Hoy se cumple un nuevo aniversario del golpe de Estado de 1976. En un época no muy lejana – cuando el feriado no existía-, esta fecha nos unía para reflexionar sobre un pasado trágico de divisiones y violencia. En los últimos tiempos, he visto como del “Nunca más” de todos pasamos al “Nunca menos” de unos pocos. Como muchos fui observadora no participante de la privatización de la Plaza de Mayo y la Marcha del 24M. Esta había sido siempre una convocatoria abierta a todos aquellos que repudiamos la violencia y el autoritarismo.
Los discursos del 24M se han transformado en banales alocuciones proselitistas que sólo contagian a fanáticos y alejan a la gran mayoría del sentimiento en defensa de la libertad y la democracia que debería provocarnos esta efeméride. Para algunos, se ha reducido a una pelea ridícula de afiches y videos, o a la disputa de cuatro o cinco baldosas en la plaza. Para muchos, el Día de la Memoria está alejado y vacío de contenido.
No me inscribo en ninguno de los dos grupos. Para mí, el 24 de marzo de 1976 es una de las fechas más horrendas de la historia argentina -a la que sumo el 2 de abril de 1982. Todos los años el 24M me obliga a pensar de dónde veníamos y hacia dónde fuimos. Indudablemente, cada 24M nos invita a revisar una dramática constante histórica: la violencia fratricida.
El año pasado leí con avidez dos textos conmovedores y altamente movilizantes: “Un testamento de los años setenta” de Héctor Leis y “Eran humanos, no héroes” de Graciela Fernández Meijide.
En su “Testamento”, Leis dice: “Pido perdón a los inocentes y a las generaciones posteriores a la mía, que aun sin ser responsables por los acontecimientos de la reciente historia argentina continúan siendo castigadas con la ignorancia de su verdadero sentido, y se ven impedidas así de parar el yira-yira del karma nacional”.
Con la autoridad moral que le da la experiencia y su compromiso, Fernández Meijide asevera: “En la Argentina de los setenta convivían víctimas y verdugos, y todos habían sido formados por una misma matriz cultural. La del odio al otro. Los setenta no tienen nada de ejemplar. No es una época que merezca ser evocada con nostalgia. Al contrario, es un tiempo oscuro”.
Con matices y diferencias, ambos iluminan el camino de la memoria, la paz y el diálogo. Hacen un llamado a la cultura del encuentro y la libertad. Y además convocan a la construcción de una historia colectiva común para superar la trampa del pasado y proyectar un futuro de unidad.
Hoy es 24 de marzo. Antes iba a la Plaza. Hace un tiempo dejó de incluirme y por eso, no fui más. Reflexiono y me conmuevo, una vez más, frente a la desgracia generada por esa matriz de odio y resentimiento que se reprodujo por décadas antes y después del golpe de Estado de 1976.
En 2000, el entonces cardenal Bergoglio incitaba a “fomentar un acercamiento, una cultura de esperanza que cree nuevos vínculos, los invito a ganar voluntades, a serenar y convencer”. Soy agnóstica y no tengo una foto con el Papa Francisco. Lo leo y aprendo. Nos enseña a resignar intereses particulares para amasar “una nueva cultura del encuentro”.
Pienso en el futuro y en dejar atrás los enfrentamientos, sin olvidar y sin espíritu alguno de revancha para parar “el yira-yira del karma nacional”, como dice Leis. Abrazo y me dejo abrazar por la causa de la libertad.