Cada tanto el Gobierno encuentra un encuestador maleable, al alcance de las caricias a las que acostumbra el poder. Y ese medidor de sensaciones impone números del colesterol bueno y los triglicéridos que son propios de jóvenes deportistas. Y las caras alegres que producen esos datos son capaces de instalar un gimnasio de alta competitividad en el geriátrico. Mientras tanto, del otro lado de la vida, se instala el miedo a que eso que imaginan, o mejor dicho, imaginamos como el Mal, se convierta en permanente. Es que el verdadero sueño del oficialismo es la eternidad en el gobierno, que – casualmente- se corresponde con nuestras pesadillas.
Esta semana le dediqué unos minutos de atención a una entrevista que Fantino le hacía a José Pablo Feinmann, con quién durante un tiempo pasado fuimos amigos. Fantino hacía de estudiante de filosofía y Feinmann de profesor; recorrían la biblioteca universal para explicar que la Presidente era un genio. Luego, leí en La Nación una columna de Luis Alberto Romero contra el nacionalismo. Me quedó la sensación amarga de que estos pensadores dicen lo que sienten sin asumir el lugar que ocupan en la sociedad. Y sumo a Lilita Carrio, que aporta ideas siempre y cuando no se le ocurra enojarse con los hombres.
Al escucharlo a Feinmann imaginé que él había quedado del lado de los ganadores, y que debía estar convencido que los disidentes no éramos otra cosa que oligarquías universales. Algo parecido a lo del Juez Zaffaroni que opina, simplemente, que si gana la oposición, puede venir el caos. Un Juez de la Suprema Corte que dice alegremente que la democracia puede conducir al caos. Romero se la agarra con el nacionalismo, pero no con sus exageraciones sino, casi diría, con su mera existencia. Y Carrió considera que los que no la acompañan son de dudosa pertenencia.
Tuve la dicha de poder dialogar con el Papa Francisco, hablamos unos minutos de aquellos que intentan interpretar sus gestos en el pequeño esquema de oficialistas y opositores. La vida nos regaló en suerte un hombre de los más importantes del mundo y nosotros lo queremos reducir al nivel de nuestros rencores. Se me ocurre que intentamos ser figuras públicas sin renunciar a nuestros caprichos privados, como si pudiéramos expandir nuestro egoísmo, convertirlo en mirada colectiva e imponerlo, que de algo así se trata.
Eso siento frente a los discursos de la Presidente, que no intenta otra cosa que sumarme a su idea, que ni imagina la necesidad de ampliar su concepción para abarcar la de otros, no me quiere convencer sino que tiene el poder y decide imponerme su mirada. Ella ocupa el espacio del Bien y el resto somos parte del Mal, la oligarquía, empleados de los fondos buitres, todo eso y mucho más. No entendemos su verdad, podemos -como dice Zaffaroni- caminar hacia el caos, o no haber leído todos los libros de filosofía que leyó Feinmann, para entender que la Presidenta que yo apenas soporto es lo más grande que dio la sociedad.
Cuando el retorno del General Perón y su abrazo con Ricardo Balbín, muchos de estos señores opinaron que la salida estaba en la boca del fusil. La historia demostró que la única salida estaba en el contexto de la democracia. Ellos ni siquiera asumieron la obligada autocritica, y nos siguen dando clase de sectarismo cuando ya casi nadie respeta sus ideas.