la indiferencia. Así la retrató para la posteridad Martin Niemöller, un pastor alemán encarcelado entre 1937 y 1945: “Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante. Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada”.

Hoy, tristemente, casi nadie está diciendo nada sobre la incitación genocida que anida en grupos y estados fundamentalistas que anhelan la aniquilación de Israel, el único estado judío del mundo y nación-refugio para los sobrevivientes de la Shoá. El movimiento palestino Hamas anuncia en su carta fundacional que busca la erradicación de Israel y la de todos los judíos donde sea que se encuentren, y a nadie parece importarle. El Estado Islámico tuitea “estamos yendo a matarlos, oh judíos” sin que a alguien eso le mueva una pestaña. El líder del movimiento libanés Hebzolá, Hassan Nasralá, declara impunemente que “si todos los judíos se reúnen en Israel, eso nos va a ahorrar la molestia de ir en pos de ellos por todo el mundo”. El ex presidente iraní Ali Akbar Hashemi Rafsanjani (considerado un moderado) proclamó a inicios de este milenio que “la aplicación de una bomba atómica no dejaría nada en Israel, pero la misma cosa sólo producirá daños en el mundo musulmán”, frase convenientemente olvidada por un Occidente entusiasmado en negociar con Teherán. El estandarte de los houtis que han recientemente derrocado al gobierno en Yemen es “Dios es grande. Muerte a América. Muerte a Israel. Al diablo con los judíos. Poder para el Islam”. ¿A alguien le concierne?

Nos debería preocupar a todos, pues así comienzan los genocidios. Con la propaganda, con la incitación. Es decir, con la destrucción intelectual de las víctimas como preludio a su exterminación física. Primero se los difama y deshumaniza, luego se los ejecuta. El Medio Oriente es un hervidero de feroces proclamas antijudías, de una magnitud no vista desde los tiempos de la Alemania nazi. La manera genuina de honrar la memoria de los mártires judíos asesinados en el pasado es actuar para preservar las vidas de los judíos que están bajo amenaza en el presente. En este Día del Holocausto tomemos conciencia de ello.

Hassan Rohani, marca registrada

¿Exactamente en qué momento se convirtió Hassan Rohani en un moderado? ¿Fue cuando pidió a las milicias Basij que reprimiesen “impiadosa y monumentalmente” las protestas estudiantiles de 1999? ¿Fue cuando presidió el Consejo de Seguridad Nacional entre 1989-2005, período en que las autoridades iraníes planificaron el atentado contra la AMIA (1994, 85 muertos) en la Argentina y contra las Torres Khobar (1996, 19 muertos) en Arabia Saudita? ¿Fue cuando lideró las negociaciones nucleares con Europa a partir del 2003 y no detuvo el programa nuclear persa? ¿Fue cuando no condenó públicamente a Ahmadinejad por negar reiteradamente el Holocausto durante los últimos ocho años? ¿O fue cuando no instó a su gobierno a que dejase de apoyar al régimen genocida de Bashar-al-Assad en Siria? ¿Exactamente cuando se moderó?

La moderación de Rohani es un espejismo que los occidentales sedientos de flexibilidad ven en el desierto de la política iraní. Pero él es parte y parcela de la estructura de poder en Irán, un hijo dilecto de la Revolución Khomeinista, un hombre seleccionado por el líder supremo ayatollah Alí Khameini para postularse a la presidencia de la República Islámica, sólo uno entre ocho privilegiados que dejó a 592 excluidos. Es tal la desesperación occidental por encontrar un reformista en Irán que basta una sonrisa fraudulenta para que las expectativas afloren.

Pero ya hemos estado en este mismo lugar.

En 1989 ascendió a la presidencia Alí Akbar Hashemi Rafsanjani, un político ampliamente etiquetado como un reformista y un moderado en la política persa. Y sin embargo, un informe de la CIA de 1990 aseveró: “Aunque Rafsanjani ha buscado mejorar las relaciones con algunos países occidentales desde que asumió directamente la presidencia el pasado agosto, acontecimientos del año pasado muestran que Teherán sigue considerando el uso selectivo del terrorismo como una herramienta legítima”. Dos años después, otro reporte de la CIA responsabilizaba a las autoridades iraníes por orquestar ataques contra funcionarios israelíes, sauditas y estadounidenses en Turquía, emigrados judíos de la ex Unión Soviética, así como a disidentes iraníes exiliados. En diciembre de 2001, dos meses posteriores al 9/11 en Estados Unidos, Rafsanjani vaticinó que el uso de una bomba atómica contra Israel no dejaría nada vivo sobre la tierra mientras que la posible respuesta israelí afectaría apenas a una porción del Islam. En lo relativo a la cuestión nuclear, en noviembre del 2004 Rafsanjani afirmó: “Definitivamente no podemos parar nuestro programa nuclear y no lo pararemos”. Así fue.

Rafsanjani fue sucedido en el sillón presidencial por Muhammad Khatami, otro presunto ícono de la moderación persa. No obstante, bajo su mandato (1997-2005) las cárceles del país siguieron atestadas de prisioneros políticos, Hezbollah continuó recibiendo el patrocinio de Irán y el programa nuclear prosiguió su marcha. Unos meses antes de dejar el poder aseguró ante un grupo de diplomáticos extranjeros que el enriquecimiento de uranio “es nuestro claro derecho” y legó una de las citas más extraordinariamente cómicas de la historia de Irán: “Damos nuestra garantía de que no vamos a producir armas nucleares, porque estamos en contra de ellas y no creemos que sean una fuente de poder”.

En el 2005 Mahmoud Ahmadinejad fue designado presidente y por los siguientes ocho años las cárceles del país siguieron atestadas de prisioneros políticos, Hezbollah continuó recibiendo el patrocinio de Irán y el programa nuclear prosiguió su marcha. En abril del 2012 él prometió: “No nos moveremos un milímetro de nuestros derechos atómicos”. La Agencia Internacional de Energía Atómica tenía motivos para creerle. Uno de sus informes del año previo había indicado: “La Agencia tiene serias preocupaciones concernientes a las posibles dimensiones militares del programa nuclear de Irán”; además había señalado: “La información indica que Irán ha llevado a cabo actividades relevantes al desarrollo de un mecanismo de explosión nuclear” e inequívocamente afirmó que Irán trabajó “en el desarrollo de un diseño local de un arma nuclear incluyendo el testeo de componentes”.

Al ganar las últimas elecciones nacionales, Hassan Rohani extendió un ramo de olivo a la familia de las naciones y aseguró: “Nuestros programas nucleares son completamente transparentes”. Parece que el humor es un atributo típico de la idiosincrasia política iraní.

El flamante presidente Rohani será funcional a Bruselas y a una Casa Blanca poco dispuestas a tomar acciones decididas para frenar el proyecto nuclear persa. El Ayatollah Khameini comprendió que es preferible, y más fácil, engañar a las potencias que confrontar con ellas. Ahmadinejad reflejaba demasiado fielmente el verdadero rostro del régimen teocrático y eso le complicó las cosas al país. Una nueva política de relaciones públicas era necesaria. Con la fachada de “Rohani el moderado”, Irán espera confundir y ganar tiempo. Total, mientras se dialoga Parchín, Natanz, Arak, Bushehr e Isfaham pueden seguir operando. A juzgar por las primeras reacciones mundiales al nuevo producto presidencial made in Iran, es notable ver cuán exitosa hasta ahora ha sido la treta.