En 1917, la Constitución se transformó fundamentalmente para sustituir la Presidencia de la República por un órgano colegiado, tema planteado al país por Batlle y Ordóñez y que abriría una larga polémica. En 1934, fue para lo contrario y para convalidar la situación política emergente del golpe de Estado del año anterior, dividiendo el Senado por mitades entre los sectores mayoritarios de los dos partidos tradicionales. En 1942, para superar lo anterior y modernizar la estructura del Estado con un sistema más parlamentarista. En 1952 retornó el colegialismo y en 1967 volvió a sustituirse por la Presidencia, con el añadido de un conjunto de disposiciones que pretendían darle al Poder Ejecutivo mayor capacidad de gestión, fundamentalmente en la disposición del gasto público. El último gran cambio fue el de 1997, en que se abandonó el doble voto simultáneo, se introdujo la doble vuelta para la elección presidencial y las elecciones internas para la postulación de candidatos presidenciales.
Podremos concordar o no con esos movimientos, pero, en el contexto político de cada momento, respondían a una necesidad, al reclamo de sectores importantes de la sociedad o la vida política. Hoy se lanza la idea de la reforma constitucional sin ton ni son, como un ejercicio gimnástico que procura arrastrar el debate hacia sus vericuetos y aliviar la presión de los hechos sobre el Gobierno. No se sabe para qué. Continuar leyendo