La reforma constitucional de 1994 se realizó bajo la retórica de modernizar el Estado y mejorar la calidad del viejo esquema presidencial con ciertas innovaciones institucionales. Dicho esquema, según los propios firmantes del Pacto de Olivos y la posterior Convención Constituyente, debía ser atenuado para reducir las facultades del Poder Ejecutivo y así fortalecer la protección de todos -nuevos y viejos- derechos del texto fundamental.
A tal fin, una de las instituciones de contrapeso que incorporó nuestra Constitución Nacional fue el Defensor del Pueblo (Art. 86) con el específico objetivo de tutelar los derechos y garantías de la sociedad a través de la protección judicial o administrativa. En pocas palabras, podríamos describir al Defensor del Pueblo -u Ombudsman en el Derecho Comparado- como una estructura de abogados legitimados, procesal o administrativamente, para defender los derechos constitucionales ante acciones u omisiones de la administración pública.
Su rol protector, su defensa, se realiza en concreto con el accionar legal del equipo de trabajo de la Defensoría del Pueblo -mayormente abogadas/os, por supuesto- ante los estrados judiciales. De forma general, se le reconoció legitimación procesal activa en todos los derechos y especialmente en los derechos de incidencia colectiva (Art. 43 CN). Para ello, podrán estructurarse defensores adjuntos en diferentes áreas sensibles -Salud, Derechos Humanos, Seguridad Social, Ambiental, Servicios Públicos, etc- con el objetivo de dividir la función tutelar y hacer un seguimiento acorde a la especificidad de los derechos y/o de los sectores vulnerables y grupos afectados.
El Defensor del Pueblo, como institución del sistema político, fue regulado específicamente por la ley 24.248. Se instituyó operativamente por primera vez en 1994 y tuvo a su primer Defensor del Pueblo en Jorge Maiorano (1994-1999). Posteriormente, en 1999, fue nombrado Eduardo Mondino (1999-2009) que mantuvo su cargo dos periodos de 5 años, reelección mediante. Terminado su periodo, Mondino renunció con el objetivo de presentarse como candidato a Senador de la Provincia de Córdoba. Sin embargo, desde ese momento (2009), su renuncia produjo la acefalia de la Defensoría del Pueblo y su cargo fue ejercido por un Defensor Adjunto -hasta 2013- y un Secretario de forma interina.
En sus dos décadas, el Defensor del Pueblo estuvo un cuarto de su vida institucional acéfala, lo que impacta directamente en su impronta y en su actividad operativa a la hora de consolidar la protección de los derechos en el largo plazo.
La omisión del sistema político, especialmente del Congreso de la Nación, de impulsar el procedimiento para elegir Defensor del Pueblo, quizás proyectando un proceso abierto y participativo como el realizado con los candidatos a Jueces Supremos (Decreto 222/2003), demuestra de forma evidente la debilidad de la gran mayoría de las reformas constitucionales hijas del Pacto de Olivos.
Lamentablemente, en algunos casos, como sucedió con el Consejo de la Magistratura (Art. 114 CN) y la Auditoria General de la Nación (Art. 85 CN), entre otras innovaciones institucionales de la reforma de 1994, a veces hubo flojos diseños institucionales o muy baja implementación operativa. En otros casos, y este es el claro caso del Defensor del Pueblo, la simple ausencia de voluntad política, traducida en una omisión que lleva cinco años, termina transformando una prometedora institución para limitar arbitrariedades y proteger derechos en una burocracia pasiva con una gestión acéfala y sin horizonte.
Superar la inercia institucional y dejar atrás la omisión legislativa con el Defensor del Pueblo es una obligación constitucional pero sobre todo una urgente deuda con el sistema democrático y los derechos de todos.