Lecciones de una marcha multitudinaria

La marcha fue multitudinaria, fue un pueblo de pie diciéndole no al intento de instalar una dictadura de personajes menores conducidos por la Presidenta. A esa enorme cantidad de gente le corresponde una enorme cantidad de estupideces repetidas hasta el cansancio por los empleados públicos, que están obligados a opinar para subsistir y lo hacen como si imaginaran que piensan y expresan genialidades. En todo intento autoritario se suman listas de intelectuales que creen encontrar en la realidad su lugar de vanguardia iluminada. Ni en eso vivimos una experiencia original. El peronismo tuvo su guerra y consigna (“Alpargatas sí, libros no”, que tenía mala prensa); Carta Abierta le devolvió su vigencia al merecer alpargatazos. Los intelectuales suelen ser elitistas y el mero hecho de que les asignen un espacio los lleva a imaginar que el Gobierno les reconoce el talento y en consecuencia, devolviendo gentilezas, intentan asignarle virtudes.

Marcharon muchas mujeres mayores, portadoras de la memoria histórica de los 70, de aquellos tiempos donde se caminaba alegremente a una guerra que se asemejaba a un suicidio. Y pocos jóvenes. Somos parte de una sociedad donde la naturaleza les concede a los jóvenes un tiempo de gracia, un tiempo donde no es necesario trabajar. Con sólo recorrer las universidades, los carteles y las consignas, nos queda claro que se pueden romper vidrios primero, arreglarlos después y terminar con el tiempo haciéndose cargo de su fabricación.

El autoritarismo no tiene fisuras, toda alternativa será motivo de sus odios. Ya se les vuelve complicado armar una epopeya con las cadenas oficiales. La Presidenta solo les aporta una cuota de resentimiento que ellos luego de largos hervores convierten en caldos revolucionarios. No me canso de repetir: si en los 70 vivimos la tragedia, ahora llegó el tiempo de la comedia. Ni les entra en la cabeza perder las elecciones, no imaginan vivir sin usurpar el poder.

Pocos, casi ninguno del oficialismo, fue respetuoso frente a la multitud. No suelen soportar ni entender la realidad. Hace rato que se les cayó encima el muro de Berlín, cuando la democracia y la libertad se impusieron como valores imprescindibles para construir la justicia. Ellos encontraron en el kirchnerismo un espacio de prebendas que los hizo soñar con la toma del poder. Se cansaron de escribir y decir tonterías, de degradar a los que los enfrentamos y ahora, la marcha es tan sólo el aviso del final del recreo, del sueño de imponer un Gobierno de derecha con una burocracia estalinista de supuesta izquierda.

La marcha fue el anuncio de que tuvimos suerte y no pudieron destruir la justicia, ésa que a veces es corporativa y corrupta, pero siempre más digna y libre que si cayera en la alcahuetería dogmática de los que la llaman “legítima”. El estalinismo es siempre más decadente y nefasto que el peor liberalismo.

Es el último año de un Gobierno que terminó siendo una verdadera pesadilla. Las cadenas oficiales son sólo una muestra de desprecio al conjunto de la sociedad. Un feudalismo mediocre y corrupto asociado a los restos de dudosos revolucionarios, convertidos – todos – en saqueadores de un Estado que hicieron a la medida de sus necesidades. Venezuela fue el espejo en el que intentaron mirarse. Su fracaso es un testimonio más del destino del “modelo”.

Frente al conflicto, la mediocridad del oficialismo queda al desnudo. La marcha fue el último testimonio de que no pueden ni quieren entender el mensaje de la realidad. Ayer intentaban meter miedo; ahora se dedican a disimular el miedo que los comienza a acompañar. La derrota del intento de destruir la Justicia nos deja la esperanza de que varios de estos personajes menores que hoy nos destratan terminen tras las rejas. Es un ejemplo que nuestros hijos necesitan y merecen.

Superados

Parecían dueños del destino universal, salvadores de la patria, fundadores de un sistema que aplastaba a los otros con las sombras del pasado. Soberbia, eso era lo que les sobraba, y explicaban que en todo disidente habitaba una corporación y también en el que pensaba y opinaba distinto anidaba la traición. Así fue que la democracia inició su lento pero firme retroceso; la libertad se fue enredando con las explicaciones; las corporaciones y los imperialismos terminaban definiendo al que se animaba a pensar. Si el Gobierno le tiraba un pedazo de poder al progresismo, entonces, se volvía progresista. Algunos que de jóvenes imaginaron ser capaces de convertir su pensamiento en concreción del mundo nuevo, del hombre nuevo y ya de mayores, se arreglaban con bastante poco, si los reconocen y los respetan y los eligen para ser elogiados y financiados. Si todo esto pasa, uno se puede volver oficialista porque el poder engendra caricias que se parecen a las ideas.

Se creían eternos, hasta que una muerte les quedó grande, o su pretendido talento les quedo chico, entonces se amontonaron todos a aplaudir y a leer una escritura de lealtades que parecía más ser un agradecimiento de las prebendas conseguidas que una reivindicación de las ideas apoyadas. El documento daba pena, aquellos que ayer se imaginaban eternos daban hoy un triste espectáculo de mediocridad militante. La obediencia al poder y las ganancias económicas, ambas juntas y sumadas, dejaban a la vista de la sociedad una burocracia miserable y enriquecida, que ni siquiera guardaba la lógica conciencia del ridículo. Engendraron bronca y ya dan pena, decadencia en estado puro, aplaudiendo en público su alegría de haberse enriquecido en privado. Como si la bonanza que vivían ellos fuera la misma que beneficiaba a todos.

Se imaginaban fundacionales, de pronto son sólo un resto histórico que genera vergüenza. Una muerte alcanzó para dejarlos desnudos, para mostrar que únicamente tenían talento para hacerse de los beneficios de la coyuntura, pero lejos estaban de entender y poder manejar las complicaciones de la crisis. Una muerte los llamó a silencio, los mostró repitiendo discursos obedientes, asustados del afuera y del adentro, una secta que al vivir la dulzura de los beneficios del poder se sentía superada por la dura realidad que se acercaba marcada por la muerte. Las cadenas mediáticas con las que la Presidente aburría no pudieron enfrentar el conflicto real de la vida.

Un Gobierno ocupado en espiar disidentes inventó servicios de informaciones que al final terminaron discutiéndole el poder. La secta ya no tenía autocritica, había roto su relación con la misma sociedad, la realidad le molestaba. Toda secta inventa su adentro para que la proteja de la realidad. Pero una muerte es demasiado para seguir jugando al distraído y los vientos que desnudan falsedades se les metieron por la ventana. Y entonces buscaron culpables lejanos: los medios de comunicación que los acusaban, las mafias que hacía rato habían renunciado a la crítica al ser invitadas al festín que distribuía el Estado.

Si ayer la vida al llevarse a Néstor les regaló una elección, hoy al llevarse al Fiscal los dejaba en el llano para siempre. En la buena todos somos expertos y aparentamos talento; en la difícil, las cosas son distintas.

Una muerte ya fue demasiado, y no supieron qué hacer. Vendrán otros a gobernarnos, ya era hora. Y esperemos que a quien sepamos elegir no practique el peor de los pecados, el de la soberbia. Ya los Menem y los Kirchner se pretendieron fundacionales e intentaron eternizarse en el poder. Necesitamos elegir al más humilde, al que sea capaz de dejar el gobierno, volver al llano y ser y sentirse uno más entre nosotros. 

Para nuestra lastimada democracia, la cordura es más necesaria que cualquier otra pretensión de inmadurez. Votemos al mejor, aprendamos a ayudar a la suerte.