Cambiar la ley no es cambiar la realidad

La Presidente anunció oficialmente algo que ya había adelantado al promulgar el nuevo Código Civil y Comercial: el envío de un proyecto de Código de Procedimiento Penal al Congreso de la Nación.

El Gobierno, de esta forma, impulsa la reforma y sanción de cuatro Códigos centrales para el ejercicio de los derechos de los argentinos. La actualización normativa y la incorporación de principios constitucionales y de derechos humanos resultan en sí mismo una buena noticia, más allá de las discusiones sobre las formas, los debates sociales necesarios y los desacuerdos políticos y jurídicos inevitables.

Por un lado, en enero de 2016 comenzará a regir el nuevo Código Civil y Comercial unificado que derogará los dos viejos Códigos, el Código Civil y el Código Comercial, hoy vigentes a través de dos cuerpos legales separados. Por otro lado, hay un buen proyecto de Código Penal -incluso con algunos puntos perfectibles y aristas complejas- que también deberá ser discutido razonable y profundamente en el Poder Legislativo. Sería prudente reducir el populismo penal y el oportunismo electoral a su expresión menos perjudicial. Junto al Código Procesal Penal de la Nación, serán cuatro Códigos los que se proyectan reformar integralmente.

Las reformas de los Códigos ofrecen razones para ser optimistas. Sin duda, la mayoría de los Códigos deben reformarse y los cambios se justifican constitucional y políticamente. El optimismo debe ser moderado, sin embargo. Muchas textos legales cambian pero pocos de esos cambios se traducen en cambios prácticos, reales, operativos, palpables. La ley es texto y práctica, es lo formal y lo real. A veces la práctica judicial del derecho se olvida, se desconecta, del texto.

Recurrentemente se cae en un fetiche de las reformas legales y/o penales, pensando que cambiar la letra de la ley genera un transformación real, fuera de lo formal. Ese fetichismo legal es típico en materia penal: aumentar penas “mágicamente” genera más seguridad. Lamentablemente, la realidad lo desmiente una y otra vez.

Así, la reforma constitucional de 1994 fracasó en casi todos sus objetivos explícitos. El presidencialismo no se atenuó y muchas de las instituciones incorporadas en 1994 tienen una debilidad estructural palmaria. Claramente, esa es la situación de la Defensoría del Pueblo, vacante hace años, y del siempre criticado Consejo de la Magistratura, el órgano de gobierno del Poder Judicial. Lo mismo puede pasar con las más hermosas leyes: pasan a ser poesía legal –en la gran mayoría de los casos, muy mala poesía legal- retórica del discurso del derecho, ausente en la práctica.

Pensar en las prácticas judiciales inquisitivas, obsoletas, formalistas, oscurantistas, dogmáticas, poco abiertas a la participación social, etc. del proceso penal es justamente encontrar las razones para impulsar la reforma. Pero también es encontrar las razones para entender que –sobre todo cómo y porqué- las reformas pasadas fueron parcial y/o totalmente neutralizadas por los actores que pretendían regular.

Reformar el juego sin reformar a los jugadores es frustrante. Tarde o temprano se deberá encarar nuevamente la discusión sobre cómo mejorar la calidad y eficiencia de los procesos de selección de Jueces, Defensores y Fiscales. Además, cabe agregar, una reforma en la esfera penal queda incompleta si no se proyecta políticas para el control democrático de la Policía y de un atroz Servicio Penitenciario. Si se quiere hacer algo por las injusticias en el sistema judicial, la inseguridad y la verdadera Justicia, más temprano que tarde se deberá encarar la reforma de las fuerzas de seguridad y la necesidad del control democrático de dichas fuerzas.

Cambiar las reglas de juego a veces no implica cambiar el juego. Los jugadores pueden acomodar sus viejas prácticas a nuevas reglas. Esto puede aplicarse a los procesos de adecuación de ciertos grupos económicos o a las reformas en el ámbito del proceso penal. Quizás lo más difícil es reformar las viejas y clásicas prácticas institucionales. Las viejas instituciones viven en las nuevas, los viejos actores condicionan a los nuevos.

Las reformas legislativas son necesarias y además jurídicamente pueden ser muy sólidas. Ahora, las transformaciones políticas y prácticas necesarias en los operadores de los sistemas judiciales requieren de un compromiso político, de recursos económicos y humanos más allá de las retóricas de la letra de la ley. Hechos, prácticas y recursos, no sólo palabras.