Roma, literalmente tomada y ocupada como tantas otras veces en el pasado. Pero ahora no fueron los bárbaros, ni Napoleón, mucho menos los nazis. Es el turno de los polacos que sin armas ni tanques, solo con estandartes y banderas, cantaban, festejaban y alababan a su nuevo santo. Un poco más tranquilos, pero no por ello menos en cantidad, son los peregrinos que llegaron por el otro, el italiano, el Papa bueno. Como ya es habitual, todos sin excepción, aclamando y vivando al argentino que llegara el año pasado desde el fin del mundo. Francisco, antes de iniciar la imponente ceremonia de canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, se acercaba y abrazaba con su antecesor y Papa emérito, el alemán Benedicto XVI. Algo inédito y universal por donde se lo viera.
Mientras tanto la mañana lluviosa y gris que amenazaba con aguar esta fiesta de fe y esperanza, de repente, justo en el mismo instante en que nuestro compatriota proclamaba con vos solemne la santificación, se iluminaba con un rayo de sol que inundaba la Plaza de San Pedro. Allí entre las sillas y las gradas se mezclaban los aplausos y gritos de júbilo de reinas y reyes, presidentes y jefes de Estado, que un número cercano a los cuarenta llegaron hasta el Vaticano para no perderse esta brillante idea de Francisco y representar dignamente a sus pueblos. En el público se abrazaban, por ejemplo, el hijo y la nieta de Ronald Reagan con curas y misioneros venidos desde los más profundos rincones del África negra. Michael Reagan luciendo un traje marrón, en homenaje a su padre, que vistiera uno del mismo color en su primer audiencia con Karol Wojtyla. Eran los tiempos en que trabajaban y acordaban por la libertad de medio mundo.
En una muestra más de su enorme habilidad política, esta ceremonia conjunta manda una señal muy potente de lo que el actual Papa quiere para la Iglesia y su papado. Combinar a un luchador, principista, carismático y extremadamente popular como el polaco con la bondad infinita, el afán de modernidad y reforma del italiano. Esa es la genialidad de Francisco. Sin grandes declaraciones, ni profundas e incomprensibles encíclicas, con gestos más que simbólicos y elocuentes, dar por terminado un ciclo de profundas divisiones internas en la institución fundada hace dos mil años por Cristo. Una convulsión que la condujera a la mayor crisis de los últimos tiempos y que culminara con la renuncia de Ratzinger. Nuevamente el político, el estratega, el jesuita en acción.
Como si esto no fuera suficiente, otra vez en aquella histórica plaza se cantaba el evangelio en latín, como corresponde a la liturgia romana pero también en griego, un nuevo gesto para los cristianos ortodoxos y la posibilidad de reunificación de los que se dividieron en el 1054. Algo que por primera vez en siglos se había registrado en la entronización de Francisco en retribución a la visita de Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla y líder espiritual de los casi 300 millones de personas que siguen los ritos de Oriente.
La confluencia en un mismo liderazgo y una misma visión superadora de los que venían convocados por la santidad del uno o del otro sintetiza perfectamente lo que se ha propuesto el hasta hace un año Cardenal Bergoglio. Personalmente, formé parte de una delegación invitada por Newsmax, la página web conservadora más leída de los EEUU, que convocó a Roma a un grupo muy importante de dirigentes políticos y empresarios que se sintieron llamados principalmente por el legado de Juan Pablo II y su enorme contribución al mundo libre. Lech Walesa, entre otros, nos habló de cuán importante fue su rol en el derrumbe del comunismo soviético, empezando por su tierra polaca.
Pero en forma paralela, en otros rincones de la ciudad eterna, se congregaban al mismo tiempo los convocados por la obra de Juan XXIII. Su ejemplo de vida, su bondad y su convicción reformista y modernizadora marcaron un antes y un después en el devenir de la Iglesia y su forma de conectarse con el mundo moderno y sus fieles.
El domingo todos coincidimos en la Plaza de San Pedro y bajo la protección de los santos y mártires de mármol, producto del genio creativo de Miguel Angel y Bernini, que parecían testificar extasiados este momento histórico de la institución a la que ellos mismos entregaron sus vidas, un argentino, el más famoso de todos los tiempos, proclamaba la santidad de dos de su predecesores casi inmediatos.
Allí, en el medio de la multitud, uno no podía sino sentir un inmenso orgullo. Uno de los nuestros concitando la atención de todo el planeta y dando una muestra impresionante de que en este mundo en que vivimos, se puede practicar la humildad y la sencillez, sin por eso renunciar a los grandes objetivos trascendentes. Se puede hacer sin necesidad de defeccionar. Se puede ser y parecer.
¡Dios salve y ayude al Papa argentino!