Nos toca votar con miedo, un miedo mucho más vigente que la esperanza que debería proponer lo nuevo. Los que se van asustan, los que intentar venir no ilusionan. Los candidatos nos quedan chicos, no alcanzan para cubrir el espacio de la pacificación que necesitamos. Nos hablan con certezas, los escuchamos y quedamos invadidos por las dudas. Hablamos de política como nunca, sufrimos su ausencia más que siempre. Hubo un tiempo que la inocencia invitaba a viajar quinientos kilómetros para no votar, un tiempo anarquista del “que se vayan todos”, pero ahora entendimos que huir no nos salva de nada.
Los oficialistas se dedican a ignorar la realidad; nosotros, los realistas, estamos condenados a sufrirla, a cargarla como angustia existencial, a soportar desde las cadenas cotidianas que son condenas sin rumbo ni sentido hasta las publicidades que desnudan la poca consideración que nos tienen. Uno siente que lo toman de tonto, casi todos, casi siempre. Hay imágenes que hacen daño, puesta en escena de la Presidenta bailando una alegría que es más cercana al sinsentido que al festejo personal, una euforia que parece ocultar otras carencias.
Salimos de la mayoría absoluta y del peor de los riesgos, del autoritarismo. La Presidenta, en su versión original, no tiene continuadores; por suerte hay defectos que no se heredan, se van con el portador. Scioli tiene como virtud diferenciarse de quien dice quererse parecer y asumir como su conducción. Macri fue invitado a conducir la oposición y se ocupó de consolidar a su propio partido. Massa tuvo su exceso de bonanza y luego el de carencias, impidió que lo disuelvan sin dejar en claro si seguía siendo una opción. La oposición volvió a lo de siempre, impotencia para unirse y triunfar, exceso de pruritos para acercarse y gestar una alternativa.
En la elección presidencial anterior el centro izquierda fue derrotado pero salió segundo y con capacidad de crecer. En aquella elección los socialistas no supieron encontrarse con los radicales, en esta fue mucho peor, no supieron donde podían o debían encontrarse. Margarita Stolbizer es la digna sobreviviente de esa fuerza, pero sin ocupar ya el lugar de alternativa. Uno puede decir sin dudar que es la mejor propuesta; queda la duda de si al votarla uno salva su conciencia o se convierte en un pusilánime. Me cansan los progresistas que salvan su dignidad tirando la pelota afuera. A veces pienso que en esos casos lo más digno sería callarse la boca, al menos no jugar de puros frente a tantos que se comprometen metiéndose en el barro de la vida. Stolbizer es sin duda lo más cercano a mi pensamiento; ahora, si los miembros de UNEN decidieron separarse entre ellos, no me siento obligado a asumir una responsabilidad que no es la mía. Trabajaría junto a ella para el mañana, no me libera mi conciencia votarla hoy.
No soy de derecha, pero frente al autoritarismo y la corrupción vigente no queda espacio para pensar que Macri está a la derecha de Scioli. Esa categoría no me libera de la obligación de votar contra el peor gobierno que imaginé en el nombre de mi propia historia. Y aclaro que los del PRO en lugar de seducirme me irritan, me resultan empresarios aficionados a la política, pero prefiero que quien gobierne si no expresa mi pensamiento no lo haga en nombre de nuestra historia.
En todo dialogo sólo nos referimos a los defectos de los candidatos, a sus debilidades. Las virtudes son un tema que se agota en el acto, las críticas sirven para ejercitar nuestro ancestral pesimismo que además recibe el apoyo invalorable de los candidatos que deberíamos votar. Casi nadie elige al que más quiere sino tan sólo al que menos odia. Las ambiciones se impusieron a las ideas, la política terminó siendo una simple excusa para el éxito personal y cuesta mucho volver a darle su sentido, su importancia, su valor.
Estamos saliendo de lo peor, de un autoritarismo que amenazaba quedarse con la democracia. La otra noche un canal oficial lo instalaba a Eugenio Zaffaroni para hablar como un estadista. Es la metáfora del oficialismo, son capaces de inventarse un pasado digno y un presente honorable sólo porque a la impunidad la han convertido en el valor superior. Zaffaroni, personaje menor y mediocre, es la imagen de la sociedad que nos dejan los que se van. Gente que nunca se ocupó de los Derechos Humanos en la difícil y que los utilizó hasta degradarlos al gobernar. Oportunismo impune, de eso se trata la enfermedad que la política nacional necesita superar. Y pongámosle fuerza, porque no va a ser fácil, pero es tan posible como necesario.