El mundo musulmán ha aparecido en Uruguay. No se trata de algunos aislados ejemplos que existían desde hace tiempo, sino de personas provenientes de Siria que nuestro Gobierno ha acogido y espera seguir acogiendo.
Al margen del indudable valor humanitario de ese proceso, nos importa llamar la atención sobre un sesgo que hace a valores fundamentales de nuestra sociedad, configurada en su tiempo con aluviones inmigratorios que están en su base. La diferencia con aquella inmigración es que ella respondía a nuestros mismos valores de convivencia y esta, en cambio, responde a concepciones totalmente distintas de los derechos humanos y las libertades esenciales.
Días pasados, el Dr. Javier Miranda, responsable gubernamental del tema, narró en el ámbito parlamentario una conversación con un ciudadano sirio que no entendía que no podía castigar físicamente a su hija. “En mi casa yo soy rey”, le dijo, y no se convenció de que ni su mujer ni su hija estaban sometidos a una autoridad sin límites.
La situación narrada es clara, conforme a nuestras leyes y por ello desde el principio es necesario ejercer una pedagogía inequívoca dirigida a enfrentar ese sometimiento femenino. Dejar sentados, claramente, los códigos a los que ajustamos nuestra conducta.
No aparecen tan claros otros aspectos que desde la óptica del Estado laico merecerían desde ya una consideración seria, porque al amparo de nuestra libertad de cultos se pueden herir conceptos que hacen al orden público.
No hace mucho, el Dr. Miguel Ángel Semino cuestionó la idea de que se pudiera enterrar sin ataúd, como lo habrían solicitado algunos ciudadanos musulmanes, en contradicción con las normas que, por razones sanitarias de orden público, imponen ciertos procedimientos. No tenemos noticia de que se hayan producido aclaraciones al respecto.
Se nos ha informado también que a los efectos de los documentos de identidad, las mujeres musulmanas han sido fotografiadas con su clásico velo. A los ciudadanos del país no se les permite aparecer en esos documentos con lentes, sombreros u otros objetos que incidan en su rostro. ¿Puede aceptarse esa actitud discriminatoria? ¿Puede aceptarse, además, cuando ese velo no solo es un simple símbolo de pertenencia religiosa, sino la exhibición pública de la subordinación femenina?
En un país que hace un siglo quitó los crucifijos de los hospitales públicos, ¿puede aceptarse que en los establecimientos públicos de enseñanza las adolescentes luzcan ese velo? El crucifijo o cualquier otro símbolo análogo es una pertenencia que se desea dejar fuera del ámbito del Estado, pese a que puede ser un simple testimonio de espiritualidad. El velo es otra cosa: simboliza esa subordinación que el ciudadano sirio que habló con el Dr. Miranda no podía entender que en nuestra sociedad es delito.
El país hace muchos años zanjó sus debates sobre el ámbito del Estado y el de la religión. En los últimos tiempos, incluso, el concepto de laicidad se ha desprendido de todo toque de intolerancia o rechazo a lo religioso para definirse por su neutralidad ante las diversas opciones filosóficas. ¿No es necesario aclarar todos estos aspectos antes de que se transformen en un problema?
El tema podría parecer teórico hasta hace poco tiempo. Ya no lo es. Entre nosotros conviven personas que responden a valores civilizatorios diferentes. Hay que precisar, entonces, cuál es el ámbito de su libertad y cuáles son sus límites, a los efectos de una convivencia pacífica en un Estado, como el nuestro, abiertamente liberal y pluralista. De lo contrario, podemos encontrarnos con la mala noticia de que nos hemos inventado un problema que habíamos largamente superado.