La (mal) llamada “ola progresista” parece estar llegando a su fin. Terminado el ciclo de prosperidad importada, que alimentó un populismo incapaz de realizaciones duraderas, las sociedades de la región están dando claras señales de hartazgo.
La elección argentina ha sido un campanazo. Ha quedado claro que la sociedad argentina no soporta más el estilo de gobierno de la Dra. Cristina Fernández de Kirchner. Sus 46 cadenas mediáticas en lo que va del año, su retórica agresiva, su constante división de la sociedad, su arbitrariedad sin límites para agraviar adversarios políticos llega a su fin. Su candidato, un hombre moderado a quien se resignó pese a que no lo quería, la ha salvado de una hecatombe, pero la derrota en la poderosa provincia de Buenos Aires —el mayor distrito electoral del país— caracteriza un inocultable declive. Por cierto, la elección presidencial no está aún definida, pero cualquiera que gane sabe que tiene que modificar ese estilo y, en lo sustancial, muchas de esas políticas resultantes de una visión conspirativa que hacía de la Argentina la víctima aparente de las peores conspiraciones universales.
En Brasil la crisis se sigue profundizando y las revelaciones sobre la corrupción del Partido de los Trabajadores y la fuerza que comandó Lula da Silva estos años no tienen precedentes en la historia de la potencia del norte. A sólo un año de su nuevo Gobierno, Dilma Rousseff ve tambalear su permanencia.
La situación de Venezuela, por su parte, es también dramática. Los líderes opositores arbitrariamente presos, los medios de comunicación sometidos, la economía en un descalabro inédito en un país con un mínimo de desarrollo y la corrupción instalada en el Gobierno, exhiben un panorama realmente crítico. Continuar leyendo