La decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos (SCOTUS) sobre los bonistas de títulos argentinos, los famosos holdouts, puso en escena un nueva y atípica cara de la judicialización de la política. Como sabemos, la Corte Suprema de EEUU decidió finalmente rechazar el caso llevado por el gobierno argentino ante sus estrados. No es extraño: el tribunal máximo tiene un lista muy limitada y selectiva de decisiones proyectadas con la cual, como actor institucional clave en el sistema político, decide en qué temas intervendrá en la agenda pública estadounidense.
La Corte Suprema de EEUU recibe, cada año, un promedio de 10000 peticiones para revisar casos y resuelve, aproximadamente, entre 75 y 80 casos por año. La probabilidad de que este tipo de casos hubiese obtenido una respuesta, previa audiencia y argumentos públicos de las partes, era extraordinariamente baja. La Corte Suprema rechaza más del 99 % por ciento de los casos que se presentan para su análisis.
Pensar la Corte Suprema de Estados Unidos, teniendo en mente la realidad del poder judicial local y de la Corte Suprema Argentina, es un error tan fatal como recurrente. La Corte argentina ha llegado a dictar sentencias en más de 19.000 casos, contando expedientes comunes y previsionales (jubilaciones), en un solo año (2004). Estamos ante una Corte, la de Estados Unidos, que opera ante una lógica muy distinta.
La Corte estadounidense y la Corte argentina son dos modelos de Corte y de actor institucional, muy diferentes en calidad y cantidad tanto de casos como de decisiones.
Ante esta situación, el rechazo de la Corte Suprema estadounidense no puede catalogarse de inesperado ni de sorprendente para ningún sector político informado de la práctica institucional de aquel máximo tribunal. Si a esa práctica operativa, se le suma el perfil político y los precedentes de la Jurisprudencia de la Corte Suprema, las probabilidades eran todavía más reducidas.
En general, en la máxima instancia judicial, toda decisión de rechazar analizar un caso apelado, confirma la decisión del tribunal inferior. Esa decisión, encubierta a veces en argumentos técnicos o en una mera respuesta negativa -y arbitraria-, es una respuesta que debe leerse políticamente. Especialmente, por razones cuantitativas, en nuestro ámbito. Los jueces suelen utilizar, tanto allá como acá, esa vía para confirmar las decisiones sin asumir costos innecesarios y delegando simbólicamente la responsabilidad política en un instancia inferior.
Todo silencio u omisión judicial debe entenderse como una respuesta política. Especialmente en casos sensibles y de alto voltaje político o económico.
Ahora, no obstante ello, en este caso puntual la respuesta judicial era estadística y políticamente previsible. La apelación a la Corte de EEUU era una forma de ganar tiempo, no una forma de esperanza procesal. Los milagros y la justicia divina suelen estar lejos de los tribunales. Queda esperar que después del traspié judicial, la capacidad de negociación, una capacidad siempre más política que legal, se haga presente en esta nueva etapa abierta por la decisión suprema.